Debo confesar que la mañana de
sábado en que Ada Neuman se trasladó definitivamente a nuestro edificio yo ya
le tenía cierta ojeriza. No en vano, el ruido incesante de la obras en su piso
había conseguido destrozarme los nervios durante las semanas previas a la
mudanza, y, para colmo, los tipos que le trajeron los muebles el día anterior
me habían despertado, al llamar por error al timbre de mi casa cuando ni
siquiera habían dado las ocho de la mañana. Me desahogué diciéndoles de todo
por el portero automático antes de colgar bruscamente, y Javier me gritó desde
la cama que estaba loca. Escuché que una voz femenina, como de locutora de
radio, decía «Aquí Ada Neuman, suban, por
favor», desde otro interfono y les abría la puerta. Me pareció que tenía un
poco de acento argentino y que su propietaria debía de ser rubia y aficionada a
los albornoces blancos de felpa. Minutos después me acerqué a la mirilla y vi
una pareja de sillones de color marfil, descansando apaciblemente en el rellano
como dos elefantes blancos, hasta que llegaron dos diminutos ecuatorianos y se
los llevaron adentro. Entonces me asomé a la ventana y comprobé que en un
lateral de la furgoneta aparcada junto al portal estaba dibujado el anagrama
del almacén de muebles más caro de la ciudad, un raquítico arbolito verde que
parecía pintado por un niño de primaria. Me pasé un buen rato ocupada, porque
aquellos sillones fueron las primeras dos piezas de un desfile de mobiliario
selecto que se prolongó hasta muy entrada la tarde. A través de la mirilla vi a
los resoplantes ecuatorianos trasladar una mesa baja de mármol travertino, un
jarrón rojo de porcelana china en el que podía haberse plantado tranquilamente
una palmera, una cama blanca de dosel que arrastraba un cortinaje de seda de
varios metros de longitud; por no hablar del secreter renacentista de palosanto
o el piano blanco de cola que trajeron los empleados de una céntrica tienda de
instrumentos musicales a mediodía.
Hasta aquel momento, de la futura
propietaria del 3º B sólo sabía su nombre, que había descubierto grabado en el
buzón contiguo al nuestro, tres o cuatro semanas antes. Ada Neuman, decía la
placa de bronce envejecido. Me llamó un poco la atención aquel «Ada», escrito en cursiva y sin «h»,
pero justo entonces pasé la mano por el interior de nuestro cajetín y extraje
un sobre rectangular del banco. Con un respingo, intuí la amenaza latente de un
recibo inesperado y me olvidé por completo de la nueva vecina. Después había
venido lo de la dichosa reforma integral. Durante quince días, de lunes a
domingo, una brigada de albañiles rumanos vestidos de un blanco impoluto tomó
al asalto el edificio, adueñándose del ascensor desde primera hora de la mañana
y dejando en el suelo un harinoso sendero grisáceo que trazaba la línea del
espacio conquistado por aquella turba de gigantones silenciosos. El rellano
adquirió en apenas dos semanas el aspecto de un vertedero montañoso, lleno de
enormes sacos de escombros y tuberías consumidas por el óxido, recién
extirpadas de las paredes. La furia rítmica con que el escoplo de los rumanos
golpeaba las baldosas del cuarto del baño y la cocina de Ada Neuman hasta que
se hacían añicos contra el suelo tenía algo de telúrico. Aquel martilleo me
despertaba cada mañana con la brusca sensación de que una falla acababa de
resquebrajar los cimientos de nuestro bloque y me arrojaba sin remedio al
interior de un pozo abisal, poblado por extrañas criaturas de alcantarilla.
Tardaba todavía unos instantes en recobrar la noción del tiempo y del espacio,
crucificada sobre el edredón, como si realmente acabara de estrellarme contra
la cama. Me arrastraba a la cocina y miraba el reloj de pulsera a través de las
últimas telarañas del sueño, maldiciendo a aquella mujer del nombre imposible y
a su disciplinada cuadrilla de albañiles. En ocasiones comprobaba al borde de
la crisis nerviosa que apenas hacía media hora que había conseguido dormirme,
porque una terrible ola de calor azotaba la ciudad en aquellos días y yo pasaba
las madrugadas en vela, escuchando el monólogo intermitente de un grillo en
algún balcón cercano con los ojos abiertos, hasta que un cielo de sucio malva
se iba colando a través de las rendijas de la persiana.
