viernes, 27 de octubre de 2023

EL RETRATO MAL HECHO de Silvina OCAMPO

A los chicos les debía de gustar sentarse sobre las amplias faldas de Eponina porque tenía vestidos como sillones de brazos redondos. Pero Eponina, encerrada en las aguas negras de su vestido de moiré, era lejana y misteriosa; una mitad del rostro se le había borrado pero conservaba movimientos sobrios de estatua en miniatura. Raras veces los chicos se le habían sentado sobre las faldas, por culpa de la desaparición de las rodillas y de los brazos que con frecuencia involuntaria dejaba caer.

Detestaba los chicos, había detestado a sus hijos uno por uno a medida que iban naciendo, como ladrones de su adolescencia que nadie lleva presos, a no ser los brazos que los hacen dormir. Los brazos de Ana, la sirvienta, eran como cunas para sus hijos traviesos.

La vida era un larguísimo cansancio de descansar demasiado; la vida era muchas señoras que conversan sin oírse en las salas de las casas donde de tarde en tarde se espera una fiesta como un alivio. Y así, a fuerza de vivir en postura de retrato mal hecho, la impaciencia de Eponina se volvió paciente y comprimida, e idéntica a las rosas de papel que crecen debajo de los fanales.

La mucama la distraía con sus cantos por la mañana, cuando arreglaba los dormitorios. Ana tenía los ojos estirados y dormidos sobre un cuerpo muy despierto, y mantenía una inmovilidad extática de rueditas dentro de su actividad. Era incansablemente la primera que se levantaba y la última que se acostaba. Era ella quien repartía por toda la casa los desayunos y la ropa limpia, la que distribuía las compotas, la que hacía y deshacía las camas, la que servía la mesa.

Fue el 5 de abril de 1890, a la hora del almuerzo; los chicos jugaban en el fondo del jardín; Eponina leía en La Moda Elegante: “Se borda esta tira sobre pana de color bronce obscuro” o bien: “Traje de visita para señora joven, vestido verde mirto”, o bien: “punto de cadeneta, punto de espiga, punto anudado, punto lanzado y pasado”. Los chicos gritaban en el fondo del jardín. Eponina seguía leyendo: “Las hojas se hacen con seda color de aceituna” o bien: “los enrejados son de color de rosa y azules”, o bien: “la flor grande es de color encarnado”, o bien: “las venas y los tallos color albaricoque”.

Ana no llegaba para servir la mesa; toda la familia, compuesta de tías, maridos, primas en abundancia, la buscaba por todos los rincones de la casa. No quedaba más que el altillo por explorar. Eponina dejó el periódico sobre la mesa, no sabía lo que quería decir albaricoque: “Las venas y los tallos color albaricoque”. Subió al altillo y empujó la puerta hasta que cayó el mueble que la atrancaba. Un vuelo de murciélagos ciegos envolvía el techo roto. Entre un amontonamiento de sillas desvencijadas y palanganas viejas, Ana estaba con la cintura suelta de náufraga, sentada sobre el baúl; su delantal, siempre limpio, ahora estaba manchado de sangre. Eponina le tomó la mano, la levantó. Ana, indicando el baúl, contestó al silencio: “Lo he matado”.

Eponina abrió el baúl y vio a su hijo muerto, al que más había ambicionado subir sobre sus faldas: ahora estaba dormido sobre el pecho de uno de sus vestidos más viejos, en busca de su corazón.

La familia enmudecida de horror en el umbral de la puerta, se desgarraba con gritos intermitentes clamando por la policía. Habían oído todo, habían visto todo; los que no se desmayaban, estaban arrebatados de odio y de horror.

Eponina se abrazó largamente a Ana con un gesto inusitado de ternura. Los labios de Eponina se movían en una lenta ebullición: “Niño de cuatro años vestido de raso de algodón color encarnado. Esclavina cubierta de un plegado que figura como olas ribeteadas con un encaje blanco. Las venas y los tallos son de color marrón dorados, verde mirto o carmín”.

martes, 25 de julio de 2023

VIDAS PRIVADAS de Angélica GORODISCHER

 —¿Ya vio a sus nuevos vecinos? —me preguntó.

