lunes, 4 de diciembre de 2023

LA CABEZA DE MI PADRE de Alberto LAISECA

Este cuento es la versión libre de un hecho real ocurrido en España en 1994.

Interior de un manicomio, en su enorme sala.

Vemos a un hombre sentado sobre un banquito. Entre sus manos un pequeño palo con hilo en la punta; en el extremo del cordel ha atado un papelito que hace de carnada. El loco cree estar pescando en aguas ilusorias. Cada tanto hace como que saca un enorme ejemplar. Dice:

“Por aquí pasan las aguas del Ebro. Los peces están muy hambrientos. Un pedazo de papel basta para atraparlos. Ellos pican ¡Pican!”.

Cerca del interno hay otro paciente. Pega manotazos intentando poner a raya a invisibles presencias:

“¡Dejen de molestarme, ángeles! ¡Basta! ¡Molesten a otro! ¡Ellos han pecado más que yo!”. (Y señala al resto de los enfermos).

Un alienado le dice a alguien al tiempo que señala a un catatónico que tiene los brazos levantados:

 “Mire: mire a ese pobre infeliz. Ese sí que está loco. Cree ser Superman. Levanta los brazos porque está convencido de que vuela. No se va a ir nunca de aquí. Mi caso es distinto. No soy loco. Me han internado por un error de la justicia y debido a la conspiración de mis enemigos. Ha de saber usted que yo soy el conde de Andalucía. Allí en la Sierra Morena descubrí una fabulosa mina de oro. Me han encerrado aquí para despojarme de mis riquezas”.

Su interlocutor le comenta: “Yo en cambio sí tengo una enfermedad mental, pero no por mi culpa. Fue inducida mediante aparatos. Me raptaron los extraterrestres para estudiarme. Pero, por desgracia, tales estudios mento fisiológicos fueron tan severos que me volví loco y por eso estoy aquí”.

Otro chiflado que camina sin cesar por un pasillo:

“La culpa de todo la tienen las mujeres. Mi esposa me hizo comer carne de brujaña para reventarme. A esta carne altamente maléfica la preparó de acuerdo a las horas y días de los planetas. Fue para quedarse con la carnicería y el mercadito y porque ya le había echado el ojo a otro tío. ¡Brujaña!,¡brujaña!, ¡carne de brujaña!”.

 Otro:

“No me moleste, enfermero, porque en este momento me encuentro en comunicación con mi difunta madre. ¿Cómo dices, madre? Ah, sí. Eso es cierto. Afuera bebo mucho y pienso en horribilidades. Seguiré tus consejos, mamá. Seguiré tus consejos”.

Otro:

“Yo soy el culpable de todo. Dos años atrás iba caminando por una de las calles de mi pueblo y encontré tirado un medallón con botón. Siempre he sido un metido y un gilipollas. ¿Puedes tú, puedes tú creerme que fui lo bastante infeliz como para levantar el medallón y apretar su botón? Pues sí. Eso hice. Más me hubiera valido no haber nacido, porque en el acto el Gran Satán quedó libre de su prisión mágica y ahora anda ‘desaforao’ y haciendo de las suyas. Por mi culpa el maremoto mató a doscientas ochenta mil personas en el sudeste asiático. Yo lo liberté. ¡Crucifíquenme! ¡Me lo merezco!”.

La cámara se acerca a otro interno. Está sentado sobre un banquito y muestra actitud relajada, escuchamos su voz en off: “Yo no sé por qué estoy aquí ni quién es toda esta gente. No pertenezco a este lugar. Para nada. El personal directivo está vestido de blanco. Nosotros llevamos uniformes grises. Sé que esto es un manicomio. Lo que no comprendo es por qué estoy aquí. No estoy loco. No sé por qué hice lo que hice, pero eso no quiere decir que esté loco. Yo lo quería mucho a mi padre. Todavía lo quiero. Él era muy bueno conmigo. Me daba consejos. A todo lo hizo por mi bien. Lástima que yo nunca supe cómo cumplirle.

“Cuando ocurrió el incidente yo tenía veinte años. Ahora hace diez que estoy aquí. Pero éste no es mi lugar. No estoy loco. ¿Por qué hice lo que hice? No lo sé. Son los misterios del alma humana. La cabeza de mi padre. Yo le puse una corona de espinas. Le di grandeza. Cuando le puse la corona sentí una gran explosión de felicidad. También alivio y odio. No sé por qué.

“Vivíamos juntos y solos desde que murió mamá. Él me daba consejos.

Buenos consejos:

“Oye, inútil: ya es hora de que estudies o trabajes. Que no puedes seguir viviendo a costillas de tu padre toda la vida.

“Que te la pasas encerrado en casa. No sales ni a la puerta. Otros chavales corretean tras las chavalas. Pero no tú. ¿No me habrás salido sarasa, verdad?

“Pero papá se equivocaba. No soy sarasa. Siempre me gustaron las chavalas. Siempre tuve fantasías con ellas. Es sólo que no me animo a abordarlas. No sé qué decirles. Les tengo miedo. ¿Ustedes no se sienten inseguros? ¿No? Yo sí. Toda la vida. ¿Ustedes creen que yo lo odiaba a mi padre? Pero si él es mi ídolo. Siempre estuvo seguro de todo. Siempre me marcó el camino. Hasta en los menores detalles. Sólo que mientras más me decía yo menos hacía. Creo que soy malo por naturaleza. Sin mi padre estoy perdido. Yo siempre lo vi a él como a un gigante de cinco metros de alto. Genio, sabio, decidido. Él siempre sabía todo. Yo nunca supe. Soy una pieza fallada. Un infeliz. Hacía bien en decírmelo:

“Pues oye: tú ya estás reducido a tu mínima expresión. Tienes el alma casi por el piso. Un poco más que bajes y desapareces”.