Y todo porque a principios de
junio, Javier se había sentado ante la mesa de la cocina con su libreta de
gastos y tras dos horas de cuentas emborronadas terminó reconociendo que con
nuestros escasos ahorros no nos alcanzaba para instalar el aire acondicionado
en los dormitorios, tal y como habíamos previsto hacer. De hecho, admitió mi
marido con un cabeceo triste, ni siquiera podíamos plantearnos comprar un
aparatito portátil para ir refrescando por turnos cada habitación. La historia
no era nueva. El verano anterior nuestro viejo Ford Fiesta se había declarado
oficialmente muerto en medio de una de las calles más céntricas de la ciudad y
tuvimos que invertir la extra de julio y parte de lo poco que habíamos
conseguido ahorrar en cambiarle el motor. Esta vez, la ortodoncista de Carlota
nos había mostrado en su consulta la radiografía de una pequeña sonrisa de
calavera. Al parecer, la desviación que se apreciaba en los incisivos de
nuestra hija podía llegar a deformarle el labio si no se le ponía remedio a
tiempo, así que dos filas de espantosos y carísimos hierros correctores
salieron de la nada y escalaron la lista de prioridades domésticas situándose
en el número uno, mientras yo me resignaba a desempolvar el esquelético
ventilador del armario de la terraza, un verano más. El resultado de aquella
decisión fue que Carlota berreaba todas las mañanas a la hora del desayuno,
mientras yo, cada vez más ojerosa y parecida a un zombie, perdía los nervios y
le obligaba a ponerse el aparato a bofetada limpia. Por la noche ninguno de los
cuatro lograba conciliar el sueño. De vez en cuando Carlota chillaba pidiendo
agua y se oía a Javier hijo maldecir los dientes torcidos de su hermana desde
la terraza. Había decidido trasladarse allí, con la colchoneta hinchable de
camping de cuando aún podíamos permitirnos unas vacaciones en la playa.
Mientras, yo trataba de dormirme contando las vueltas que Javier padre daba en
su mitad del colchón, imaginando el cerco que el sudor de su cuerpo iba a
trazar a lo largo de las horas en la sabana bajera. Una silueta fantasmal que
traspasaría el somier y me obligaría a cambiar la ropa de la cama en cuanto nos
levantásemos a la mañana siguiente. El sueño no llegaba y a cada minuto notaba
el camisón blanco de verano pegándose más y más a mi piel, hasta hacerme sentir
como un caramelo chupado por un niño, con una banda de papel blanquecino
empapado en saliva caliente rodeando mi cuerpo. Aunque el bochorno resultaba
abrasador no me atrevía a desnudarme del todo, por miedo a lo que Javier
pudiera pensar al girarse. Yo no estaba para muchas fiestas, la verdad. Me
desesperaba permanecer despierta durante aquellas largas horas nocturnas en las
que el calor atrapado en el asfalto durante el día reptaba por la fachada del
edificio como una bestia con dedos de alquitrán.
¿Cómo no iba a odiar a Ada
Neuman, que vivía sola, compraba muebles de diseño y tenía una voz ronca y
suave a la vez, de mujer rubia, fumadora y aventurera? Pero lo peor, por
increíble que parezca, aún estaba por venir, sólo que yo todavía no podía ni
imaginarlo. Muchas veces me atormento diciéndome lo estúpida que fui, reprochándome
el no haber sido capaz de avistar a través de la mirilla el peligro que se
cernía sobre nosotros. Ada Neuman era el cataclismo con el que yo soñaba a
veces en esas noches de calor febril, y no supe verlo. Aquel sábado por la
mañana Ada Neuman bajó de un coche negro que parecía de charol, con un vestido
de tirantes y falda de vuelo, estampado con enormes dalias blancas. Llevaba el
pelo recogido con un pañuelo y grandes gafas de sol. Me pareció que era morena
y menuda, pero no puedo asegurarlo, porque enseguida se metió en el patio,
mientras el conductor del coche descargaba del maletero dos enormes maletas
blancas, que centellearon bajo el sol de la mañana como si fueran de nácar. Ahí
está su ropa, toda de marca, seguro, me dije sin apartar los ojos de ellas,
mirando al hombre guapo y trajeado seguir los pasos de Ada Neuman, igual que un
vulgar botones de hotel. No me di cuenta de que Carlota dejaba de ver los
dibujos animados en el salón y se escabullía al rellano para saludar a la nueva
vecina. Seguía demasiado abstraída en el lomo negro y resplandeciente del
Mercedes como para percatarme de que mi hija se quitaba el corrector dental y
salía al encuentro de Ada Neuman y sus maletas. Cuando dejé mi puesto de
vigilancia y me dirigí a la cocina para poner la cafetera al fuego ya era
tarde. La puerta de casa estaba abierta y tras un momento de pasmo corrí
afuera, temiéndome lo peor. Lo cierto es que en el descansillo sólo encontré
las dos maletas de Ada Neuman colocadas una frente a otra en posición horizontal,
y a Carlota parada junto a la más grande, moviendo los brazos y admirando el
reflejo de sí misma que le devolvía la superficie perlada, como si fuera un
espejo mágico. En el interior del piso vecino se escuchó entonces el murmullo
suplicante de un hombre, después una risa burlona y una voz femenina hablando
en francés. Por último, el sonido de unos tacones alejándose por el pasillo.