—No —dije, esperaba que con la suficiente brusquedad como para desalentar el diálogo.

Vieja víbora. Cada vez que me veía intentaba iniciar una conversación.

Hasta me parece que vigilaba mis horas de salida para acercarse a decirme algo. No las de llegada por suerte, porque vuelvo tarde del estudio y a esa hora ella ya había hecho la limpieza de los paliers, la escalera y el hall de entrada y se había ido.

Fue lo único que no me gustó del edificio. Todo lo demás es perfecto y lo supe en cuanto lo vi. Es un art déco muy gris, muy blanco y negro de los años treinta. A los lados de la puerta hay dos locales, una papelería y la oficina de un contador. En el primer piso, uno de los departamentos está alquilado por tres psicólogos y el otro por dos abogados. Todos tienen horas de consulta a la tarde cuando yo no estoy y se van cuando yo llego. Apenas si veo a alguien muy de tarde en tarde, buenas noches, buenas noches, qué frío, o qué calor hace, sí es cierto, qué barbaridad, adiós.

Segundo piso, dos departamentos, el mío y otro igual al mío, pero desocupado. No tardé ni diez minutos en decirle al de la inmobiliaria que sí, que lo compraba. Cómo habrá sido que me sugirió que diera otra recorrida y volviera a mirarlo bien, sanitarios, pisos, zócalos, esas cosas. No me acuerdo si le hice caso o no: ya lo había decidido.

Me mudé tres semanas después, cuando entregué el departamento en el que había estado viviendo y cuando terminaron de pintar y hacer algunos arreglos en el nuevo. Y ahí me encontré con la vieja víbora que intentaba saber quién era yo, cómo me llamaba, de qué me ocupaba, con quién vivía, qué edad tenía, en dónde trabajaba, cuánto ganaba, si tenía auto y todo otro dato para compartir, supongo, con alguna congénere bífida del barrio. Nunca le di el gusto y terminé por acostumbrarme a desairarla. Tengo que reconocer que no se desanimaba así nomás, pero llegó un momento en el que dejó de molestarme y nos limitamos a los buenos días.

Hacía más de dos años que vivía ahí cuando se ocupó el otro departamento, el del segundo piso al lado del mío. Confieso que ni me enteré de que tenía vecinos hasta que no vi el reflejo de la luz del comedor. Supuse que era el comedor porque los dos departamentos son idénticos sólo que al revés, como suele suceder. También confieso que sentí cierto desánimo. Había sido una casa sosegada, silenciosa, tranquila a más no poder. Cuando yo salía para el estudio la papelería estaba cerrada y el escritorio del contador también. En el primer piso no había nadie, y la vieja víbora solía estar barriendo la vereda. Cuando yo volvía la papelería estaba abierta, cosa que me venía muy bien por si necesitaba algo, el escritorio del contador a veces también, pero por poco rato, y en el primer piso ya no quedaba gente. Y la vieja, Dios sea loado, se había ido hacía mucho. Los fines de semana el edificio era todo mío, cosa que no me inquietaba en absoluto, al contrario. Podía poner música, ver alguna película por televisión, escuchar la radio, y hasta podía dedicarme a cosas más extravagantes como cantar, hacer tap dance, organizar fiestas negras, deslizarme en patineta por el living, romper los platos contra las paredes, levantar pesas, saltar a la cuerda. Por supuesto que nunca hice esas cosas extravagantes, pero podría haberlas hecho.

Pensé en todo lo que podría haber hecho y no hice y ya no haría porque tenía vecinos a quienes considerar, cuando supe que había alguien en el departamento de al lado. Y como suele sucederle a la gente y más a una persona como yo que ama la privacidad, empecé a prestar atención a los ruidos.

