lunes, 10 de noviembre de 2014

LA PIEZA EN ALQUILER de Marta LYNCH

Ella llamó por la mañana a eso de las nueve. Es por el aviso, dijo con una voz grave y temblorosa e insistió que necesitaba la pieza y que pasaría a ver­me. Entonces creí mejor avisarle que mamá y yo al­morzábamos temprano y que la hora adecuada serían las dos de la tarde porque había previsto una dili­gencia en Tribunales y yo estaba sola para todo. Dijo que pasaría a las dos pero su voz resultaba extraña a punto tal que no pude conciliar el sueño y me que­dé de espaldas en la cama que compartimos con ma­má desde que papá murió. Hubiera querido verla en seguida para comprobar si la voz correspondía a la angustia mostrada, de modo que se lo conté a mamá que llegó con el nescafé y las galletitas. Ella también parecía intrigada pero dijo:
—El hecho de alquilar una pieza que nos sobra no es motivo para complicación, Silvia.
Y yo le contesté:
—Acordate del caballero japonés, el funcionario de Toshiba. Decía que la pieza era un juguete para él, pagaba con puntualidad y nos traía flores y
bom­bones. Y un día quiso cortarse el cuello.
—Pero no lo hizo.
No todos los pensionistas pueden ser como Lina, la italiana que ocupa la baulera sobre la cocina y que trabaja de enfermera durante todo el día. Ella es una mujer ideal. Cuando llega del trabajo con todas sus historias de abortos fallidos y de trepanaciones, las tardes y la noche del domingo se interrumpen de un modo natural y amable. Lina nos divierte con las desdichas de los otros y por momentos parece que el tropel de hombres y mujeres que pelean por sus vidas en el hospital, los amigos en la hora de visita, el mun­do todo irrumpe en nuestro piso.
Nosotras dos conservamos el piso con decoro. Es amplio y responde a los términos del aviso que inventé una tarde, cinco años atrás, cuando decidimos dar pensión. Casa de categoría, lujosa habitación para caballero distinguido y apareció Renato, que llenó nuestra vida durante un par de años; Renato que era delicado y humoral y que cantaba acompañado por la guitarra española, regalo de su madre, santa madre, como él decía, de quien nunca consiguió separarse. Renato aún nos visita y hasta canta algunas canciones pero sin guitarra. Y luego fue Arístides que era menos alegre pero cumplía con nosotras y eso hasta el caballero japonés. Nunca una mujer; solamente Lina en su baulera haciéndonos reír y riendo larga­mente, con una risa aguda y fuerte que se oye desde el ascensor. Sólo Lina porque nosotras pedíamos caba­lleros distinguidos. El mal del mundo lo traen las mujeres y yo me hubiera muerto de vergüenza si por una de mis imprevisiones mi madre hubiera tenido que alcanzar el desayuno a una empleadita de comer­cio en camisón.
Pero la mujer del teléfono era otra cosa. Dijo, por favor, con una voz profunda que despertó mi curio­sidad y desde el momento en que mi salud fue mala descubrí que la curiosidad es el sexto sentido del enfermo y aquello que lo ayuda a mantenerse en me­jores condiciones. La curiosidad y la observación ponen alas a nuestras posibilidades cuando estamos atados a la cama. Desde que rompí con Rolfi no he dejado de sentirme mal. No es que lo quisiera dema­siado pero a los treinta y cuatro años y desde los treinta, uno se acostumbra a la voz, a un horario, a un cierto cambio de preguntas y respuestas. Tener novio no me preocupó hasta que tuve treinta años cuando conocí a Rolfi en la tienda de artículos de punto y él me contó que era judío y me pidió el núme­ro de teléfono. Bien que hice sufrir a mamá con el inconveniente de la religión hasta que conseguí explicarle que nosotras éramos católicas de nombre y que no puede rechazarse a un candidato porque el domingo de Ramos vaya a misa o no. De modo que fueron cuatro años en compañía de Rolfi y casi estábamos dispuestos a la boda cuando él llegó una tarde con el cuento de Virginia, de su compromiso y de los altos valores morales a los que no podía renunciar y yo lo eché. Ya para entonces el hígado y el estómago me daban mucho trabajo como también la garganta y este in­somnio desdichado que me tiene en cama hasta el mediodía y aun los dolores de cabeza que me devuel­ven a la cama por la tarde. Entre una cosa y otra apenas tengo tiempo para envolverme el pelo en los ruleros y mostrarme presentable. Y tan poca cosa me fastidia. He optado por usar un gorro de lana de colores que me envuelve la cabeza y que a la par de aspecto exótico me da comodidad. Pero ella había dicho que estaría en casa a las dos y pensamos, con mamá, que podríamos recibirla en el escritorio donde una vez hice funcionar una oficina de alquileres. Re­nato me ayudó, lo recuerdo, pero la oficina exigía ganas de vivir y yo no estaba segura de tenerlas, al menos de vivir con tantas energías. Conseguí ofrecer un departamento en la calle Pellegrini pero no llegué a tiempo para mostrarlo al único matrimonio inte­resado, y los sujetos llamaron y dijeron un montón de cosas y aunque traté de explicarles lo de mi estó­mago no volvieron a llamar. Entonces resolví lo de la promoción para artículos de perfumería y convencí a mamá de que me permitiera salir con el muestrario a recorrer el radio establecido. Pero justamente esa se­mana tuve anginas y llovió muy fuerte de modo que la valija con las muestras quedó sobre la mesa y con tantas idas y venidas mamá se persuadió a sí misma que dar pensión era una idea formidable y allí está­bamos.