“Papá tenía razón, claro. Siempre tuvo razón. ¿Pero qué hacer para cambiar? ¿Saben qué me hubiera gustado? Ser como todos. Pero me tocó ser el último orejón del tarro, la última papa de la bolsa. Es horrible. Horrible. Las mujeres están ahí. Uno tiene la impresión de que basta estirar la mano para cogerlas. Pero no es así. Para que ellas follen contigo primero debes conmoverlas. ¿Y cómo podría conmoverlas yo que soy un yeso? Armadito. Duro. Siempre mirándolas con ojos de huevo frito, como un infeliz. Tenía razón papá. Si hay algo que siempre le envidié es su seguridad en sí mismo.

¿Ya lo dije? Él siempre supo todo. Todo.

“¿Qué esperas para buscarte una chavala y dejarla gruesa? Así me darías un nieto. Ya tienes veinte años. Eres grande. Pero no sé pa’ qué te digo todo esto si tú eres sarasa.

“Yo quería decirte: Pero papá: no soy sarasa. Ocurre que me siento inseguro. A las mujeres las veo de cinco metros de alto. Son tan grandotas como tú. Nunca me moví de esta casa. No sé ni saludarías. Les tengo miedo.

“Por otra parte está el tema de la maldita actividad. Papá siempre fue muy activo. Pura energía. Era insoportable verlo. Pero pasaba que mientras más cosas hacía él menos hacía yo. Él me lo reprochaba:

“Haragán, haragán. Aparte de sarasa eres haragán.

“Pero yo no era sarasa. Haragán sí, pero sólo con él. No a escondidas. Después explico. Parecía como que al verlo tan activo a mí me daba por el contraste. ¿Sería lo mío una resistencia pasiva? ¿Pero resistirme a hacer cosas por qué? Si papá me marcaba el camino. Siempre fue bueno. Por eso es que creo que yo soy malo de nacimiento. Soy un misterio para mí mismo. Un misterio muy aburrido, pero misterio al fin.

“Los platos sin lavar. Él cocinaba. Siempre fue buen cocinero. Yo, por contraste, no sé hacer ni un huevo frito. Cuando era chico quería aprender pero papá se reía de mí:

“Tú no me sirves para aprender. Para cocinar hay que ser un artista. Se lleva en la sangre. Tú mejor ve y lava los cacharros.

 “Al principio yo lavaba todo, incluso los platos, después de comer. Pero a poco me desgané. Ahora papá tenía que ordenarme que lavara. Y más luego ni por ésas. Él se enojaba conmigo. Decía que por mi haraganería iba a terminar mal, y ya ven que tenía razón. Papá siempre tenía razón. Era perfecto. Yo no fui capaz de seguir sus buenos consejos porque soy malo de nacimiento. Como si quisiera resistirme y molestarlo. No sé por qué soy tan malo y perverso.

“Pero eso sí: soy buen carpintero. Siempre hice cosas con las manos. Viéndome fabricar juguetes, asientos, mesitas (y tan perfectos), papá se enojaba mucho conmigo:

“Ya que eres tan bueno para hacer pamplinas ¿por qué no te empleas en una carpintería? Así traerías un poco de dinero a casa. Pero no; a ti ni se te ocurre. Eres dado al vicio de la haraganería y la pamplina.

“Tenía razón, como siempre. Pero aquí pasó algo raro. Es de esas cosas que me pasan cuando me reprochan o dan consejos. Pienso y me río, porque en realidad yo ya había decidido emplearme en una carpintería. Pero bastó que papá me lo dijera para que se me fuesen las ganas. No sé por qué soy así.

“Y fue ahí donde por primera vez se me ocurrió la idea de la ballesta.

“La vi en una armería y ya no pude pensar en otra cosa. Cuando se me ocurre algo no tengo manera de sacármelo de la cabeza. Le pedí al armero que me la mostrase y enseguida entendí el mecanismo. La ballesta fue el terror de la Edad Media. Arrojaba flechas con más precisión y fuerza que un arco. Era lo más parecido a un fusil, en una época donde todavía no se había inventado la pólvora.

“Ya les dije que soy muy buen carpintero. Al principio me equivocaba y me salía una porquería, pero por fin lo conseguí. Empecé a probarla en el patio. A diez metros no erraba tiro.

“A las puntas de las flechas las hice de plomo. Las fundí de acuerdo a las horas y días de los planetas. A los datos los saqué de un libro de magia. Era como un ritual, pero no sé por qué hice eso.

“Papá nunca supo que yo la había fabricado. Se hubiera sentido orgulloso al ver que yo era capaz de hacer algo tan bueno y tan difícil. Pero ahora que lo pienso no habría servido de nada. Me habría dicho, igual que otras veces: ‘Siempre haciendo estupideces que no sirven para un comino. ¿Qué esperas para meterte en una carpintería?’.

“No había manera de que valorase algo mío.

“Después de almorzar tomé la costumbre de irme a mi cuarto, con una excusa cualquiera, y volver en puntas de pie con la ballesta cargada. Papá, como siempre, estaba levantando la mesa y poniendo platos y cubiertos en el fregadero. Yo siempre lavaba los platos, pero no ahí mismo y después de almorzar, sino luego, cuando me diese gana. Eso ponía muy loco a papá, cosa que me hacía reír, pues él era de los que nada dejan para después. Lo sorprendía refunfuñando:

“Qué diría él si yo preparase la comida cuando se me antoja. Porque comer sí le gusta. Si yo me demorase a propósito ahí se iban a oír los gritos pidiendo auxilio. Pues que lo iban a escuchar desde la China.

