lunes, 4 de diciembre de 2023

LA CABEZA DE MI PADRE de Alberto LAISECA

Este cuento es la versión libre de un hecho real ocurrido en España en 1994.

Interior de un manicomio, en su enorme sala.

Vemos a un hombre sentado sobre un banquito. Entre sus manos un pequeño palo con hilo en la punta; en el extremo del cordel ha atado un papelito que hace de carnada. El loco cree estar pescando en aguas ilusorias. Cada tanto hace como que saca un enorme ejemplar. Dice:

“Por aquí pasan las aguas del Ebro. Los peces están muy hambrientos. Un pedazo de papel basta para atraparlos. Ellos pican ¡Pican!”.

Cerca del interno hay otro paciente. Pega manotazos intentando poner a raya a invisibles presencias:

“¡Dejen de molestarme, ángeles! ¡Basta! ¡Molesten a otro! ¡Ellos han pecado más que yo!”. (Y señala al resto de los enfermos).

Un alienado le dice a alguien al tiempo que señala a un catatónico que tiene los brazos levantados:

 “Mire: mire a ese pobre infeliz. Ese sí que está loco. Cree ser Superman. Levanta los brazos porque está convencido de que vuela. No se va a ir nunca de aquí. Mi caso es distinto. No soy loco. Me han internado por un error de la justicia y debido a la conspiración de mis enemigos. Ha de saber usted que yo soy el conde de Andalucía. Allí en la Sierra Morena descubrí una fabulosa mina de oro. Me han encerrado aquí para despojarme de mis riquezas”.

Su interlocutor le comenta: “Yo en cambio sí tengo una enfermedad mental, pero no por mi culpa. Fue inducida mediante aparatos. Me raptaron los extraterrestres para estudiarme. Pero, por desgracia, tales estudios mento fisiológicos fueron tan severos que me volví loco y por eso estoy aquí”.

Otro chiflado que camina sin cesar por un pasillo:

“La culpa de todo la tienen las mujeres. Mi esposa me hizo comer carne de brujaña para reventarme. A esta carne altamente maléfica la preparó de acuerdo a las horas y días de los planetas. Fue para quedarse con la carnicería y el mercadito y porque ya le había echado el ojo a otro tío. ¡Brujaña!,¡brujaña!, ¡carne de brujaña!”.

 Otro:

“No me moleste, enfermero, porque en este momento me encuentro en comunicación con mi difunta madre. ¿Cómo dices, madre? Ah, sí. Eso es cierto. Afuera bebo mucho y pienso en horribilidades. Seguiré tus consejos, mamá. Seguiré tus consejos”.

Otro:

“Yo soy el culpable de todo. Dos años atrás iba caminando por una de las calles de mi pueblo y encontré tirado un medallón con botón. Siempre he sido un metido y un gilipollas. ¿Puedes tú, puedes tú creerme que fui lo bastante infeliz como para levantar el medallón y apretar su botón? Pues sí. Eso hice. Más me hubiera valido no haber nacido, porque en el acto el Gran Satán quedó libre de su prisión mágica y ahora anda ‘desaforao’ y haciendo de las suyas. Por mi culpa el maremoto mató a doscientas ochenta mil personas en el sudeste asiático. Yo lo liberté. ¡Crucifíquenme! ¡Me lo merezco!”.

La cámara se acerca a otro interno. Está sentado sobre un banquito y muestra actitud relajada, escuchamos su voz en off: “Yo no sé por qué estoy aquí ni quién es toda esta gente. No pertenezco a este lugar. Para nada. El personal directivo está vestido de blanco. Nosotros llevamos uniformes grises. Sé que esto es un manicomio. Lo que no comprendo es por qué estoy aquí. No estoy loco. No sé por qué hice lo que hice, pero eso no quiere decir que esté loco. Yo lo quería mucho a mi padre. Todavía lo quiero. Él era muy bueno conmigo. Me daba consejos. A todo lo hizo por mi bien. Lástima que yo nunca supe cómo cumplirle.

“Cuando ocurrió el incidente yo tenía veinte años. Ahora hace diez que estoy aquí. Pero éste no es mi lugar. No estoy loco. ¿Por qué hice lo que hice? No lo sé. Son los misterios del alma humana. La cabeza de mi padre. Yo le puse una corona de espinas. Le di grandeza. Cuando le puse la corona sentí una gran explosión de felicidad. También alivio y odio. No sé por qué.

“Vivíamos juntos y solos desde que murió mamá. Él me daba consejos.

Buenos consejos:

“Oye, inútil: ya es hora de que estudies o trabajes. Que no puedes seguir viviendo a costillas de tu padre toda la vida.

“Que te la pasas encerrado en casa. No sales ni a la puerta. Otros chavales corretean tras las chavalas. Pero no tú. ¿No me habrás salido sarasa, verdad?