No es fácil la vida para dos mujeres solas en una ciudad como Buenos Aires donde la gente ladra en vez de hablar. No es fácil en un país tan duro y con la única prerrogativa de haber sido siempre gente bien y de mantener un piso entero en Viamonte y Pellegrini, verdaderamente un piso antiguo pero aún muy presentable, sobre todo en la parte del comedor y la sala de recibo en la que aún conservamos las vitrinas y los recuerdos que Amanda nos envía para Navidad desde California. He notado que cuando la gente sabe que tenemos familia en California nos mira con mejores ojos y siente alegría. Esa parte de la sala se conserva intacta y cuando cada pensionista hace su entrada, a través de la puerta de vidrios bise­lados, recibe su impresión. El aviso no miente en aquello de la casa de categoría. Espero que ocurra lo mismo hoy con la mujer que habló; y casi siento de­seos de dejar la cama para darme un buen baño caliente pero hace frío y mamá recién accedió a encen­der la estufa y hay olor a querosén hasta tal punto que el humito del sahumerio no consigue disiparlo. Así que puedo estar tranquila un rato más y como mamá también demuestra curiosidad acerca del llama­do, conversamos. Mamá: sentada a los pies de la cama, su grueso batón de pirineo gris y toda la modestia que no heredé porque salí a mi padre; tengo el orgullo y la apostura de mi padre aun cuando los últimos años de su vida las circunstancias se ensañaron con él y desfiguraron su personalidad. Un militar que siempre es importante en la Argentina conserva el privilegio de serio en todas partes excepto en el hogar: mamá y yo hacíamos con él nuestra santa voluntad, todavía más cuando pidió el retiro y arrojó a la familia a esta mediocridad sin límites en la que nos ahogamos hoy. Él nos llevó de la mano hasta su empleo en los ferroviarios y el cambio no me pareció decente. Un piso en Viamonte y Pellegrini no puede ser el habi­táculo de un empleado ferroviario aun cuando papá fue jefe o algo así y todos sabíamos que no tuvo alternativa en la elección porque en eso la revolución que lo defenestró se mostró implacable. Pero siempre pensé que había que defender el piso y nuestra manera de vivir, es decir, mamá y yo, parapetadas detrás de estas altas celosías desde las que vemos las vidrie­ras de La Orquídea, con sus plantas carnívoras, obscenas y carísimas. Debo admitir que algunos fue­ron momentos agradables como el día de la llegada a casa del caballero japonés. Mamá y yo habíamos puesto la mesa en el comedor que no se usa porque ella, Lina y yo comemos, juntas, en la antecocina. (A la americana como dicen ahora, quizá como Aman­da en California.) Mamá cocina para todos y allí nos reunimos de buen modo, yo que recién consigo levan­tarme, la bata sobre el camisón, a la una de la tarde, junto a mamá y Lina que regresa de sus hospitales. Es una hora amable entre impresiones de la calle —las pocas que se reciben desde aquí— y la radio que fun­ciona noche y día y ahora la televisión. Es una hora amable pero apenas terminamos de comer ya me siento exhausta nuevamente y entonces es cuando alcanzo a maldecir el recuerdo de mi padre porque aún no hemos terminado con los trámites, los certifi­cados y la jubilación. Hay una horrible sucesión de impuestos, de fantásticas cargas a una propiedad que nos pertenece a medias y por la que debo pelear a brazo partido. Y es la hora de revancha de mamá que se instala frente al televisor mientras salgo a enfren­tarme con esa multitud anodina de hombres y mujeres de oficina, seres absurdos con títulos y horarios que se desplazan metódicamente de un edificio al otro, de una ventanilla a la siguiente con implacable regu­laridad. Nunca se oponen excepciones. Para cada cir­cunstancia existe un folio, un estante, una firma, una estampilla, sellos. Certifico que soy la hija de mi padre o que mi padre fue enterrado o que la pri­mera hipoteca del piso data del año 1953 o que mi madre no volvió a casarse. Siempre adelante. A veces hago un alto y bebo mi café italiano que, fuera de la mirada de mamá, no me causa trastornos; olvido mi estómago en tanto engullo las medialunas, de pie, entre un conjunto de criaturas frenéticas que también beben su café, se afanan como yo y me ignoran. El caballero japonés miró a su alrededor encantado:
—Pero esto es un gran recibimiento —dijo.
Mamá bajó los ojos con placer. Sobre la mesa había colocado el mantel de hilo de Bruselas y las copas de buena calidad. Le servimos sidra. El hombre bebió poniéndose de pronto extrañamente parecido a un mono. Bebió otra vez y por temor a mi estómago sólo lo acompañé con la mirada.
—Bienvenido a casa —dijimos con mi madre, a dúo.
Fue un gran recibimiento y desde entonces el hués­ped pasaba las tardes del domingo en nuestra compa­ñía, nos hablaba de la empresa que marchaba bien y del Japón que nadie puede visitar sin quedar hechi­zado para siempre.
—La señorita Silvia debería conocer el Japón — decía.
Yo, con lo enferma que me sentía casi siempre, con mis obligaciones, día y noche entre la cama de mamá y las oficinas. Sólo me queda como evasión posible el rectángulo azul que envía Amanda cada dos o tres semanas, las estampillas que marcan el cambio de imaginación en el correo americano y sus vicisitudes relatadas con cierta reticencia: estamos bien, tendré una nueva criatura para la primavera. Paco ha llegado a los setecientos dólares. El japonés me regaló un hermoso calendario que fue a descansar junto a los viejos formularios de la inmobiliaria y las muestras de jabones. De ese modo las postales de Amanda, y los papeles que se ponen amarillos y el vistoso calen­dario con los jardines de Kioto marcan la presencia de aquella habitación entre la sala y el comedor cerrados. Apenas si conseguimos quitar un poco del olor a moho con el humo del sahumerio pero aun así el olor siempre me ha parecido confortable, tranqui­lizador, como esos olores melancólicos de las sábanas o de los armarios.
—No estoy segura de la conveniencia —dijo ma­má—. Una mujer es muy complicada casi siempre, puede recibir visitas, llamadas fuera de momento, traernos dolores de cabeza.
—Quiero escuchar su historia —confesé—. Su voz era muy trágica.
Mamá levantó ligeramente las cortinas para ver la calle. Yo prefiero mantener la habitación en penum­bras porque eso me ayuda a descansar y me aparta a la vez de tantas cosas indeseables. Y bien: puedo vivir perfectamente sin las vidrieras de Mario Ca­muyrano, sin los autobuses que chillan al frenar y sin la gente que toma café y whisky en la esquina. Puedo vivir mejor en mi reino de dos plazas si mantengo la habitación en penumbras, bien abrigada en el invierno como ahora, y sombreada y fresca en el verano. Mamá y yo conocemos nuestro olor común y he descubierto que en estado de vigilia la vida es mucho más amable. Pero el timbre musical de la puerta de la entrada se estremeció con cierto vigor y nosotras nos miramos, aterradas.
—Dijo a las dos.
Mamá me alcanzó los pantalones de franela, el pulóver de angora y el gorro gris para ocultar el pelo todavía sin peinar
—Pasate el rouge por los labios —susurró escu­rriéndose hacia la cocina. Y la escala musical volvió a sonar. Ella se mostraba impaciente y algo impuntual o bien estaba realmente afligida y necesitaba cercio­rarse de que la habitación para huésped distinguido era real.
Por fortuna estaba el humo del sahumerio no bien se transponía el umbral, y la ventana del escritorio sólo entornada. Hasta podría creer que habíamos trabajado allí un momento antes. Cuando abrí la puer­ta apenas si los vi. Pero la voz era la misma. Llevaba un sacón a cuadros y un gran cuello de piel. El hombre era muy joven.
—Yo hablé con usted esta mañana, por el aviso de la habitación —dijo la mujer del teléfono.
Fue entonces sonreír, confirmar su frase y hacerme a un lado no sin antes reprocharle esa anticipación de casi media hora que me tomaba de sorpresa y a la que atribuía mi aspecto deplorable. Sin embargo era el de costumbre aunque ella no podía saberlo y la mentira me daba gran elasticidad.
Disculpé a mi madre asegurando que en el escritorio podríamos hablar en paz. Él era un hombre alto y rubio y parecía mudo; su gran cara inexpresiva se recortó contra el papel de la pared. La pared tenía manchas gigantescas.