“Entonces yo, viéndolo ocupado, distraído y furioso, le apuntaba a la cabeza con mi ballesta. No tenía intención de tirarle, por supuesto, pero sentía una enorme excitación. ¿Pues cómo le iba a tirar a mi padre? Él siempre fue tan bueno conmigo. Me daba tantos consejos. Lástima que yo no podía seguir ni uno.

“A pesar de todo hubo un mediodía fatal donde la verdad no sé qué pasó. Hasta hoy no me lo explico. Todo fue como siempre. Nada distinto. Papá me daba más y mejores consejos que nunca. Se empecinó en hablarme de la Dolores, una chavala muy buena, tía como la que más. Una de las tantas chavalas a las que a mí me hubiera ‘gustao’ acercármele y nunca supe cómo. Yo sé que a las mujeres hay que conmoverías, ¿pero eso cómo se hace?

“Y justo ahí a papá se le ocurrió decirme: ‘La Dolores a ti te mira mucho. ¿Qué esperas para apretarla? ¿O yo debo ir y follarla por ti? Pero no sé pa qué te digo esto si contigo es inútil. Siempre serás el mismo sarasa y nunca me darás un nieto’.

“Ahí se me hizo un nudo en el estómago y no pude seguir comiendo. Dije que no tenía más hambre y me fui a mi cuarto. Volví con mi ballesta. Y aquí sí que, por más que lo he ‘pensao’ todos estos años, nunca supe por qué pasó lo que pasó…

“Papá, muy enojado y obsesivo como siempre, estaba metiendo los platos en el fregadero. Como otras veces le apunté a la cabeza pero esta vez disparé. A la primera flecha se la clavé en la nuca y cayó al suelo sin un grito, víctima de convulsiones. Yo no podía creer que a un hombre como él, tan grande que parecía de cinco metros de alto, lo pudiese una simple flecha. Ahora por fin comprendo que yo creí que papá no iba a morir nunca. Sin embargo la punta de plomo de la flecha le entró como una bala.

“Me acerqué a su cuerpo y vi que aún vivía. Sentí lástima por él, de modo que para que dejase de sufrir le pegué otros cuatro flechazos, todos en la cabeza. Con el primer tiro, el de la nuca, sentí una explosión de alegría y furia. Los desafío a ustedes a que puedan entenderlo. Pero los otros cuatro tiros no, que fueron por lástima.

“Luego que terminé la faena me di cuenta de que algo no estaba bien. Fui hasta mi cuarto y traje una almohada. Saqué la flecha de la nuca, que era la que trajo todo el incordio, y acosté a papá en el piso, boca arriba. A las otras cuatro flechas no se las saqué. Parecían formar una corona de espinas. Y es lo justo, porque para un padre, tener un hijo como yo, es una verdadera cruz.

“Papá parecía estar muy bien ahora. Por eso me extrañó lo que me preguntó la policía: que por qué había hecho eso de ponerlo a reposar sobre la almohada. Pues pa que esté más cómodo, más confortable.

“No sé por qué hice lo que hice, pero tampoco sé por qué desde hace diez años estoy en este lugar. Yo no estoy loco. Siempre admiré la cabeza de mi padre. La cabeza de un rey. La cabeza de un dios”.


viernes, 27 de octubre de 2023

EL RETRATO MAL HECHO de Silvina OCAMPO

A los chicos les debía de gustar sentarse sobre las amplias faldas de Eponina porque tenía vestidos como sillones de brazos redondos. Pero Eponina, encerrada en las aguas negras de su vestido de moiré, era lejana y misteriosa; una mitad del rostro se le había borrado pero conservaba movimientos sobrios de estatua en miniatura. Raras veces los chicos se le habían sentado sobre las faldas, por culpa de la desaparición de las rodillas y de los brazos que con frecuencia involuntaria dejaba caer.

Detestaba los chicos, había detestado a sus hijos uno por uno a medida que iban naciendo, como ladrones de su adolescencia que nadie lleva presos, a no ser los brazos que los hacen dormir. Los brazos de Ana, la sirvienta, eran como cunas para sus hijos traviesos.

La vida era un larguísimo cansancio de descansar demasiado; la vida era muchas señoras que conversan sin oírse en las salas de las casas donde de tarde en tarde se espera una fiesta como un alivio. Y así, a fuerza de vivir en postura de retrato mal hecho, la impaciencia de Eponina se volvió paciente y comprimida, e idéntica a las rosas de papel que crecen debajo de los fanales.

La mucama la distraía con sus cantos por la mañana, cuando arreglaba los dormitorios. Ana tenía los ojos estirados y dormidos sobre un cuerpo muy despierto, y mantenía una inmovilidad extática de rueditas dentro de su actividad. Era incansablemente la primera que se levantaba y la última que se acostaba. Era ella quien repartía por toda la casa los desayunos y la ropa limpia, la que distribuía las compotas, la que hacía y deshacía las camas, la que servía la mesa.

Fue el 5 de abril de 1890, a la hora del almuerzo; los chicos jugaban en el fondo del jardín; Eponina leía en La Moda Elegante: “Se borda esta tira sobre pana de color bronce obscuro” o bien: “Traje de visita para señora joven, vestido verde mirto”, o bien: “punto de cadeneta, punto de espiga, punto anudado, punto lanzado y pasado”. Los chicos gritaban en el fondo del jardín. Eponina seguía leyendo: “Las hojas se hacen con seda color de aceituna” o bien: “los enrejados son de color de rosa y azules”, o bien: “la flor grande es de color encarnado”, o bien: “las venas y los tallos color albaricoque”.