“Pero papá se equivocaba. No soy sarasa. Siempre me gustaron las chavalas. Siempre tuve fantasías con ellas. Es sólo que no me animo a abordarlas. No sé qué decirles. Les tengo miedo. ¿Ustedes no se sienten inseguros? ¿No? Yo sí. Toda la vida. ¿Ustedes creen que yo lo odiaba a mi padre? Pero si él es mi ídolo. Siempre estuvo seguro de todo. Siempre me marcó el camino. Hasta en los menores detalles. Sólo que mientras más me decía yo menos hacía. Creo que soy malo por naturaleza. Sin mi padre estoy perdido. Yo siempre lo vi a él como a un gigante de cinco metros de alto. Genio, sabio, decidido. Él siempre sabía todo. Yo nunca supe. Soy una pieza fallada. Un infeliz. Hacía bien en decírmelo:

“Pues oye: tú ya estás reducido a tu mínima expresión. Tienes el alma casi por el piso. Un poco más que bajes y desapareces”.

“Papá tenía razón, claro. Siempre tuvo razón. ¿Pero qué hacer para cambiar? ¿Saben qué me hubiera gustado? Ser como todos. Pero me tocó ser el último orejón del tarro, la última papa de la bolsa. Es horrible. Horrible. Las mujeres están ahí. Uno tiene la impresión de que basta estirar la mano para cogerlas. Pero no es así. Para que ellas follen contigo primero debes conmoverlas. ¿Y cómo podría conmoverlas yo que soy un yeso? Armadito. Duro. Siempre mirándolas con ojos de huevo frito, como un infeliz. Tenía razón papá. Si hay algo que siempre le envidié es su seguridad en sí mismo.

¿Ya lo dije? Él siempre supo todo. Todo.

“¿Qué esperas para buscarte una chavala y dejarla gruesa? Así me darías un nieto. Ya tienes veinte años. Eres grande. Pero no sé pa’ qué te digo todo esto si tú eres sarasa.

“Yo quería decirte: Pero papá: no soy sarasa. Ocurre que me siento inseguro. A las mujeres las veo de cinco metros de alto. Son tan grandotas como tú. Nunca me moví de esta casa. No sé ni saludarías. Les tengo miedo.

“Por otra parte está el tema de la maldita actividad. Papá siempre fue muy activo. Pura energía. Era insoportable verlo. Pero pasaba que mientras más cosas hacía él menos hacía yo. Él me lo reprochaba:

“Haragán, haragán. Aparte de sarasa eres haragán.

“Pero yo no era sarasa. Haragán sí, pero sólo con él. No a escondidas. Después explico. Parecía como que al verlo tan activo a mí me daba por el contraste. ¿Sería lo mío una resistencia pasiva? ¿Pero resistirme a hacer cosas por qué? Si papá me marcaba el camino. Siempre fue bueno. Por eso es que creo que yo soy malo de nacimiento. Soy un misterio para mí mismo. Un misterio muy aburrido, pero misterio al fin.

“Los platos sin lavar. Él cocinaba. Siempre fue buen cocinero. Yo, por contraste, no sé hacer ni un huevo frito. Cuando era chico quería aprender pero papá se reía de mí:

“Tú no me sirves para aprender. Para cocinar hay que ser un artista. Se lleva en la sangre. Tú mejor ve y lava los cacharros.

 “Al principio yo lavaba todo, incluso los platos, después de comer. Pero a poco me desgané. Ahora papá tenía que ordenarme que lavara. Y más luego ni por ésas. Él se enojaba conmigo. Decía que por mi haraganería iba a terminar mal, y ya ven que tenía razón. Papá siempre tenía razón. Era perfecto. Yo no fui capaz de seguir sus buenos consejos porque soy malo de nacimiento. Como si quisiera resistirme y molestarlo. No sé por qué soy tan malo y perverso.

“Pero eso sí: soy buen carpintero. Siempre hice cosas con las manos. Viéndome fabricar juguetes, asientos, mesitas (y tan perfectos), papá se enojaba mucho conmigo:

“Ya que eres tan bueno para hacer pamplinas ¿por qué no te empleas en una carpintería? Así traerías un poco de dinero a casa. Pero no; a ti ni se te ocurre. Eres dado al vicio de la haraganería y la pamplina.

“Tenía razón, como siempre. Pero aquí pasó algo raro. Es de esas cosas que me pasan cuando me reprochan o dan consejos. Pienso y me río, porque en realidad yo ya había decidido emplearme en una carpintería. Pero bastó que papá me lo dijera para que se me fuesen las ganas. No sé por qué soy así.

“Y fue ahí donde por primera vez se me ocurrió la idea de la ballesta.

“La vi en una armería y ya no pude pensar en otra cosa. Cuando se me ocurre algo no tengo manera de sacármelo de la cabeza. Le pedí al armero que me la mostrase y enseguida entendí el mecanismo. La ballesta fue el terror de la Edad Media. Arrojaba flechas con más precisión y fuerza que un arco. Era lo más parecido a un fusil, en una época donde todavía no se había inventado la pólvora.