—Estamos refaccionando la casa —dije—, pero ustedes saben que en el país es en vano intentar nada que no sea gastar enormes sumas de dinero. Los obre­ros vienen cuando quieren o cuando se les promete beneficios realmente estrafalarios. Yo entiendo algo de este negocio de las casas; he trabajado aquí pre­cisamente con uno de mis huéspedes anteriores, un muchacho que fue un consuelo para mamá, que es viuda desde hace ya diez años, y para mí, que rompí un noviazgo. Ese muchacho, digo, me enseñó mucho del negocio inmobiliario pero desde hace un tiempo sufro terribles dolores de cabeza. Algunos médicos me han dicho que es consecuencia de las tensiones pasadas, una depresión, aunque tengo un espíritu siempre de primera ¿cómo podríamos darnos vuelta dos mujeres solas?, digo dos mujeres porque Lina apenas si puede estar en casa, pobre, con su trabajo en el hospital y los pacientes de las inyecciones. Tam­bién sé poner inyecciones si es preciso, pero la medi­cina no se hizo para mí. Hay que tener buenas piernas, buen pulso, sangre fría. Siempre fui muy delicada. Sí, señor, mi padre decía: Esta chica nos dará un buen susto y la verdad es que no se equivocó. A veces qui­siera estar con mi hermana en California, tengo una hermana cuatro años mayor, casada con un técnico de la Westinghouse y dos niños preciosos, aquí están, ésta es la última postal que recibimos para el cumple­años de mamá, el primero de marzo. Justamente cuando tuvo que partir el caballero japonés que ocupó la pieza durante ocho meses y que era una bellísima persona. Daba gusto compartir la casa con una per­sona semejante, con una exquisita conversación y tan puntual en los pagos que a menudo debíamos rogarle que aguardara a fin de mes para abonar. Cuatro años estuve de novia y recién ahora puedo levantar la cabeza de tanta preocupación, no es que sufriera demasiado, pero mi novio, digo, el que era mi novio, profesaba la religión judía y su familia, sus padres y amigos eran tan distintos. Mi madre mucho que lo lamentó, la pobre, y también Lina, que vivió en Italia parte del fascismo, me llenaba de consejos. Pero no era eso un obstáculo, verdaderamente no, sino que para unas vacaciones él conoció a una muchacha empleada en un mercado o algo parecido o se enfermó, el motivo valedero fue su enfermedad nerviosa. ¿Se han fijado ustedes que el gran flagelo de la época son los nervios maltratados por la vida que llevamos? Una barbaridad cómo es que se contrae el hábito de los barbitúricos, hasta yo debo tomar píldoras y eso que estoy mucho mejor ahora aunque no puedo salir a trabajar, es tan difícil en Buenos Aires con los militares y las revo­luciones y luego de la herencia de Perón, de modo que prefiero sacrificar una parte de la casa que es her­mosa, sí señor, ustedes ven que es una gran casa de real categoría, sacrificar no está bien expresado, diríamos compartir para sobrellevar los gastos, diría­mos los once mil pesos que pido por la habitación, casi nada, un chiche para mamá y yo pero también ayudan en el caso de que aún tarde un par de meses en recuperarme del todo.
Ambos me miraban y de pronto sentí, que aquella doble presencia llenaba el escritorio como una niebla densa y pegajosa. Llenaban el espacio de vida de las dos a tres de la tarde aun cuando el hombre parecía de piedra y ella se mostraba tan nerviosa que pes­tañeaba sin cesar, casi llorando. Sobre el gran cuello de piel emergía su cara delgada y más bien larga, una cara trágica rematada en dos bandas de pelo negro y despeinado. Tenía la nariz fina y aguileña, el rictus de la risa marcado a uno y otro lado de su boca, los ojos sombreados y grandísimos. El hombre se mostra­ba reticente y después aprendí que esa era su manera especial de oponerse. Se miraban. Descubrí también que me había adelantado a ellos con mi propia historia y maldije aquel temperamento que me hacía obsesiva y lenguaraz. No había tenido motivos para hablar de Rolfi ni de mi depresión nerviosa: sólo del caballero japonés o de Renato para que ellos supieran que mi madre y yo conservábamos recursos, gente que se ocupaba de nosotras, que éramos hábiles y efectivas para dirigir nuestra vida. Sólo el caballero japonés. Pero la mujer estaba más afligida que yo.
—Sé que el aviso fue muy preciso —dijo en voz tan baja que casi no se oía—, pero el caso escapa de lo cotidiano, señorita...
—Silvia —aclaré.
—Señorita Silvia —y agregó—, el señor Ballester necesita un sitio al cual yo pueda tener acceso. Debió creer en mi cara de estupor.
—Oh, por Dios. El señor Ballester y yo vivimos una situación difícil. Hace años.
Era una situación reciente porque se miraban como náufragos. Ovillada en una cama en la semioscuridad, rizándose el cabello, una aprende muchas cosas. Yo descubría ahora que la situación era fresca todavía, podía ver los bordes de la herida, oler la sangre entre los vapores del sahumerio. Pero decidí darles la opor­tunidad y acepté.
—Una vieja situación que por ahora es insoluble —dijo—, él no tiene padres, ni hermanos, su padre vive en Bolivia. Yo soy su única familia. Comienza a trabajar a las siete de la tarde y ustedes no sufrirán molestia alguna porque nos moveremos como duendes. Regresa ya de madrugada y duerme la mitad de la mañana. Todo consiste en que se me permita acom­pañarlo un par de horas, cada día.
—Bueno está que ustedes comprendan lo insólito de la situación. Mi madre y yo decidimos hace tiempo alquilar la pieza a un hombre, a una persona de sexo masculino, de categoría, un hombre discreto que no trajera dolores de cabeza ni nos pusiera en evidencia frente a la familia que todavía nos visita. Los amigos. Todo el mundo cree que el huésped elegido es un pa­riente lejano de mamá. Ustedes saben; a menudo hay que sacrificarlo todo a la forma. Un pariente lejano, sobre todo los domingos, cuando viene tía Te­resa, la única sobreviviente de mi padre que era militar, familia de militares todos aunque después tuvieron que consentir a un cargo en los ferrocarriles. De tal modo, una pareja…
—Oh, no. No vendré a la hora de visitas, sólo un par de horas para poder ayudarlo en sus trabajos. Sé que es transitorio, en algunos meses más habremos salido de esto y le aseguro que no molestaremos más.
¿Por qué la dejaba suplicar? Era ella la que llevaba todo el peso de aquella escena atroz que me conmovía y que a la vez me atraía enormemente. ¿Por qué permanecía silencioso, repudiando casi lo que la veía hacer? Sin embargo todo se refería a él; en cierto modo la mujer se empequeñecía, suplicaba por él. Ner­viosamente tomé el hilo con todas las fuerzas de que era capaz.
—Si usted me certifica que no habrá complicacio­nes, que de veras no existe la posibilidad...