En primer lugar, era raro que se oyeran ruidos de manera que tenía que acostumbrarme; y en segundo lugar, no sé si para eso, para acostumbrarme, o por pura curiosidad, quería saber a qué obedecían los ruidos, si eran voces, pasos, cacerolas en la cocina, libros en el living, llantos, risas, patadas, o qué. En otras palabras, qué era lo que pasaba al lado. Se me ocurrió, cómo no se me iba a ocurrir, que habría un ocupante o una ocupante que guardara su intimidad como yo guardaba la mía, celosamente; al precio de la soledad, sí, pero sin dar lugar a la invasión de los demás. Durante unos días pareció como si los ruidos de al lado me dieran la razón. Pero después dos cosas: la vieja que me habló de “sus vecinos” una mañana, y yo que la noche anterior había oído voces por primera vez. Entonces, claro, había en el departamento más de una persona.

Supuse que me encontraría con alguien en el palier o en la escalera alguna vez y así fue. Tardó, el encuentro, digo, pero una tarde de invierno alguien me precedió en la escalera y al llegar al palier hubo un buenas noches.

—Buenas noches —contesté mientras él y yo poníamos la llave en la cerradura de cada departamento.

Era un tipo canoso, de sobretodo oscuro, que llevaba los guantes en la mano izquierda, cosa que no me extrañó porque hacía un frío húmedo y desagradable. Fue todo lo que pude ver. Y lo que pude oír fue que tenía una voz gruesa, bien modulada. Actor, pensé. No, locutor. También pensé: dentro de poco me voy a parecer a la vieja víbora, tratando de averiguar cosas de la gente. Cerré la puerta y me olvidé del asunto. Hacía frío, como dije, las ventanas estaban cerradas, vidrios y persianas porque anochecía temprano, y no se veían reflejos de luz ni se oían ruidos ni voces. Además, yo tenía mucho que hacer, qué me iba a andar ocupando de los vecinos.

Un par de veces más me encontré con el canoso, buenas noches, parece que el tiempo va a mejorar, y bueno es la época, claro, buenas noches.

La época, eso justamente fue lo que me jugó la mala pasada. Yo me iba olvidando de que tenía vecinos, sólo que llegó la primavera y abrí las ventanas y ellos también las abrieron.

Casi no me acuerdo de mi lectura escolar de La Divina Comedia pero creo que al infierno se va entrando de a poco. Quiero decir que la cosa es desde el principio muy trágica pero que se va poniendo peor a medida que el camino serpentea hacia abajo. Así fue.

—¡Estúpida! —le reconocí la voz: ése era el canoso—. ¡Sos una estúpida, mirá lo que hiciste!

La respuesta fue un gimoteo con algunas palabras que no se distinguían bien. Después hubo un silencio. La noche era estupenda, una verdadera noche de primavera, ideal para un poco de música, música festiva, alegre, como de campanillas o castañuelas o panderetas. Estaba pensando qué disco poner cuando la mujer de al lado le gritó al canoso:

—¿Ves cómo sos? Esta vez vos tenés la culpa.

Todo lo de agradable, profundo, atractivo que tenía la voz del canoso, lo tenía la voz de la mujer de chirriante, sosa, aguda, metálica. Una voz de cotorra, de caricatura, de chusma de conventillo: una voz que salía de la garganta, que no sabía de respiración ni de diafragma ni de resonancia.

—Calláte, ¿querés? —dijo él.

La mujer se calló y no hubo nada más por esa noche, salvo ruido de platos, de agua en la pileta, pasos, esas cosas normales, hasta que se apagaron las luces. Pero yo no puse música, ni Boccherini ni Telemann, ni nada. Me fui a dormir pensando Dios mío, si esto sigue así voy a tener que cerrar las ventanas, no voy a poder salir jamás al balcón, no voy a poder usar ya nunca más el living o el comedor, por lo menos no en primavera ni en verano; me voy a tener que encerrar en el dormitorio o en la cocina hasta que llegue el invierno otra vez.