Sin saber muy bien por qué le di una bofetada a mi hija y la arrastré adentro,
pero no pude evitar escuchar la puerta del 3º B cerrándose lentamente, dejando
aquellas dos maletas de actriz de cine abandonadas en el rellano, con el
reflejo de una niña de siete años atrapado para siempre en su interior. No
sabíamos a qué se dedicaba aquella mujer, tan solo que su casa estaba siempre
llena de hombres que entraban con ojos de hechizados en el ascensor y se
olvidaban hasta de decir adiós al salir, obsesionados por pulsar cuanto antes
el melodioso timbre de la puerta de Ada Neuman. Siempre tardaba mucho en abrir,
así que no me daba tiempo de verla, por más que me entretuviera fingiendo
buscar las llaves en el bolso. El visitante se quedaba esperando en el rellano
diez o quince minutos más mientras yo me resignaba a entrar al fin en casa,
prometiéndome a mí misma que en la próxima reunión de la comunidad me quejaría
de que la puerta lacada en blanco de esa advenediza se cargaba de un plumazo la
armonía integral del rellano. Un día mandé a Javier hijo a comprar el pan y la
leche en la tienda de la esquina. Aceptó a regañadientes, como de costumbre,
pero volvió encantado, diciendo que se había encontrado con la nueva vecina en
el portal y habían subido juntos en el ascensor. Después se pasó media hora
describiendo el perfume floral de su larga melena pelirroja, y el elegante vestido
largo de terciopelo verde botella que llevaba puesto. Durante la comida explicó
con minuciosidad de astrónomo la lluvia de pecas estrelladas que adornaban su
escote y evocó el porte de violinista rusa de la vecina. ¿Rusa?, le pregunté,
¿Ada Neuman es rusa? Me asusté mucho cuando mi hijo de trece años respondió con
voz grave, No, mamá. Ada Neuman es un ángel. Eso es lo que es. Curiosamente, a
partir de entonces Javier hijo no volvió a protestar por tener que dormir en la
galería causa del calor. Una mañana temprano, al abrir la puerta de la terraza
para ventilar el salón, descubrí el motivo: una hilera de sujetadores y
diminutas bragas de color amatista ondeaban en el tendedor de Ada Neuman, y mi
hijo permanecía despierto en su colchón, vigilando la cuerda de nuestra vecina,
leyendo con ojos hipnotizados aquel pentagrama de notas azules. Pero el
principio del fin habría de comenzar oficialmente una de aquellas tórridas
madrugadas, cuando mezclado con los ruidos habituales de la casa distinguí de
pronto un sonido nuevo, distinto al crujir reumático de la librería en el salón
y al tartamudeo del agua cayendo en la cisterna del piso de abajo. Al principio
fue sólo un rumor localizado detrás de la pared de nuestro dormitorio, pero
pronto aquel siseo pareció extenderse como una cola invisible de dragón por
todas las habitaciones en la casa vecina, levantando una corriente de aire
fresco a su paso que yo podía sentir a través del tabique, con la garganta seca
de un abandonado en el desierto. Comencé a sollozar, desesperada y sedienta,
cuando comprendí que Ada Neuman se había hecho instalar un sofisticado sistema
de refrigeración integral en su piso. A mi lado, tumbado boca arriba, Javier
permanecía tan despierto como yo, pero no dijo nada. Ni siquiera me preguntó qué
era lo que me pasaba. Escuché el ronroneo de aquel céfiro artificial durante
horas, imaginando el balanceo lúbrico de las cortinas de gasa blanca de la cama
de Ada Neuman, el siseante avance del frescor por el pasillo, colándose en la
boca del jarrón rojo hasta producir una misteriosa música de tuba en su
interior, un rumor marítimo de caracola cuya belleza sólo yo era capaz de
valorar en su justa medida. El aire fresco mecería las partituras olvidadas
sobre el piano y llegaría a la terraza girando grácilmente, agitando la ropa
interior de Ada Neuman como si fuera una bandada de anémonas despidiéndose,
ante la atenta mirada de mi hijo Javier, insomne ahora por voluntad propia.
Creo que di algunas cabezadas y llegué a soñar durante unos segundos con el paisaje
submarino de las prendas íntimas de aquella mujer, ondulando al compás del aire
fresco, inalcanzable, cuando de pronto me sobresaltó el sonido de la puerta de
la calle cerrándose con sigilo. Miré al otro lado del colchón y sólo encontré
la huella del cuerpo de Javier en las dunas húmedas de la sábana.