—Oh, no, se lo aseguro. Sólo es un mal momento; pasará.
Después hizo un gesto incomprensible y mirando hacia atrás en esta historia sé que aquella mueca de obstinada adoración fue el principio. Sacudió la cabeza delicada dentro del cuello de piel; ellos se miraban abstrayéndose.
—Nos queremos mucho, si usted supiera —dijo.
Me pareció algo ridícula cuando el contraluz marcó con fuerza el rictus de la risa en sus mejillas. Pero de pronto pasó hacia una conversación fluida sobre los inconvenientes de la vida diaria, de cómo había encarecido todo en Buenos Aires y de tantas dificul­tades por las que se atraviesa. Si ahora yo mezclaba a Rolfi en la conversación el tema aparecería forzado. Quizá más tarde. Y entonces les conté acerca de Amanda y disculpé a mamá que seguramente escu­chaba, la oreja apoyada en la puerta de la antecocina. Tendría que luchar con mamá para recibirlos pero lo haría; de algún modo no era posible haberse aso­mado a un mundo misterioso de miradas y mensajes y volverse atrás.
Fijé el precio de la pieza y elogié con generosidad su buena luz, la disposición de los muebles y la ventaja de poder moverse sin perturbar el orden de la casa.
Omití decir, naturalmente, que desde la cama yo veía el abrir y cerrar de la puerta, sus siluetas si pene­traban en el cuarto de baño y los resplandores del ventanal si se lo abría. ¿Quiénes eran ellos? ¿Un par de actores? ¿Una mujer comprometida? ¿Un enfermo mental? Miré las manos de la mujer que estaban libres de alianzas. En el anular de la mano izquierda —sólo una banda de oro cincelada con un par de piedras azules. Las manos de él eran blancas y cuidadas: largas manos de niño. Me parecía algo colegial: su blaizer de lana azul y el pantalón de franela, lacorbata de rayas escolares y su pelo espeso y rojo que bajaba detrás de las orejas y a un lado de la frente hasta los ojos. Pero era rígido también como si el alegre colegial hubiera perdido la capacidad de risa y estuviese en cambio dispuesto a un salto por sorpresa. Un triste niño viejo; con larga experiencia de la vida. Desdeñaba mi casa, estoy segura, los fríos ojos azules descubrían la vejez de la valija, las mues­tras y el calendario japonés con dos meses de atraso en las fechas. Rechazaba mis elogios y los esfuerzos de su compañera para caerme bien. Hablábamos del agua caliente y les ofrecí el desayuno servido por mi madre si lo creían necesario.
—Somos como una familia unida. Por las tardes del domingo nuestros huéspedes anteriores nos acompa­ñaban.
—También trabajo los domingos —dijo él hablando por primera vez.
—¡Ah! —repliqué decepcionada—, lo siento mucho.
—No molestaremos —insistió la mujer—, y le agra­dezco con todo corazón que quiera aceptar estas condiciones.
Me hizo sentir amable e importante. Después de mucho tiempo yo era un dios dispensador de buena­ventura, de mí dependía que aquellos dos pudieran verse o no, quedarse o ir a dar a la calle. Ninguna casa de pensión —al fin eso es lo que era la mía— ­aceptaría un arreglo semejante. Se trataba de una visita de mujer o de convertir la casa en un hotel de citas. Ellos me alertaban acerca de la cita dando una versión confusa, algo dramática de la situación. Pero fornicarían en mi casa, eso era seguro. Y por eso ella suplicaba; desde su sillón me miraba con sus grandes ojos desesperados y se volvía hacia el amigo implorándole colaboración; luego trasladaba su ruego hasta mis propios ojos que devoraban la escena y la expresión era diferente: déjame ayudarlo, me decían, necesita un lugar, dormir, debo ayudarlo si es que quiero fornicar. Mientras mamá cocinaba, Rolfi y yo lo habíamos hecho un par de veces en el sillón de la sala ahora cerrada. Fue duro e incómodo. Yo pensaba todo el tiempo que el viejo sillón iba a derrumbarse y que me dolían los huesos apretados contra la este­rilla. Rolfi era lento y poco convincente. Aun así lo apreté con aflicción hasta que el asunto terminó. Luego insistimos una tarde de verano y el día de mi cumpleaños. Rolfi me pidió que me encontrara con él fuera de la casa y se lo prometí encantada. Pero fue entonces cuando surgió lo de la chica del mercado o su enfermedad o ambas cosas a la vez y sobrevino la ruptura. Habían sido unas extrañas relaciones que dejaron como lastre mucha sed, los atroces dolores de cabeza y mi apego por aquel piso de Viamonte. Encontré que estaba hablando de Rolfi, explicándoles de nuevo su condición de judío y lo excelente de aquella extraña familia que celebraba el día del Perdón y el Bar Misvah. Omití decirles lo bondadosos que habían sido todos conmigo a pesar del profundo odio que yo les profesaba. Aquel odio no me había dejado hacer el amor en paz; no era la silla ni la sala ni la proxi­midad de mamá; mamá no hubiera entrado nunca sin hacer ruido. Era la familia de Rolfi la que yo tenía atragantada. Y luego la compañía de alquileres con la ayuda de Renato, que adoraba a mamá como a su madre pero que había espaciado sus visitas hasta des­aparecer llevándose consigo los sellos de goma y los papeles con membrete. Y luego el caballero japonés con los bombones. Había mucho que decir de todos ellos. Me gustaban los detalles psicológicos, las inda­gaciones en el ser humano, las conjeturas. El doctor Strum, por ejemplo, un viejo profesor que vivía en el cuarto piso: a fuerza de observarlo y de reflexionar acerca de él descubrí que era un funcionario alemán, de la Segunda Guerra, un alto refugiado.
O el abogado que llevaba la magra sucesión de papá: un hombre de virilidad dudosa pero tan amable que me hacía bien compartir sus puntos de vista y escuchar su palabra como miel corriendo sobre los expedientes. La pareja se mostró intrigada con toda esa humana fetidez que tanto deploro conocer. Quizá estaba robándoles su tiempo y la mujer miró su pequeño reloj de oro. Era muy elegante para estar suplicando por el alquiler de una pieza como la que ofrecíamos. Ella tomaba cada iniciativa, era la parte viva del dúo. Me pregunté: ¿por qué?
—Entonces estamos arreglados —dije con una sonrisa.
Ella me entregó la documentación de su amigo que rechacé. Los dejaría entrar honrosamente para con­tinuar el hilo que sujetaba entre mis dedos
entume­cidos por el frío. Mamá había apagado la estufa y la casa ya era un páramo.
—Estamos por colocar el gas —les expliqué.
—Vendremos esta tarde —dijo él hablando por se­gunda vez—. Traeré mis cosas por la tarde.
—Hubiera querido hacerles una pequeña fiesta, recibirlos bien.
Por la cara de ambos pasó una sombra alarmada.
—Oh, no es preciso, gracias, de todos modos muchas gracias.