Ana no llegaba para servir la mesa; toda la familia, compuesta de tías, maridos, primas en abundancia, la buscaba por todos los rincones de la casa. No quedaba más que el altillo por explorar. Eponina dejó el periódico sobre la mesa, no sabía lo que quería decir albaricoque: “Las venas y los tallos color albaricoque”. Subió al altillo y empujó la puerta hasta que cayó el mueble que la atrancaba. Un vuelo de murciélagos ciegos envolvía el techo roto. Entre un amontonamiento de sillas desvencijadas y palanganas viejas, Ana estaba con la cintura suelta de náufraga, sentada sobre el baúl; su delantal, siempre limpio, ahora estaba manchado de sangre. Eponina le tomó la mano, la levantó. Ana, indicando el baúl, contestó al silencio: “Lo he matado”.

Eponina abrió el baúl y vio a su hijo muerto, al que más había ambicionado subir sobre sus faldas: ahora estaba dormido sobre el pecho de uno de sus vestidos más viejos, en busca de su corazón.

La familia enmudecida de horror en el umbral de la puerta, se desgarraba con gritos intermitentes clamando por la policía. Habían oído todo, habían visto todo; los que no se desmayaban, estaban arrebatados de odio y de horror.

Eponina se abrazó largamente a Ana con un gesto inusitado de ternura. Los labios de Eponina se movían en una lenta ebullición: “Niño de cuatro años vestido de raso de algodón color encarnado. Esclavina cubierta de un plegado que figura como olas ribeteadas con un encaje blanco. Las venas y los tallos son de color marrón dorados, verde mirto o carmín”.

martes, 25 de julio de 2023

VIDAS PRIVADAS de Angélica GORODISCHER

 —¿Ya vio a sus nuevos vecinos? —me preguntó.

—No —dije, esperaba que con la suficiente brusquedad como para desalentar el diálogo.

Vieja víbora. Cada vez que me veía intentaba iniciar una conversación.

Hasta me parece que vigilaba mis horas de salida para acercarse a decirme algo. No las de llegada por suerte, porque vuelvo tarde del estudio y a esa hora ella ya había hecho la limpieza de los paliers, la escalera y el hall de entrada y se había ido.

Fue lo único que no me gustó del edificio. Todo lo demás es perfecto y lo supe en cuanto lo vi. Es un art déco muy gris, muy blanco y negro de los años treinta. A los lados de la puerta hay dos locales, una papelería y la oficina de un contador. En el primer piso, uno de los departamentos está alquilado por tres psicólogos y el otro por dos abogados. Todos tienen horas de consulta a la tarde cuando yo no estoy y se van cuando yo llego. Apenas si veo a alguien muy de tarde en tarde, buenas noches, buenas noches, qué frío, o qué calor hace, sí es cierto, qué barbaridad, adiós.

Segundo piso, dos departamentos, el mío y otro igual al mío, pero desocupado. No tardé ni diez minutos en decirle al de la inmobiliaria que sí, que lo compraba. Cómo habrá sido que me sugirió que diera otra recorrida y volviera a mirarlo bien, sanitarios, pisos, zócalos, esas cosas. No me acuerdo si le hice caso o no: ya lo había decidido.

Me mudé tres semanas después, cuando entregué el departamento en el que había estado viviendo y cuando terminaron de pintar y hacer algunos arreglos en el nuevo. Y ahí me encontré con la vieja víbora que intentaba saber quién era yo, cómo me llamaba, de qué me ocupaba, con quién vivía, qué edad tenía, en dónde trabajaba, cuánto ganaba, si tenía auto y todo otro dato para compartir, supongo, con alguna congénere bífida del barrio. Nunca le di el gusto y terminé por acostumbrarme a desairarla. Tengo que reconocer que no se desanimaba así nomás, pero llegó un momento en el que dejó de molestarme y nos limitamos a los buenos días.

Hacía más de dos años que vivía ahí cuando se ocupó el otro departamento, el del segundo piso al lado del mío. Confieso que ni me enteré de que tenía vecinos hasta que no vi el reflejo de la luz del comedor. Supuse que era el comedor porque los dos departamentos son idénticos sólo que al revés, como suele suceder. También confieso que sentí cierto desánimo. Había sido una casa sosegada, silenciosa, tranquila a más no poder. Cuando yo salía para el estudio la papelería estaba cerrada y el escritorio del contador también. En el primer piso no había nadie, y la vieja víbora solía estar barriendo la vereda. Cuando yo volvía la papelería estaba abierta, cosa que me venía muy bien por si necesitaba algo, el escritorio del contador a veces también, pero por poco rato, y en el primer piso ya no quedaba gente. Y la vieja, Dios sea loado, se había ido hacía mucho. Los fines de semana el edificio era todo mío, cosa que no me inquietaba en absoluto, al contrario. Podía poner música, ver alguna película por televisión, escuchar la radio, y hasta podía dedicarme a cosas más extravagantes como cantar, hacer tap dance, organizar fiestas negras, deslizarme en patineta por el living, romper los platos contra las paredes, levantar pesas, saltar a la cuerda. Por supuesto que nunca hice esas cosas extravagantes, pero podría haberlas hecho.

Pensé en todo lo que podría haber hecho y no hice y ya no haría porque tenía vecinos a quienes considerar, cuando supe que había alguien en el departamento de al lado. Y como suele sucederle a la gente y más a una persona como yo que ama la privacidad, empecé a prestar atención a los ruidos.

En primer lugar, era raro que se oyeran ruidos de manera que tenía que acostumbrarme; y en segundo lugar, no sé si para eso, para acostumbrarme, o por pura curiosidad, quería saber a qué obedecían los ruidos, si eran voces, pasos, cacerolas en la cocina, libros en el living, llantos, risas, patadas, o qué. En otras palabras, qué era lo que pasaba al lado. Se me ocurrió, cómo no se me iba a ocurrir, que habría un ocupante o una ocupante que guardara su intimidad como yo guardaba la mía, celosamente; al precio de la soledad, sí, pero sin dar lugar a la invasión de los demás. Durante unos días pareció como si los ruidos de al lado me dieran la razón. Pero después dos cosas: la vieja que me habló de “sus vecinos” una mañana, y yo que la noche anterior había oído voces por primera vez. Entonces, claro, había en el departamento más de una persona.

