La señora Smithson, de Londres (estas historias siempre ocurren entre
ingleses) resolvió matar a su marido, no por nada sino porque estaba harta
de él después de cincuenta años de matrimonio. Se lo dijo:
—Thaddeus, voy a matarte.
—Bromeas, Euphemia —se rió el infeliz.
—¿Cuándo he bromeado yo?
—Nunca, es verdad.
—¿Por qué habría de bromear ahora y justamente en un asunto tan serio?
—¿Y cómo me matarás? —siguió riendo Thaddeus Smithson.
—Todavía no lo sé. Quizá poniéndote todos los días una pequeña dosis de
arsénico en la comida. Quizás aflojando una pieza en el motor del
automóvil. O te haré rodar por la escalera, aprovecharé cuando estés
dormido para aplastarte el cráneo con un candelabro de plata, conectaré a
la bañera un cable de electricidad. Ya veremos.
El señor Smithson comprendió que su mujer no bromeaba. Perdió el
sueño y el apetito. Enfermó del corazón, del sistema nervioso y de la
cabeza. Seis meses después falleció. Euphemia Smithson, que era una
mujer piadosa, le agradeció a Dios haberla librado de ser una asesina
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