Ella se puso de pie y avanzó hasta mí.
—Usted no sabe... —dijo—, le agradezco tanto.
Impulsivamente tomé sus manos entre las mías. La vida irrumpía con estrépito en el piso deshabitado y frío. Yo amaba las paredes de mi casa, amaba el viejo ascensor de jaula que en el cuarto piso daba cada vez un fuerte sacudón. Adoraba las persianas de hierro y las plantas que mamá colocara en el balcón del escri­torio y que luchaban bravamente para sobrevivir entre el hollín y la ausencia del sol. Ahora, en cuanto ellos se fueran volvería a la cama para reflexionar. Nada de Tribunales por hoy, al menos hasta verlos recalar allí. Ella habló de los pagos, de la fecha ade­cuada cada mes y de la limpieza de la ropa de la cama.
Mamá lavaba y planchaba todo lo que se ensuciaba en nuestra casa. Pero era imposible confesar una cosa como ésa.
—Una mujer viene a trabajar tres veces por semana —dije con soltura—, son novecientos pesos más.
Ellos se miraron y el hombre estiró su brazo hasta alcanzarla. La atrajo a él cariñosamente, con unión y afecto en cuanto hacía.
—Conformes —dijo.
Era muy joven. A su lado también la mujer resul­taba hermosa.
Una pareja al fin; yo debía estar loca para dar albergue a una pareja con problemas, pero ya nos despedíamos amistosamente.
—Me llamo Sara —dijo la mujer.
La tomé del brazo y los tres caminamos alegremente hasta el ascensor.
—Mamá no pudo recibirlos ahora, ya la conocerán por la tarde, tomaremos juntos el té.
Era preciso que aceptaran lo del té porque de ese modo me sentiría menos disminuida. Tantos años de pobreza no me habían quitado el estúpido prejuicio de la inferioridad en casos como ese. Yo tenía una pieza y la alquilaba. Y bien. Ellos tenían algo muy grande entre los dos. No dejaba de ser un cambio razonable. Pero si tomábamos el té, el sentimiento de embolsar dinero por la prestación de aquel servicio infame quizá disminuiría. Casi no sentía vergüenza frente al caballero japonés. Era japonés. ¿Quién puede detenerse en reflexiones frente a un ser de otro plane­ta? ¿Qué podría decir el caballero al regresar a Tokio donde lo esperaban sus negocios (era su historia de la tarde del domingo), una mujer hermosa, todo lo más apetecible? Claro que jamás recibió una carta, una postal. Quizá no lo esperaban tanto como se empeñaba en afirmar. Pero mi madre y yo habíamos conocido esplendores, períodos en que el servicio doméstico nos atendía asiduamente y usábamos el gran juego de plata inglesa ahora en la vitrina del Banco de Prés­tamos. Quizá la fórmula hubiera sido resignarse a salir del piso y trabajar. Ya la cabeza comenzaba a arderme bajo el gorro de lana y les dije que los espe­raría a última hora de la tarde. Él apretó el botón con cierta urgencia y aun descubrí el movimiento de sus hombros como de profundo alivio cuando descen­dieron. Los seguí hasta que sólo quedó frente a mis ojos el grueso cable que sostenía el ascensor.
La presencia extraña desaparecía y la casa volvía a ser yo. De modo que aquello era la curiosidad.
—Mamá, alquilamos —grité al entrar.
Mamá sacudió la cabeza con cierta pesadumbre y aún me aconsejó prudencia. Por la ventana abierta de la antecocina se escuchaba la estridente voz de Lina animándonos. Ellas oirían la conversación tras el panel. Conjeturaban.
—Hay un misterio —dijo mamá—, figúrate si tus tíos comienzan con preguntas. Que por qué están en nuestra casa, que quiénes son y todas esas cosas.
Pero a menudo la quejumbrosa voz de mamá ocul­taba la misma curiosidad. Babeábamos como dos pe­rros famélicos.
—Les preparé la pieza. Por fortuna aún el encerado se conserva, y bastarán un par de sábanas decentes.
De pronto descubrí que mi madre y yo tendríamos acceso a las sábanas. Acceso a la habitación vacía, acceso a los libros y papeles si es que los traían con­sigo. Las sábanas sobre todo me resultaban un inte­rrogante. Cuando mi madre terminó de tender la cama recién comprendimos el alcance de la transacción.
—Son nueve mil pesos mamá, tres más que el caba­llero japonés, y dos de la sirvienta imaginaria. Once mil pesos por dejarla entrar un par de horas.
Mamá revisó la habitación con la mirada.
—A veces sos infernal, Silvita —dijo con incierta conformidad—, tan distinta a mí.
Pero éramos iguales.

Ellos vinieron a las siete de la tarde y sin abrir la puerta escuché su diálogo apagado y el tránsito de las valijas sobre el piso de mosaico. Me asomé para controlar el taxi pero ellos utilizaban un hermoso automóvil verde claro detenido ahora en la acera dere­cha. Sara, medio cuerpo adentro de la máquina, alcan­zaba a su amigo otras valijas mas pequeñas. Luego abrieron el baúl y sacaron dos cajones grandes.
—Tienen libros —avisé a mi madre detrás de las cortinas.
Mi madre suspiró. Casi en seguida se oyó el crujir del ascensor y la campanilla musical. Entonces ambas corrimos.
Ella parecía más joven con una falda a cuadros, el pelo largo y suelto sobre las mejillas. Recuerdo bien que ambos usaban pulóveres de lana gruesa y clara y cualquiera podría haberlos tomado por estudiantes que cambian de pensión. Sara había abandonado su angustia, parecía más tímida y feliz que en la mañana.
—Hola —dijo frunciendo toda la cara al sonreír.
Me hice a un lado para darles paso y les presenté a mamá. Ella le habló con modales firmes de ex alumna aristocrática. El muchacho apenas la miró. Ahora parecía francamente enojado o deseoso de terminar el ir y venir con las valijas; quizá sólo deseaba desem­barazarse de nosotras. Los ayudé con buena voluntad advirtiéndoles que mi mala salud me impedía prodi­garme con exceso.
—Oh, nosotros lo haremos todo -dijo Sara cargada con el cajón de los libros.
Les abrí la habitación y entraron. Es posible que notaran la delicadeza de haberles puesto flores en el cuarto y las sábanas verde nilo estrenadas para ellos. Mamá abrió la banderola que daba al tragaluz.
—Suele estar cerrada para que los ruidos desde la cocina no molesten a los huéspedes.
Decidí llamarlo Diego como quien se tira al agua.
—Déjeme ayudarlo, Diego.
Pero me detuvo con un gesto que puso duros y oblicuos sus ojos de un color muy claro.
—Tengo ideas personales —dijo.
—Entonces, antes que nada una taza de té —dijo mamá— Son un horror
—agregó al pasar.
Traté de disculpar el hecho de que el famoso té ofrecido desde la mañana se sirviera en la antecocina y no en el gran comedor como correspondía.