Supuse que me encontraría con alguien en el palier o en la escalera alguna vez y así fue. Tardó, el encuentro, digo, pero una tarde de invierno alguien me precedió en la escalera y al llegar al palier hubo un buenas noches.

—Buenas noches —contesté mientras él y yo poníamos la llave en la cerradura de cada departamento.

Era un tipo canoso, de sobretodo oscuro, que llevaba los guantes en la mano izquierda, cosa que no me extrañó porque hacía un frío húmedo y desagradable. Fue todo lo que pude ver. Y lo que pude oír fue que tenía una voz gruesa, bien modulada. Actor, pensé. No, locutor. También pensé: dentro de poco me voy a parecer a la vieja víbora, tratando de averiguar cosas de la gente. Cerré la puerta y me olvidé del asunto. Hacía frío, como dije, las ventanas estaban cerradas, vidrios y persianas porque anochecía temprano, y no se veían reflejos de luz ni se oían ruidos ni voces. Además, yo tenía mucho que hacer, qué me iba a andar ocupando de los vecinos.

Un par de veces más me encontré con el canoso, buenas noches, parece que el tiempo va a mejorar, y bueno es la época, claro, buenas noches.

La época, eso justamente fue lo que me jugó la mala pasada. Yo me iba olvidando de que tenía vecinos, sólo que llegó la primavera y abrí las ventanas y ellos también las abrieron.

Casi no me acuerdo de mi lectura escolar de La Divina Comedia pero creo que al infierno se va entrando de a poco. Quiero decir que la cosa es desde el principio muy trágica pero que se va poniendo peor a medida que el camino serpentea hacia abajo. Así fue.

—¡Estúpida! —le reconocí la voz: ése era el canoso—. ¡Sos una estúpida, mirá lo que hiciste!

La respuesta fue un gimoteo con algunas palabras que no se distinguían bien. Después hubo un silencio. La noche era estupenda, una verdadera noche de primavera, ideal para un poco de música, música festiva, alegre, como de campanillas o castañuelas o panderetas. Estaba pensando qué disco poner cuando la mujer de al lado le gritó al canoso:

—¿Ves cómo sos? Esta vez vos tenés la culpa.

Todo lo de agradable, profundo, atractivo que tenía la voz del canoso, lo tenía la voz de la mujer de chirriante, sosa, aguda, metálica. Una voz de cotorra, de caricatura, de chusma de conventillo: una voz que salía de la garganta, que no sabía de respiración ni de diafragma ni de resonancia.

—Calláte, ¿querés? —dijo él.

La mujer se calló y no hubo nada más por esa noche, salvo ruido de platos, de agua en la pileta, pasos, esas cosas normales, hasta que se apagaron las luces. Pero yo no puse música, ni Boccherini ni Telemann, ni nada. Me fui a dormir pensando Dios mío, si esto sigue así voy a tener que cerrar las ventanas, no voy a poder salir jamás al balcón, no voy a poder usar ya nunca más el living o el comedor, por lo menos no en primavera ni en verano; me voy a tener que encerrar en el dormitorio o en la cocina hasta que llegue el invierno otra vez.

No siguió así, no: se puso peor. A la noche siguiente ella le reprochaba algo a él cuando yo llegué. Abrí la puerta y oí los gritos. Casi la vuelvo a cerrar y me voy a la calle otra vez, pero no: todo lo que yo quería era estar en mi casa después de un día que había resultado bastante pesado. Entré y cerré detrás de mí. Los vecinos estaban en plena función.

—¡Y no me digas que no lo hiciste a propósito! —gritaba la mujer—. ¡Yo

te conozco, te conozco muy bien, lo hiciste para hacerme rabiar y encima te reías! ¡Sos un desgraciado, eso sos, pero cuidáte, ¿eh?, cuidáte porque uno de estos días hago la valija y me voy, ya vas a ver, y me va a gustar saber qué vas a hacer sin mí!

—¡Terminála! —interrumpió él—. Terminála, hacé el favor. Cuándo vamos a tener un día en paz, me querés decir.

—Sí, claro, terminála —chilló ella—, para vos sí que es fácil, total, te vas a la calle y yo me quedo aquí como una idiota deslomándome por vos. ¿Y vos qué hacés, eh? Decíme ¿qué hacés?

—Trabajar, qué querés que haga —dijo él cuando pudo.

Pero eso no era lo que ella quería. Ella quería seguir peleando:

—Sé, trabajar. Trabajar es lo que vos decís pero uno de estos días te sigo y voy a ver en qué andás metido.

Él se puso sarcástico:

—Eso, andá, seguíme, ya vas a ver la vida loca que llevo entre farras y champán, tirando manteca al techo, pero por favor, las cosas que tengo que oír. ¿De dónde te creés que sale la plata para comprarte vestidos y perfumes y chafalonías, de dónde? De mi trabajo sale, de ahí.

Ella lloraba:

—Sos un desalmado —dijo.

—Má sí —dijo él.

Y ahí terminó todo por esa noche. A la otra el camino que serpentea hasta el último círculo pareció haber llegado a una meseta.

Abrí la puerta con mucho cuidado, como si pudieran verme u oírme, y entré despacito. No se oía nada. Aleluya, pensé, no están. Pero estaban: se veía el reflejo de la luz en el balcón. Y sin embargo había un bendito silencio, nadie peleaba, nadie gritaba, nadie lloraba.

Como al rato él se rió.

—Andá —dijo ella—, no seas malo.