Durante las semanas que
siguieron, los tres miembros de mi familia se convirtieron en auténticos
maestros del juego del escondite inglés. A mí siempre me tocaba hacer de
gallinita ciega, fingía no enterarme de que Javier hijo desaparecía justo al
mismo tiempo que el piano de cola blanco comenzaba a desgranar una tristísima
rapsodia en casa de Ada Neuman, mientras restregaba enérgicamente la esponja
amarilla por la espalda de Carlota, quien unos minutos antes había venido a
abrazarme la mar de mimosa y con su patito de goma en la mano, pidiéndome que
la bañara como cuando era pequeña. Otras veces, Javier hijo vendaba mis ojos
requiriendo uno de aquellos flanes temblorosos que antes solía hacer los
domingos, y Carlota aprovechaba para deslizarse a través de una mínima rendija
de la puerta y asomarse al maravilloso mundo de superficies especulares del
piso vecino. En ocasiones los dos me cogían de la mano de pronto y me
arrastraban junto al televisor, saltando y riendo como una pareja de muñecos
articulados porque se a media tarde se les antojaba que viésemos juntos un
estúpido concurso de ruletas giratorias, mientras Javier padre, recién llegado
de la oficina, jugaba al juego de las puertas hasta la hora de la cena. Aguanté
todo lo que pude, lo juro. Pensé que al final ellos se darían cuenta de que yo
era su madre y esposa, pero Ada Neuman se reveló una adversaria formidable. Fue
quitándomelo todo, como una araña tiró del hilo plateado y se llevó con ella
los cepillos de dientes de Carlota, Javier hijo y Javier padre, dejando al mío
completamente solo, como una flor lánguida en el vaso de cristal del lavabo.
Una tarde de mediados de julio Carlota me dio un beso en la mejilla y me pidió
permiso para bajar a jugar a la plaza con una amiga de la escuela. Yo sabía que
mi hija era una antisocial y que tal amiga no existía, pero aun así no tuve
valor para negarme ni para ordenarle que antes de salir se pusiera el corrector
dental. A las nueve de la noche no había regresado, pero Javier hijo, Javier
padre y yo hicimos como que no ocurría nada y nos sentamos a la mesa, evitando
mirar la sillita vacía cada vez que nos pasábamos la cesta del pan, con una
amabilidad de la que ni siquiera nos sabíamos capaces. A la tarde siguiente fue
Javier hijo quien, sorprendentemente risueño, desapareció sobre las siete para
acudir a sus clases de recuperación en la academia de inglés. Tampoco regresó,
así que después de cenar su padre y yo nos sentamos en el sofá y vimos en
silencio un documental acerca del asma infantil que ponían en la 2, hasta que
se hizo la hora de acostarse. Al abrir la puerta de la terraza para que
corriera algo de aire, vi la colchoneta roja de Javier hijo en el suelo y pensé
en un animal atropellado. Por primera vez en mucho tiempo, Javier padre me dio
un beso en la mejilla antes de girarse para dormir.
Hoy me he tropezado a Carlota en el ascensor. Yo venía cargada de bolsas del súper y me ha esperado con la puerta abierta y una enorme sonrisa en los labios. Me ha preguntado a qué piso iba. Le he dicho que al mismo que ella. Ha sonreído al pulsar el botón. Ya no necesita ponerse de puntillas y he recordado que está a punto de cumplir nueve años al mirar su nuevo corrector de dientes. Es de plástico rosa y le gusta mostrarlo, por eso sonríe todo el tiempo. Ha salido dando saltitos de la cabina hasta llegar a la puerta de Ada Neuman. Entonces se ha girado un momento y ha vuelto a sonreír. –Que tenga un buen día, señora Rodríguez –ha dicho con voz cantarina, antes de entrar en su casa.
Hoy me he tropezado a Carlota en el ascensor. Yo venía cargada de bolsas del súper y me ha esperado con la puerta abierta y una enorme sonrisa en los labios. Me ha preguntado a qué piso iba. Le he dicho que al mismo que ella. Ha sonreído al pulsar el botón. Ya no necesita ponerse de puntillas y he recordado que está a punto de cumplir nueve años al mirar su nuevo corrector de dientes. Es de plástico rosa y le gusta mostrarlo, por eso sonríe todo el tiempo. Ha salido dando saltitos de la cabina hasta llegar a la puerta de Ada Neuman. Entonces se ha girado un momento y ha vuelto a sonreír. –Que tenga un buen día, señora Rodríguez –ha dicho con voz cantarina, antes de entrar en su casa.
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