Pero el comedor me resultaba aterrador con sus diez sillas Chippendale y las vitrinas vacías. Hacía ya un largo tiempo que nos habíamos desprendido de los jue­gos de té de porcelana y de las tres fuentes Sheffield viejo, imitación. Y el vacío era desolador, aun para mí que tan a gusto me encontraba entre las cosas familia­res. En la antecocina, pues, les avisé, y ellos me si­guieron. Pero el té fue también una especie de suplicio. Mientras mamá servía, Sara y yo tratamos de llevar adelante una conversación que agonizó desde las pri­meras frases. Ellos bebían su té, se miraban y son­reían en silencio.
—Diego no está muy a gusto me parece—aventuré.
—¡Oh, sí —dijo la mujer apresuradamente—, es, una hermosa pieza y hemos buscado tanto antes de hallarla!
El silencio de Diego otorgaba a la escena una com­plicación inusitada. Era la suya una gran presencia inerte, una ráfaga que sacudía la luz, un frío intenso colándose por los corredores y las claraboyas, un duen­de burlón y silencioso. Aquel hombre me colocaba con­tra la pared; atrás decía, atrás, atrás. Volví a servir­les té.
—A mi madre y a mí nos encanta la música —dije con esfuerzo—, si Diego desea disfrutar de un par de buenos conciertos no tiene más que avisarme.
Los claros ojos se aquietaron.
—Gracias —murmuró—, me será muy útil.
Entonces Sara cambió conmigo una mirada de es­peranza y me sentí mejor. Quien sabe no habría más que empezar: bien pronto esta pareja quedaría asimi­lada a la familia, tan asimilada y dichosa como se mostrara otrora el impasible caballero japonés. O Rol­fi o Renato antes de mis nervios. Sin embargo los dos parecían deseosos de marcharse de la antecocina cuan­to antes. Me pareció inútil y grosero. Al fin y al cabo mi madre había preparado el té y lo servía con mo­desto recogimiento, los atentos ojos en la escena pero sin intervenir. Ellos tenían que comprender que aun venida a menos, mi madre era una dama, y el hecho de ocuparse de la casa, una clara deferencia que de­bían agradecer. Pero apenas probaron bocado. Ella mordisqueó una masita seca y algo vieja, lo confieso, que mamá extrajo del fondo de una lata.
Diego bebió su té siempre en silencio. De vez en cuando sonreía a la mujer como si estuviera divertido y también incómodo.
—¿Quiere que le preparemos algo por la noche? —pregunté.
Era como decir: ¿qué es lo que hacés? ¿En qué te ocupás? ¿Venís a nosotras o no?
—¡Oh, no!
Era grosero alarmarse así. Quizá había dado en pensar que queríamos inmiscuirnos en su vida.
—Regreso muy tarde por la noche. Comeré algo por allí.
Y en seguida sonriendo y disculpándose se levanta­ron y ella mostró de lleno su extraño rostro de mu­chacha desgastada:
—Todo ha estado magnífico. Pero queremos orde­nar la habitación antes de que él salga para el diario.
De modo que era un diario. Mi madre también lo arrebató en el aire. Un redactor, un diario, pisábamos un terreno conocido. Renato escribía notas políticas para la Radio Mitre. Entonces como si lo adivinara ella dio el nombre del periódico y el teléfono donde podríamos dar con Diego en caso de necesitarlo. Avi­só que podrían llamarlo un par de personas y que ella sólo estaría en casa cuando su amigo estuviera descansando. Cuando asentimos en silencio dejaron la habitación mirándose. También la antecocina ad­quirió el mismo aspecto de vacío que notara en el escritorio esa mañana. Un hombre y una mujer, lo que forma una pareja es casi todo el mundo. Aque­llos dos llevaban el mundo consigo y sentí mucha in­quietud, aquel gran manotazo de terror y rabia que me tumbaba en cama se hizo presente y lo trasladé a mi madre.
—Es una mujer amable —dijo-. ¿Es ella la que paga la pieza?
Me encogí de hombros.
—No lo sé. Ella lo dirige pero es él quien la domina. Nos aventurábamos y la risa aguda de Lina sacu­dió la atmósfera en tensión.
—Ellos se aman —gritó Lina con su jerigonza si­ciliana.
Y mamá insistió en sus presentimientos pero era difícil precisar lo que ocurría entre nosotras, tan gran­de y estridente resultaba la palabra amor.
Trabajaron toda la tarde y ya era noche cerrada cuando Sara apareció en la puerta de la antecocina.
Caminaba en puntas de pie y sus esfuerzos por no ser una presencia extraña dentro de la casa me sa­tisficieron.
—Quisiera prepararle el desayuno, si ustedes no se oponen —dijo.
Mamá se precipitó hacia ella indicándole los arma­rios, las rinconeras, los frascos de azúcar y el café.
—Traeré todo conmigo —dijo Sara sonrojándose.
Buenas noches.
También escuchamos el saludo de Diego que fue más bien un rezongo en tono bajo o una palabra ape­nas. Y luego los pasos por el corredor, la puerta de cristales biselados y la jaula temblorosa del ascensor hacia la planta baja. Estarían en la calle cuando ma­má y yo nos precipitamos hacia la habitación. Ellos lo habían cambiado todo; el sitio del toilette, la disposi­ción de las camas; los cuadros estaban descolgados y guardados en el ropero provenzal, habían acomodado los libros y leí Eliot, Pound, Prevert. Yo no leo casi nunca porque mi cabeza está siempre fatigada, pre­fiero dormitar a oscuras o soñar o espiar los rostros de la televisión que se esfuerzan por distraerme de mis pensamientos. Leer no. Pero ellos habían llenado la pieza de pequeños animalitos de madera; una gran bandera canadiense ponía una mancha insólita sobre la pared, un afiche en radiante azul con un rincón de flores y la firma, Niza fleur, Chagall. Era deto­nante. Casi me resultaba obsceno ese cambio saluda­ble que trocaba la habitación que les ofrecíamos en un estridente muestrario de colores.
Ya la pieza era de ellos como el olor de la ropa que les .pertenecía, la máquina afeitadora y una pequeña bruja de papel debajo de la lámpara. Habían converti­do la habitación en un lugar extraño donde pensaban recalar, no solamente dormir y respirar. Ah, desde un principio esa pretenciosa insolencia de proponerse amar fue una obscenidad. Era otra habitación y los viejos muebles yacían inmersos en un mundo de jira­fas y de brujas, de lechuzas y de graciosos perros de paño, la cama era un largo diván (nada quedaba de nosotras), eran otro aire, otras paredes. No pude dor­mirme hasta muy tarde. Encendí el velador cuando escuché la puerta de calle que se abría y en seguida los pasos de Diego. Eran las tres. Cuando me dormí soñé que una pareja de leones copulaban delante de mi puerta. Al pasar junto a sus cuerpos los rozaba y ellos se lanzaban en mi persecución para destrozarme. Me desperté con el eco de mis alaridos. Mamá me al­canzó las píldoras rosadas que me hacen bien y me avisó que a eso de las siete de la mañana nuestro huésped había entrado en el baño y en silencio regresó a la habitación.