Pero no se peleaban: parecía que por fin iban a tener un día en paz, como quería él la noche anterior. Se reían los dos. Después se oyeron pasos, se apagó la luz, una puerta se cerró y yo puse Boccherini aunque la noche no era tan perfecta.

A la siguiente se gritaron de nuevo, pero en cuanto empezaron yo cerré las ventanas y me fui a leer al dormitorio. A la otra también, pero llovía a cántaros y casi no se oía lo que decían. Cuando la lluvia arreció y empezó a soplar viento, cerré las persianas y ya no se oyó nada más.

Hubo una tregua. Durante unos días no los oí. Había ruidos, los ruidos de una vida doméstica común, pasos, platos, televisión por suerte no demasiado estridente, puertas que se cierran, agua, todo eso que habla de vida cotidiana y no de círculos del infierno. Casi pensé que todo se había arreglado.

Pero no, no se había arreglado nada. En lo peor del mes de diciembre, cuando el aire pesa como toalla húmeda y no se puede ni respirar, cuando yo abría las ventanas tratando de que entrara un poco del fresco que no existía para este hemisferio, el camino del infierno empezó a descender de nuevo. Mierda, pensé, esto no puede seguir así, o se van ellos o me voy yo. Me consolé pensando que el dos de enero me iba de vacaciones.

Si no hubiera sido por esa perspectiva, esa noche voy, les toco el timbre y les digo de todo. De todo fue lo que se dijeron ellos. Ella, que lo odiaba, que no se explicaba por qué seguía viviendo con él, que él era un canalla, un traidor, un mujeriego, borracho, jugador, inútil y no me acuerdo qué otras lindezas. Él le dijo que si tanto lo odiaba y no se explicaba por qué vivía con él, pues que se fuera, que él no la había llamado ni le había pedido que se fuera a vivir con él, vamos, que se fuera de una vez.

Ella aulló. No gritó: aulló, y parece que el aullido había sido una especie de carcajada de desprecio porque al segundo nomás empezó esta vez sí a gritarle:

—¡Cómo que no me pediste! ¡De rodillas me pediste! ¡Me rogaste, me suplicaste que me fuera a vivir con vos y yo que soy una tonta te lo creí! ¡Te lo creí! ¡Te creí todo lo que me dijiste! Y hasta me fui a vivir con vos a esa pocilga inmunda.

—Bien contenta tenés que estar de haber ido a esa pocilga como vos decís. ¿O no te acordás de dónde venías cuando te encontré, eh? ¿Te acordás o no, eh? Mucho hacerte la fina pero bien de abajo que te levanté.

Ella volvió a aullar y yo me fui al dormitorio, cerré la puerta, me metí en la cama y traté de dormir. Cosa que no pude hacer porque tenía hambre. Hambre, eso tenía. No había podido hacerme un bocado de comer gracias a la pelea que habían montado esos chiflados en el departamento de al lado, pero no era yo quien se iba a levantar para ir hasta la cocina, cocinar algo, llevarlo al comedor y comer. ¿Comer con semejante batalla campal ahí al lado? Ni pensar. Finalmente me dormí.

Llegó el fin de año, lo pasé con amigos y el dos de enero me tomé unas vacaciones. Diez días, más no hubiera podido, con todo el trabajo que había. Pero me vinieron de perlas. Allá tan lejos las peleas de mis vecinos hasta me parecían divertidas. Y todavía me lo parecieron cuando los dos primeros días se volvieron a pelear como perro y gato. Me duraba el buen humor de los días de ocio.

Al tercero, cuando ya estaba trabajando como siempre y empezaba a sospechar de nuevo que estaba transitando el camino que va hacia abajo en ilustre compañía pero hacia abajo quisiera o no, un nuevo ingrediente se agregó a la función. Se reconciliaron.

Supongo que después de cada pelea se reconciliaban, pero por lo menos hasta entonces lo habían hecho en silencio o en el dormitorio, lejos de mis oídos. Esa vez fue en el living y no pude dejar de oír. Llegó un momento en el que pensé que eran preferibles los gritos y los insultos. Yo estaba ahí, como si hubiera echado raíces en el piso, y en vez de indignación y fastidio como cuando se peleaban, me dio asco.

Esas cosas se hacen en la intimidad, en la penumbra, en voz baja, lejos de los oídos del prójimo aunque claro, ellos no sabían que yo estaba del otro lado de la pared, en la puerta del balcón de al lado, escuchando. Se dijeron las cursis obviedades que se dicen las parejas cuando empiezan a juguetear, cuando los dedos recorren un cierre sin abrirlo todavía, cuando las bocas se juntan y se rechazan y vuelven a juntarse, cuando los labios arden, cuando de las mejillas el rubor baja a la entrepierna y jugos se destilan que quieren humedecer el cuerpo del otro, cuando los muslos se deslizan sobre las sábanas arrugadas y los brazos buscan cómo llenar ese vacío intolerable. Gemían y se reían y ella decía ay ay ay y él le preguntaba de quién es esa boquita. Parecía un chiste. Un chiste viejo y malo, contado por escolares en los baños del colegio para excitarse. Esos dos asquerosos habían conseguido excitarme. Por un momento, ¿de quién es esa mariposita? dijo él y yo ya me imaginaba a qué le llamaría mariposita y ella dijo tuya tuya tuya, por un momento pensé en mi soledad y casi me dije que era preferible tener una pareja de mierda con la que pelearse todas las noches a los gritos que no tener a nadie. Y entonces ella dijo:

—Me la hice tatuar por vos, por vos, ¿te acordás?, cuando vos la mirabas a la loca esa de la Dafne que tenía una flor colorada tatuada acá, ¿te acordás?

Él dijo algo así como pobrecita mía te dolió y ella dijo siiiiiii, muuuucho muuuuuchito pero lo hice por voooooos.