“Ya les dije que soy muy buen carpintero. Al principio me equivocaba y me salía una porquería, pero por fin lo conseguí. Empecé a probarla en el patio. A diez metros no erraba tiro.

“A las puntas de las flechas las hice de plomo. Las fundí de acuerdo a las horas y días de los planetas. A los datos los saqué de un libro de magia. Era como un ritual, pero no sé por qué hice eso.

“Papá nunca supo que yo la había fabricado. Se hubiera sentido orgulloso al ver que yo era capaz de hacer algo tan bueno y tan difícil. Pero ahora que lo pienso no habría servido de nada. Me habría dicho, igual que otras veces: ‘Siempre haciendo estupideces que no sirven para un comino. ¿Qué esperas para meterte en una carpintería?’.

“No había manera de que valorase algo mío.

“Después de almorzar tomé la costumbre de irme a mi cuarto, con una excusa cualquiera, y volver en puntas de pie con la ballesta cargada. Papá, como siempre, estaba levantando la mesa y poniendo platos y cubiertos en el fregadero. Yo siempre lavaba los platos, pero no ahí mismo y después de almorzar, sino luego, cuando me diese gana. Eso ponía muy loco a papá, cosa que me hacía reír, pues él era de los que nada dejan para después. Lo sorprendía refunfuñando:

“Qué diría él si yo preparase la comida cuando se me antoja. Porque comer sí le gusta. Si yo me demorase a propósito ahí se iban a oír los gritos pidiendo auxilio. Pues que lo iban a escuchar desde la China.

“Entonces yo, viéndolo ocupado, distraído y furioso, le apuntaba a la cabeza con mi ballesta. No tenía intención de tirarle, por supuesto, pero sentía una enorme excitación. ¿Pues cómo le iba a tirar a mi padre? Él siempre fue tan bueno conmigo. Me daba tantos consejos. Lástima que yo no podía seguir ni uno.

“A pesar de todo hubo un mediodía fatal donde la verdad no sé qué pasó. Hasta hoy no me lo explico. Todo fue como siempre. Nada distinto. Papá me daba más y mejores consejos que nunca. Se empecinó en hablarme de la Dolores, una chavala muy buena, tía como la que más. Una de las tantas chavalas a las que a mí me hubiera ‘gustao’ acercármele y nunca supe cómo. Yo sé que a las mujeres hay que conmoverías, ¿pero eso cómo se hace?

“Y justo ahí a papá se le ocurrió decirme: ‘La Dolores a ti te mira mucho. ¿Qué esperas para apretarla? ¿O yo debo ir y follarla por ti? Pero no sé pa qué te digo esto si contigo es inútil. Siempre serás el mismo sarasa y nunca me darás un nieto’.

“Ahí se me hizo un nudo en el estómago y no pude seguir comiendo. Dije que no tenía más hambre y me fui a mi cuarto. Volví con mi ballesta. Y aquí sí que, por más que lo he ‘pensao’ todos estos años, nunca supe por qué pasó lo que pasó…

“Papá, muy enojado y obsesivo como siempre, estaba metiendo los platos en el fregadero. Como otras veces le apunté a la cabeza pero esta vez disparé. A la primera flecha se la clavé en la nuca y cayó al suelo sin un grito, víctima de convulsiones. Yo no podía creer que a un hombre como él, tan grande que parecía de cinco metros de alto, lo pudiese una simple flecha. Ahora por fin comprendo que yo creí que papá no iba a morir nunca. Sin embargo la punta de plomo de la flecha le entró como una bala.

“Me acerqué a su cuerpo y vi que aún vivía. Sentí lástima por él, de modo que para que dejase de sufrir le pegué otros cuatro flechazos, todos en la cabeza. Con el primer tiro, el de la nuca, sentí una explosión de alegría y furia. Los desafío a ustedes a que puedan entenderlo. Pero los otros cuatro tiros no, que fueron por lástima.

“Luego que terminé la faena me di cuenta de que algo no estaba bien. Fui hasta mi cuarto y traje una almohada. Saqué la flecha de la nuca, que era la que trajo todo el incordio, y acosté a papá en el piso, boca arriba. A las otras cuatro flechas no se las saqué. Parecían formar una corona de espinas. Y es lo justo, porque para un padre, tener un hijo como yo, es una verdadera cruz.

“Papá parecía estar muy bien ahora. Por eso me extrañó lo que me preguntó la policía: que por qué había hecho eso de ponerlo a reposar sobre la almohada. Pues pa que esté más cómodo, más confortable.

“No sé por qué hice lo que hice, pero tampoco sé por qué desde hace diez años estoy en este lugar. Yo no estoy loco. Siempre admiré la cabeza de mi padre. La cabeza de un rey. La cabeza de un dios”.


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