Mientras mamá preparaba el café escuché la cam­panilla musical y Sara entró en la casa siempre en puntas de pie. No podía levantarme después de la
no­che que pasara pero, de rodillas en la cama la espié cuando penetró en el cuarto. Ella apretó el pestillo y al ceder abrió la puerta suavemente e introdujo la cabeza. Desde allí lo contempló un largo rato como en adoración y lanzó hacia él un silbido apenas perceptible. La voz adormilada y amorosa de Diego llegó claramente hasta mi escondrijo y volví a meterme entre las sábanas como si temiera que ellos me advir­tieran. Sara cerró la puerta y un silencio largo cayó sobre la casa. Cuando mi madre llegó con el café le señalé la puerta. Las risas sofocadas atravesaban las paredes y el silencio intermitente acabó con la re­serva de ambas. Bebí el café con asco y dije a mi ma­dre que la taza estaba pringosa. Las sábanas me pa­recían húmedas y el sol que atajaba el cortinado fue un martillo perforando el hueso de mi frente. Mamá murmuró que prepararía el almuerzo y yo la dejé ir por primera vez en mucho tiempo sin ánimos para un comentario compartido. Porque ellos estaban tan cer­ca de las dos que hubiera bastado extender los dedos para tocarlos y sentir el punto de calor de sus cuer­pos. Pasado el mediodía Sara salió de la habitación y entró en la cocina con un paquete envuelto en papel blanco y una botella de leche. Saludó a mamá y pidió permiso para preparar un par de sándwiches y volcar la leche en un alto vaso de cristal verde que trajera consigo. Parecía una mujer sencilla que amaba mu­cho a su pareja y que trataba de no perturbar la atmósfera que se le ofrecía. Habló de cosas comunes como el tiempo y las dificultades del transporte aun­que la tarde anterior la habíamos visto descender de un espléndido automóvil. Hablaba como una mujer joven y así debería sentirse aun, cuando mamá estudió a conciencia el fondo de sus ojos y su piel y le calculó la edad. Entonces no pude contenerme y salí del dor­mitorio para reencontrarla con cualquier pretexto. Conseguí conversar con ella un largo rato y la encon­tré solícita y atenta a mis debilidades, al curso de mi enfermedad y a los eventuales esfuerzos que el periódico exigía de su amigo. Parecía mostrarse na­tural y era amable y correcta en todos sus gestos y expresiones. Si vivía en esa forma misteriosa el hecho pesaba sobre su conciencia y sus actitudes tendían a haberse perdonar, de tal modo que casi sentí lástima por ella y de nuevo la feroz curiosidad. Durante me­dia hora transitó por lugares anodinos como la tem­peratura del agua en Bariloche y las dificultades en el lugar donde vivía. Podía ser San Isidro o Castelar, un lugar apartado al que ella se refería con la mayor imprecisión. "En casa, aún dicen los míos", deslizaba mientras sus manos inhábiles untaban de manteca las galletitas de agua. Entretanto yo creía verle los labios tumefactos y el pelo despeinado como si saliera de la cama. Todo en ella estaba fregado, amasado con ardor, frotado como las mejillas de un rosa 'Subido, los labios llenos y las diminutas marcas violáceas en el lado izquierdo de su cuello. Fregada, pensé, está fregada y exultante. Preparó su bandeja con idénti­cos visajes de dedicación amorosa. Dijo que él se le­vantaba siempre tarde y que debía beber leche como el gran fumador que era. Habló de desintoxicaciones y tareas como una buena ama de casa enrolada en la tarea de amar apasionadamente a su marido. Sentí que lo servía con unción, y prepararle la bandeja debía ser para ella un hecho dulce e importante; me sonrió al salir de la cocina, dichosa de regresar a la habita­ción donde la esperaba la cama. Ya no pude pensar en otra cosa. Mamá y yo interrumpimos nuestras con­versaciones y cuando Lina llegó a la hora del almuer­zo su diálogo de siempre sólo consiguió agotarnos. Ellos no se movieron de su sitio hasta que alrededor de las dos Diego fue a ducharse y ella dejó la casa en puntas de pie, tal como entrara.
—Quizá ahora que esté solo venga a saludarnos —dije a mamá. Pero escuchamos el ruido de la ducha y luego el zumbido de la afeitadora. Él se vistió en silencio y por los corredores se extendió el aroma de su cigarrillo norteamericano. Su presencia presiona­ba sobre una parte de la casa haciendo distinta la que me correspondía. La casa se llenaba de risas sofoca­das, de vasos de leche servidos con amor, de cigarri­llos y de un silencio alucinante.
—Ahora vendrá —dije conteniendo la respiración.
Pero Diego abrió la puerta de calle con cautela y salió al palier como si atrás sólo quedaran las paredes sin los habitantes. Mamá y yo nos contemplamos con asombro:
—Sí que es una torpeza —dijo mamá—, ni un sa­ludo, un gesto.
—Mañana llevales café, decile a ella que podés evi­tarle el trabajo de servirlo; aceptaron la vida con nos­otras y ahora deben compartirla.
Ni uno ni otra volvieron en lo que restó del día y esa noche mi madre y yo aguardamos el regreso co­mo otrora los pasos de papá o el timbrazo de Rolfi.
Los hombres traen siempre horribles sobresaltos y eran ya pasadas las cuatro de la madrugada. Por la mañana Sara repitió la ceremonia y no salió de la pie­za más que para llenar su vaso y untar el pan que colocó sobre la bandeja.
—Deben cuidar de no dejar rastros de comida en la mesa de noche. Desgraciadamente eso atrae a las hormigas —dijo mamá ácidamente.
Ella sonrió. Luego escuchamos el golpe seco de la banderola y quedaron aislados en el cuarto. Pero con­versaban y a eso de las once escuchamos el largo que­jido agónico que se cortó de pronto. Nunca conocí un sonido semejante; quizá alguien que agoniza puede conseguirlo o en este caso, alguien que goza. Un que­jido inconfundible y melancólico. Ya no pude ni si­quiera sostener la mirada de mamá porque mi cabe­za estaba a punto de estallar y el corazón me moles­taba como una úlcera debajo del vestido. Volví a mi dormitorio y la penumbra no fue suficiente para aquietarme; de bruces en la cama me abandoné a la danza de imágenes y suposiciones. El ser humano era ese ente bestial encerrado entre las paredes de una casa para lanzar al aire el quejido inexplicable. Era poco soportable que alguien pudiera entregarse de ese modo. Ya los vi -sobre la cama en la posición bíblica moviéndose con un ritmo creciente y simultáneo. Tan­tos movimientos de cadera y el empuje implacable de un hombre cuyos miembros pesados ocultaban casi un frágil cuerpo de mujer. Y luego estaba el quejido y los susurros encantados, el silencio. Pero no era solamente eso. Toda la casa estaba impregnada del que­jido y de los movimientos, el silencio de la doble dis­creción no era más que un desafío o un acto de sor­prendente afirmación. Lo curioso consistía en la forma como mi madre y yo quedábamos despojadas frente al dúo. Una pareja feliz es siempre un hecho inmoral e irritante. Mamá entró con el almuerzo:
—Allí están —dijo señalando la puerta.