Una mariposita, qué horror. Me pregunté adónde se la habría hecho tatuar y por primera vez traté de imaginármela a ella y no pude y me di cuenta de que nunca la había visto. A él sí, pero a ella nunca. Pobre mina, pensé mientras todo estaba en silencio, pobre mina, hay que ver también, todo el día metida en la casa, cualquiera se vuelve loca, a mí si me pasa eso me ponen el chaleco y me llevan al manicomio sin escalas.

Ella gritó. Fue un grito de amor, no de batalla, y él dijo algo, jadeando. No aguanté más. Me fui al dormitorio, cerré la puerta, me desnudé, fui al baño y me di una ducha fría. Para cuando salí, con un toallón a modo de túnica, todo había terminado y ellos hacían planes.

—¿A Mar del Plata? —preguntó él.

—Adonde vos quieras, mi amor.

Me fui a dormir y di ciento y una vueltas en la cama sin poder pegar un ojo. A las dos de la mañana decidí que me mudaba. A las tres tenía el diario abierto sobre las rodillas y leía los avisos de departamentos en venta. A las cuatro tiré el diario y le presté atención a un dolor que me nacía en el centro del cuerpo y se derramaba por mis brazos y mis piernas como almíbar. No, no me iba a mudar: tenía que seguir ahí, oyéndolos gritarse y sintiendo esa mezcla de furia y fascinación y fiebre y repulsión y preguntándome por qué estaba yo de este lado y ellos del otro.

A las cinco logré dormirme.

Al otro día compré el diario camino al estudio y me prometí que revisaría atentamente las ofertas de departamentos. Cuando volví a casa no se oía nada. Comían en silencio. En buena armonía, me dije. No todo silencio es armonía: a la madrugada me despertaron los gritos. Me levanté y fui a escuchar. Ella decía otra vez que lo odiaba.

—No me importa —decía él casi con tranquilidad—. ¿Sabés una cosa? No me importa, no me importa nada de vos, ni si me odiás ni si dejás de odiarme. Por mí hacé lo que quieras. Vos no me importás nada. Sos una basura y siempre lo fuiste. Cuanto antes te vayas, mejor.

—¡No me voy a ir nada, no me voy a ir nada, no me voy a ir nadaaaaaa!

—Bueno, no te vayas, me da lo mismo, me voy yo.

Se oyó el ruido de una cachetada.

—Pero ¿vos estás loca? —dijo él—. A mí no me ponés la mano, encima, ¿estamos? Asquerosa de mierda.

—¡Me escupiste! —gritó ella—. ¡Me escupiste!

—No te merecés otra cosa —dijo él, tranquilo de nuevo.

Ella pegó uno de sus aullidos y se oyó un ruido como de cuerpo que caía. Uy, pensé, la empujó. Alguien corría. Una puerta. Otra corrida.

—¡Salí! ¡Dejá eso! —gritó él.

Ella seguía aullando y siguió aullando durante un tiempo que me pareció insoportablemente largo. Pero terminó por calmarse. Él no decía nada y ella empezó a llorar. Lloraba fuerte, con sollozos y quejidos, se callaba un poco y volvía a llorar. Se me ocurrió que se iban a reconciliar y que yo los iba a oír y que eso era más de lo que yo podía aguantar. Chau, dije, que hagan lo que quieran, que franeleen, que se revuelquen, que se tiren por el balcón si se les da la gana, y me fui a dormir y qué raro, me dormí enseguida y me desperté con el tiempo justo para tomar un café negro demasiado caliente, ducharme e irme al estudio.

No podía dejar de pensar en ellos. Trabajaba en lo mío, mal pero trabajaba, miraba a mi alrededor, veía lo mismo que veía todos los días, y no podía dejar de pensar en ellos. ¿Él le habría preguntado por la mariposita? Mientras yo dormía, ¿él la habría acariciado hasta que a ella se le había pasado? ¿Ella le habría dicho que la mariposita era de él y sólo de él?

—¿Qué te pasa? ¿Qué tenés? —me preguntó Gabriela.

—Nada —dije—, un poco de cansancio.

—Qué habrás andado haciendo en La Paloma vos —dijo Gabriela riéndose.

¿Qué me pasaba? Nada, un poco de cansancio. ¿Qué tenía? Nada, no tenía nada. Ellos se tenían, fuera como fuese, con peleas y odios y todo, pero se tenían. ¿Yo qué tenía? Compañeras de trabajo, amigos, Dvorak y Rameau. Nada, eso tenía: nada.

Cuando volví esa tarde, no se oía ni un suspiro. Sabía que estaban porque veía el reflejo de la luz del living en el balcón, pero no se oía nada. Ni ruido de platos, ni pasos, ni agua en la pileta. Puse música, despacito por si acaso, comí algo, leí y me fui a dormir.

Al día siguiente una de las psicoanalistas del primer piso vino a decirme  que a la vieja víbora la habían internado con no sé qué problema y que teníamos que buscar quien la reemplazara. Que si yo estaba de acuerdo en que ella, la psicoanalista, contratara provisoriamente a la señora que le hacía la limpieza a ella, hasta que a la vieja la dieran de alta. Le dije que sí, que cómo no, que claro, y que me avisara cuánto había que poner, gracias, de nada, hasta luego.

La señora que le hacía la limpieza a la psicoanalista resultó un tesoro. Discreta, silenciosa, limpia y prolija, una maravilla. Deseé que a la vieja la tuvieran internada durante un año por lo menos. En el departamento de al lado seguía habiendo silencio. A la noche había luz, pero otra vez y por suerte para mí, no se oía nada.