No siguió así, no: se puso peor. A la noche siguiente ella le reprochaba algo a él cuando yo llegué. Abrí la puerta y oí los gritos. Casi la vuelvo a cerrar y me voy a la calle otra vez, pero no: todo lo que yo quería era estar en mi casa después de un día que había resultado bastante pesado. Entré y cerré detrás de mí. Los vecinos estaban en plena función.

—¡Y no me digas que no lo hiciste a propósito! —gritaba la mujer—. ¡Yo

te conozco, te conozco muy bien, lo hiciste para hacerme rabiar y encima te reías! ¡Sos un desgraciado, eso sos, pero cuidáte, ¿eh?, cuidáte porque uno de estos días hago la valija y me voy, ya vas a ver, y me va a gustar saber qué vas a hacer sin mí!

—¡Terminála! —interrumpió él—. Terminála, hacé el favor. Cuándo vamos a tener un día en paz, me querés decir.

—Sí, claro, terminála —chilló ella—, para vos sí que es fácil, total, te vas a la calle y yo me quedo aquí como una idiota deslomándome por vos. ¿Y vos qué hacés, eh? Decíme ¿qué hacés?

—Trabajar, qué querés que haga —dijo él cuando pudo.

Pero eso no era lo que ella quería. Ella quería seguir peleando:

—Sé, trabajar. Trabajar es lo que vos decís pero uno de estos días te sigo y voy a ver en qué andás metido.

Él se puso sarcástico:

—Eso, andá, seguíme, ya vas a ver la vida loca que llevo entre farras y champán, tirando manteca al techo, pero por favor, las cosas que tengo que oír. ¿De dónde te creés que sale la plata para comprarte vestidos y perfumes y chafalonías, de dónde? De mi trabajo sale, de ahí.

Ella lloraba:

—Sos un desalmado —dijo.

—Má sí —dijo él.

Y ahí terminó todo por esa noche. A la otra el camino que serpentea hasta el último círculo pareció haber llegado a una meseta.

Abrí la puerta con mucho cuidado, como si pudieran verme u oírme, y entré despacito. No se oía nada. Aleluya, pensé, no están. Pero estaban: se veía el reflejo de la luz en el balcón. Y sin embargo había un bendito silencio, nadie peleaba, nadie gritaba, nadie lloraba.

Como al rato él se rió.

—Andá —dijo ella—, no seas malo.

Pero no se peleaban: parecía que por fin iban a tener un día en paz, como quería él la noche anterior. Se reían los dos. Después se oyeron pasos, se apagó la luz, una puerta se cerró y yo puse Boccherini aunque la noche no era tan perfecta.

A la siguiente se gritaron de nuevo, pero en cuanto empezaron yo cerré las ventanas y me fui a leer al dormitorio. A la otra también, pero llovía a cántaros y casi no se oía lo que decían. Cuando la lluvia arreció y empezó a soplar viento, cerré las persianas y ya no se oyó nada más.

Hubo una tregua. Durante unos días no los oí. Había ruidos, los ruidos de una vida doméstica común, pasos, platos, televisión por suerte no demasiado estridente, puertas que se cierran, agua, todo eso que habla de vida cotidiana y no de círculos del infierno. Casi pensé que todo se había arreglado.

Pero no, no se había arreglado nada. En lo peor del mes de diciembre, cuando el aire pesa como toalla húmeda y no se puede ni respirar, cuando yo abría las ventanas tratando de que entrara un poco del fresco que no existía para este hemisferio, el camino del infierno empezó a descender de nuevo. Mierda, pensé, esto no puede seguir así, o se van ellos o me voy yo. Me consolé pensando que el dos de enero me iba de vacaciones.