El domingo, Sara no apareció por la casa y el hom­bre durmió hasta pasado el mediodía. Creí descubrir una posibilidad y se la pasé a mamá.
—Llévale el vaso de leche, y trata de domesticarlo. Un hombre no puede vivir encerrado en una cama.
Mamá se mostró de acuerdo pero sus golpes sobre la madera de la puerta no encontraron respuesta de modo que apretó el pestillo y entró en la habitación. Tal como Sara debía hallarlo cada día, Diego dormía semicubierto por la sábana como un gran ángel abandonado. De la sábana emergía el torso poderoso y el ancho cuello claro hasta el que bajaba su pelo abun­dante y rojo. Dormía con el entusiasmo de los niños y todo era muy bello en él como la línea de la nariz quebrada y el rostro liso, apenas velado por la barba crecida durante la noche. Desde mi cama y por el án­gulo de la puerta abierta pude ver su gesto de aban­dono al sueño y su gran cara colegial.
—Le he traído el desayuno —murmuró mamá.
Él se movió apenas y volvió hacia ella una espalda larga y blanca, cubierta por grandes manchas de sol.
—El desayuno —repitió mamá.
Entonces él dijo claramente: déjeme tranquilo, y rezongó sobre la almohada con un gesto de feroz des­aprobación que aventó todas las ilusiones de mi ma­dre.
—Haga de cuenta que soy de su familia —insistió mamá y él repitió: déjeme tranquilo y mamá salió corriendo de la habitación. Cuando llegó hasta mí se largó a llorar con fuerza.
—Oh, qué es lo que has traído aquí -dijo sollo­zando hasta que ella misma se distrajo y comenzamos a deliberar.
Yo hablaría con Sara; que se había mostrado hasta ahora mucho más normal. Un pensionista era un ser razonable pero aquel gran extraño tendido día y no­che en su cama rodeada de animales de madera y de banderas rompía con las normas. Sin embargo Sara no apareció durante todo el domingo. En la mañana del lunes, bien temprano, escuché sus pasos y los su­surros y el silencio me parecieron más apasionados y sonoros. ¿Cómo podían permanecer encerrados tan­tas horas sin más horizonte que ellos mismos? Pensé mucho en la alquimia misteriosa que cambia la vida de los seres humanos y retuerce sus vísceras y sus pensamientos. El amor era aquella dura batalla inte­rior que sostenían un hombre y una mujer, encerra­dos en una habitación.
Esa misma tarde me enfermé de angina y tuve alta fiebre durante la mitad de una semana. Abandoné del todo mis visitas a los Tribunales y el abogado consultado quedó sin mis respuestas. Casi no me quitaba el camisón y envuelta en la bata pirineo los espiaba pasar o besarse en la puerta de calle. Entonces aguar­daba la llegada del lamento, de la respiración furiosa y el silencio como si todo hubiera sido una circunstan­cia irremediable. Los picaportes estaban untados de amor, las tazas, la puerta del cuarto de baño, las sá­banas manchadas que mamá lavaba en silencio y sin levantar los ojos, por irritación o por vergüenza. La presencia de ellos apuntaba desde los cuatro extremos de la casa y allí estaban privándome del sueño, qui­tándome la vida y la alegría. Yo había podido vivir con mamá y Lina y acaso el caballero japonés que toma­ba el té con nosotros y nos hablaba de sus aventuras en Tokio. El caballero japonés al que nadie llamaba por teléfono ni estrujaba entre risas sofocadas. O Renato; si se quiere, que era como un niño grande y al que sólo parecían interesarle los hombres pero que me hablaba del brillo de mi pelo y elogiaba sin me­dida los postres de mamá. Estos dos, en cambio, vi­vían solos, tomando para sí cuanto encontraran al al­cance de la mano. Aquel entusiasmo sostenido a tra­vés de días y semanas era insufrible, aquel coloquio silencioso o estridente a veces matizado por una atroz reyerta que provocaba un rumor distinto exigía lue­go largas horas de reconciliación. O yo acaso adivina­ba también un reencuentro súbito, como la ola que se vuelca, un cuerpo que cae sobre otro y las dos bo­cas que se unen insoportablemente en un largo y hondo tubo de amor. La pareja era una sombra. Sólo sa­bíamos que existían todavía por el hecho real de una cama revuelta que entraba en las obligaciones a cum­plir y el cenicero atestado de colillas. Ella ya no pre­paraba las rodajas de pan ni el vaso de leche. Entra­ban y salían en un diálogo nunca interrumpido y yo me sentía cada vez más humillada y miserable, como si largas y tupidas telas de araña taponaran tanto mi boca como las ventanas de la casa. Desde entonces he solido preguntarme cómo es que se puede llegar a odiar a un par de sombras. Ellos no provocaban mi angustia pero eran el motivo de la angustia; el que­jido largo que llegaba con las horas rompía en trozos diminutos las postales de Amanda, la valija con las muestras, el termómetro en el que me medía la fiebre cada atardecer, la vajilla de mamá, mis atroces dolo­res de cabeza. Aquellos huéspedes absurdos que ha­bían buscado mi casa para amar me derrumbaban.
Hasta que al fin, a un mes de todo esto, vi el retrato de Sara en el papel de diario con que mi madre tra­jera a casa su mezquina compra semanal. Como dos generales sobre el mapa de las operaciones descubri­mos de golpe el nombre, el apellido, su condición de esposa de un hombre rico y elegante que sonreía jun­to a ella, la cara clara de sus cuatro hijos. Ahora era yo quien lanzaba un largo quejido animal.
—¡La desgraciada...!
Mamá deletreó el nombre; el apellido con historia, el nombre de los niños, el pingüe beneficio de ser la esposa de un hombre importante al que se lo fotogra­fía en colores junto a su familia. La cara de Sara era muy triste en la fotografía, tan triste como la vi des­pués. Porque pasó aún una semana tal como si mamá y yo hubiéramos querido darles una tregua: siempre al condenado a muerte se le exige un buen deseo para satisfacer. Ellos entraron y salieron sin dirigirnos la palabra.; abonaron puntualmente su pensión, nos di­jeron buenos días al enfrentarnos por fuerza en la mitad del corredor. Ahora notarían la vida de los otros. Lo notaron como un golpe fuerte, como el de mi corazón cuando llamé al marido por teléfono y le conté la historia.
La habitación quedó deshabitada y aún me acuerdo a veces de la cara de espanto que llevaba ella cuando dejó a su joven ángel en el borde de la acera de Sui­pacha y se alejó en el automóvil verde sin mirar atrás.

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