Al principio no me di cuenta. Sabía que algo olía mal, pero no sabía qué era. Pensé que me había dejado un resto de comida en algún rincón de la heladera y la revisé estante por estante. Tiré unas tajadas de jamón que me parecieron sospechosas y pasé un trapo húmedo con bicarbonato por toda la heladera. Al otro día el olor era insoportable y cuando tocaron el timbre pensé que era de nuevo la psicoanalista del primero pero no, era el contador de la planta baja. Si yo no creía que había que llamar a la policía.

—¿A la policía?

—Sí, fíjese que sus vecinos no contestan y hace tres días que la luz está prendida y este olor, francamente, creemos que algo grave ha pasado.

—Oh, por favor —dije—, no me va a decir que él la mató.

Pero cuando le vi la cara dejé de sonreír. Estaba serio el tipo, serio, preocupado, la frente fruncida y los ojos como amenazadores. Pensándolo bien, sí, era posible que la hubiera matado. El olor, aunque yo no me hubiera dado cuenta hasta ese momento, el olor era olor a muerto, no a jamón rancio en mi heladera ni en la heladera de nadie.

—Está bien —dije—, sí, llamen a la policía.

No fui al estudio. Llamé y dije que me sentía mal, cosa que no era del todo mentira.

Tocaron el timbre del departamento de al lado, llamaron a los gritos, golpearon, trataron de mirar para adentro desde mi balcón y al final echaron la puerta abajo. Como en las películas.

Como en las películas el contador se tapó la boca pero fue inútil, vomitó hasta el forro de las tripas ahí nomás en el palier. Como en las películas el cadáver del canoso estaba tirado en el living, hinchado, cubierto de moscas, el mango de una cuchilla de cocina saliéndole del pecho un poco a la izquierda. Yo también tenía ganas de vomitar pero me quedé mirándolo hasta que uno de los policías me dijo que me fuera, que ya me iban a llamar para interrogarme. Como en las películas.

Después me enteré: la mujer había desaparecido. Se había ido, presumiblemente llevando una valija porque su ropa no estaba. Los placares estaban abiertos, los cajones tirados y había perchas y cajas desparramadas por el suelo. No había zapatos ni carteras ni bijouterie ni cremas, polvos, sombras, perfumes, esmaltes de uñas, shampoo, ni nada. Se había ido. No había dejado nada de ella y nadie sabía siquiera cómo se llamaba porque el departamento estaba a nombre de él. Lo había matado y se había ido llevándose la ropa y los collares y los perfumes y las medias que él le había comprado; se había ido para siempre y yo ya nunca iba a saber cómo era. A menos que la agarraran.

Pero no la agarraron. La buscaron, salieron las noticias en los diarios, al principio en primera página, después en la seis, después en la veintitrés y después dejaron de salir.

—Che, ¿no lo habrás matado vos, no? —me preguntó Gabriela.

—No —dije.

La vieja víbora se murió. Sí, se murió. La habían internado para una operación de vesícula y tuvo no sé qué, una infección, peritonitis, septicemia, y se murió. Leonor, la señora que le hacía la limpieza a la psicoanalista, ocupó su lugar con mis beneplácitos. Nunca se metió conmigo ni me preguntó nada ni me hizo comentarios acerca de nada. Buenos días, buenos días, y eso era todo.

Era de noche y hacía un mes que la mujer lo había despachado al canoso cuando oí pasos en el palier. No me asusté y eso que era sábado y nadie tenía por qué estar en el edificio salvo yo que había recuperado la privacidad de mi vida. No me asusté y abrí la puerta. El palier estaba oscuro, así que alargué el brazo y apreté el botón de la luz.

Había un tipo junto a la puerta del departamento de al lado. No hacía nada, simplemente estaba ahí, parado, como esperando.

—No hay nadie —le dije.

Él me miró.

—Nadie —repetí.

Era alto y muy gordo. Muy blanco también. Alguna vez había sido rubio, pero ahora le quedaba una corona de pelos entre blancos y amarillentos alrededor de la calva brillante. Tenía una nariz respingada y una boca dócil y ojos claros. Estaba vestido con un pantalón gris y una remera azul desteñida y mocasines sin medias. El cinturón que le sostenía los pantalones quedaba muy abajo, como soportando ese vientre acuoso, expresivo, proa insolente cuando levantaba la cabeza. La carne blanca y fofa le asomaba por el borde del escote de la remera y se le desparramaba por encima del cinturón cada vez que se movía. Esa carne debía ser suave, suave y lampiña y rosada, blanda si alguien la apretaba, como la de los muñecos chillones, celuloide sonriente, goma hueca, una pesa de plomo en la panza que los hace ponerse de pie inesperadamente cuando alguien los echa a rodar.

—Ya sé —dijo—, ya sé que no hay nadie.

La voz se le arrastraba, baja y casi murmurante, caricatura de una caricatura, forzando un timbre desacostumbrado, tratando de mantenerla allí, obediente. Se me cerró la garganta.

—Andáte —le dije—, andáte de una vez.

—No —dijo él—, no me eches, no tengo adónde ir.

Hizo un movimiento como para separarse de la puerta y la remera se le deslizó hacia un costado. La mariposa roja y azul estaba tatuada en el brazo, un poco por debajo del hombro. Cuando él se movía, la mariposa se movía; cuando estaba quieto, la mariposa se quedaba quieta.

—Aquí no podés quedarte —le dije.

—No tengo adónde ir —repitió.

—No, claro, me imagino que no.

—Vendí todo lo que tenía —dijo.

Pensé en las noches de Boccherini, en el reflejo de la luz del comedor de al lado en mi balcón, en los pasos que resonaban tan cerca pero no en los pisos de mi departamento, en mi dormitorio con la puerta cerrada contra todo lo que pudiera venir de afuera a herirme los oídos. Pensé, sobre todo, en el invierno que vendría. Me reí: qué diría Gabriela, qué dirían los psicoanalistas del primer piso. Abrí del todo mi puerta.

—Entrá —le dije.

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