Si no hubiera sido por esa perspectiva, esa noche voy, les toco el timbre y les digo de todo. De todo fue lo que se dijeron ellos. Ella, que lo odiaba, que no se explicaba por qué seguía viviendo con él, que él era un canalla, un traidor, un mujeriego, borracho, jugador, inútil y no me acuerdo qué otras lindezas. Él le dijo que si tanto lo odiaba y no se explicaba por qué vivía con él, pues que se fuera, que él no la había llamado ni le había pedido que se fuera a vivir con él, vamos, que se fuera de una vez.

Ella aulló. No gritó: aulló, y parece que el aullido había sido una especie de carcajada de desprecio porque al segundo nomás empezó esta vez sí a gritarle:

—¡Cómo que no me pediste! ¡De rodillas me pediste! ¡Me rogaste, me suplicaste que me fuera a vivir con vos y yo que soy una tonta te lo creí! ¡Te lo creí! ¡Te creí todo lo que me dijiste! Y hasta me fui a vivir con vos a esa pocilga inmunda.

—Bien contenta tenés que estar de haber ido a esa pocilga como vos decís. ¿O no te acordás de dónde venías cuando te encontré, eh? ¿Te acordás o no, eh? Mucho hacerte la fina pero bien de abajo que te levanté.

Ella volvió a aullar y yo me fui al dormitorio, cerré la puerta, me metí en la cama y traté de dormir. Cosa que no pude hacer porque tenía hambre. Hambre, eso tenía. No había podido hacerme un bocado de comer gracias a la pelea que habían montado esos chiflados en el departamento de al lado, pero no era yo quien se iba a levantar para ir hasta la cocina, cocinar algo, llevarlo al comedor y comer. ¿Comer con semejante batalla campal ahí al lado? Ni pensar. Finalmente me dormí.

Llegó el fin de año, lo pasé con amigos y el dos de enero me tomé unas vacaciones. Diez días, más no hubiera podido, con todo el trabajo que había. Pero me vinieron de perlas. Allá tan lejos las peleas de mis vecinos hasta me parecían divertidas. Y todavía me lo parecieron cuando los dos primeros días se volvieron a pelear como perro y gato. Me duraba el buen humor de los días de ocio.

Al tercero, cuando ya estaba trabajando como siempre y empezaba a sospechar de nuevo que estaba transitando el camino que va hacia abajo en ilustre compañía pero hacia abajo quisiera o no, un nuevo ingrediente se agregó a la función. Se reconciliaron.

Supongo que después de cada pelea se reconciliaban, pero por lo menos hasta entonces lo habían hecho en silencio o en el dormitorio, lejos de mis oídos. Esa vez fue en el living y no pude dejar de oír. Llegó un momento en el que pensé que eran preferibles los gritos y los insultos. Yo estaba ahí, como si hubiera echado raíces en el piso, y en vez de indignación y fastidio como cuando se peleaban, me dio asco.

Esas cosas se hacen en la intimidad, en la penumbra, en voz baja, lejos de los oídos del prójimo aunque claro, ellos no sabían que yo estaba del otro lado de la pared, en la puerta del balcón de al lado, escuchando. Se dijeron las cursis obviedades que se dicen las parejas cuando empiezan a juguetear, cuando los dedos recorren un cierre sin abrirlo todavía, cuando las bocas se juntan y se rechazan y vuelven a juntarse, cuando los labios arden, cuando de las mejillas el rubor baja a la entrepierna y jugos se destilan que quieren humedecer el cuerpo del otro, cuando los muslos se deslizan sobre las sábanas arrugadas y los brazos buscan cómo llenar ese vacío intolerable. Gemían y se reían y ella decía ay ay ay y él le preguntaba de quién es esa boquita. Parecía un chiste. Un chiste viejo y malo, contado por escolares en los baños del colegio para excitarse. Esos dos asquerosos habían conseguido excitarme. Por un momento, ¿de quién es esa mariposita? dijo él y yo ya me imaginaba a qué le llamaría mariposita y ella dijo tuya tuya tuya, por un momento pensé en mi soledad y casi me dije que era preferible tener una pareja de mierda con la que pelearse todas las noches a los gritos que no tener a nadie. Y entonces ella dijo:

—Me la hice tatuar por vos, por vos, ¿te acordás?, cuando vos la mirabas a la loca esa de la Dafne que tenía una flor colorada tatuada acá, ¿te acordás?

Él dijo algo así como pobrecita mía te dolió y ella dijo siiiiiii, muuuucho muuuuuchito pero lo hice por voooooos.

Una mariposita, qué horror. Me pregunté adónde se la habría hecho tatuar y por primera vez traté de imaginármela a ella y no pude y me di cuenta de que nunca la había visto. A él sí, pero a ella nunca. Pobre mina, pensé mientras todo estaba en silencio, pobre mina, hay que ver también, todo el día metida en la casa, cualquiera se vuelve loca, a mí si me pasa eso me ponen el chaleco y me llevan al manicomio sin escalas.

Ella gritó. Fue un grito de amor, no de batalla, y él dijo algo, jadeando. No aguanté más. Me fui al dormitorio, cerré la puerta, me desnudé, fui al baño y me di una ducha fría. Para cuando salí, con un toallón a modo de túnica, todo había terminado y ellos hacían planes.

—¿A Mar del Plata? —preguntó él.

—Adonde vos quieras, mi amor.

Me fui a dormir y di ciento y una vueltas en la cama sin poder pegar un ojo. A las dos de la mañana decidí que me mudaba. A las tres tenía el diario abierto sobre las rodillas y leía los avisos de departamentos en venta. A las cuatro tiré el diario y le presté atención a un dolor que me nacía en el centro del cuerpo y se derramaba por mis brazos y mis piernas como almíbar. No, no me iba a mudar: tenía que seguir ahí, oyéndolos gritarse y sintiendo esa mezcla de furia y fascinación y fiebre y repulsión y preguntándome por qué estaba yo de este lado y ellos del otro.

A las cinco logré dormirme.

Al otro día compré el diario camino al estudio y me prometí que revisaría atentamente las ofertas de departamentos. Cuando volví a casa no se oía nada. Comían en silencio. En buena armonía, me dije. No todo silencio es armonía: a la madrugada me despertaron los gritos. Me levanté y fui a escuchar. Ella decía otra vez que lo odiaba.

—No me importa —decía él casi con tranquilidad—. ¿Sabés una cosa? No me importa, no me importa nada de vos, ni si me odiás ni si dejás de odiarme. Por mí hacé lo que quieras. Vos no me importás nada. Sos una basura y siempre lo fuiste. Cuanto antes te vayas, mejor.

—¡No me voy a ir nada, no me voy a ir nada, no me voy a ir nadaaaaaa!

—Bueno, no te vayas, me da lo mismo, me voy yo.

Se oyó el ruido de una cachetada.

—Pero ¿vos estás loca? —dijo él—. A mí no me ponés la mano, encima, ¿estamos? Asquerosa de mierda.

—¡Me escupiste! —gritó ella—. ¡Me escupiste!

—No te merecés otra cosa —dijo él, tranquilo de nuevo.

Ella pegó uno de sus aullidos y se oyó un ruido como de cuerpo que caía. Uy, pensé, la empujó. Alguien corría. Una puerta. Otra corrida.

—¡Salí! ¡Dejá eso! —gritó él.

Ella seguía aullando y siguió aullando durante un tiempo que me pareció insoportablemente largo. Pero terminó por calmarse. Él no decía nada y ella empezó a llorar. Lloraba fuerte, con sollozos y quejidos, se callaba un poco y volvía a llorar. Se me ocurrió que se iban a reconciliar y que yo los iba a oír y que eso era más de lo que yo podía aguantar. Chau, dije, que hagan lo que quieran, que franeleen, que se revuelquen, que se tiren por el balcón si se les da la gana, y me fui a dormir y qué raro, me dormí enseguida y me desperté con el tiempo justo para tomar un café negro demasiado caliente, ducharme e irme al estudio.

No podía dejar de pensar en ellos. Trabajaba en lo mío, mal pero trabajaba, miraba a mi alrededor, veía lo mismo que veía todos los días, y no podía dejar de pensar en ellos. ¿Él le habría preguntado por la mariposita? Mientras yo dormía, ¿él la habría acariciado hasta que a ella se le había pasado? ¿Ella le habría dicho que la mariposita era de él y sólo de él?

—¿Qué te pasa? ¿Qué tenés? —me preguntó Gabriela.

—Nada —dije—, un poco de cansancio.

—Qué habrás andado haciendo en La Paloma vos —dijo Gabriela riéndose.

¿Qué me pasaba? Nada, un poco de cansancio. ¿Qué tenía? Nada, no tenía nada. Ellos se tenían, fuera como fuese, con peleas y odios y todo, pero se tenían. ¿Yo qué tenía? Compañeras de trabajo, amigos, Dvorak y Rameau. Nada, eso tenía: nada.

Cuando volví esa tarde, no se oía ni un suspiro. Sabía que estaban porque veía el reflejo de la luz del living en el balcón, pero no se oía nada. Ni ruido de platos, ni pasos, ni agua en la pileta. Puse música, despacito por si acaso, comí algo, leí y me fui a dormir.

Al día siguiente una de las psicoanalistas del primer piso vino a decirme  que a la vieja víbora la habían internado con no sé qué problema y que teníamos que buscar quien la reemplazara. Que si yo estaba de acuerdo en que ella, la psicoanalista, contratara provisoriamente a la señora que le hacía la limpieza a ella, hasta que a la vieja la dieran de alta. Le dije que sí, que cómo no, que claro, y que me avisara cuánto había que poner, gracias, de nada, hasta luego.

La señora que le hacía la limpieza a la psicoanalista resultó un tesoro. Discreta, silenciosa, limpia y prolija, una maravilla. Deseé que a la vieja la tuvieran internada durante un año por lo menos. En el departamento de al lado seguía habiendo silencio. A la noche había luz, pero otra vez y por suerte para mí, no se oía nada.

Al principio no me di cuenta. Sabía que algo olía mal, pero no sabía qué era. Pensé que me había dejado un resto de comida en algún rincón de la heladera y la revisé estante por estante. Tiré unas tajadas de jamón que me parecieron sospechosas y pasé un trapo húmedo con bicarbonato por toda la heladera. Al otro día el olor era insoportable y cuando tocaron el timbre pensé que era de nuevo la psicoanalista del primero pero no, era el contador de la planta baja. Si yo no creía que había que llamar a la policía.

—¿A la policía?

—Sí, fíjese que sus vecinos no contestan y hace tres días que la luz está prendida y este olor, francamente, creemos que algo grave ha pasado.

—Oh, por favor —dije—, no me va a decir que él la mató.

Pero cuando le vi la cara dejé de sonreír. Estaba serio el tipo, serio, preocupado, la frente fruncida y los ojos como amenazadores. Pensándolo bien, sí, era posible que la hubiera matado. El olor, aunque yo no me hubiera dado cuenta hasta ese momento, el olor era olor a muerto, no a jamón rancio en mi heladera ni en la heladera de nadie.

—Está bien —dije—, sí, llamen a la policía.

No fui al estudio. Llamé y dije que me sentía mal, cosa que no era del todo mentira.

Tocaron el timbre del departamento de al lado, llamaron a los gritos, golpearon, trataron de mirar para adentro desde mi balcón y al final echaron la puerta abajo. Como en las películas.

Como en las películas el contador se tapó la boca pero fue inútil, vomitó hasta el forro de las tripas ahí nomás en el palier. Como en las películas el cadáver del canoso estaba tirado en el living, hinchado, cubierto de moscas, el mango de una cuchilla de cocina saliéndole del pecho un poco a la izquierda. Yo también tenía ganas de vomitar pero me quedé mirándolo hasta que uno de los policías me dijo que me fuera, que ya me iban a llamar para interrogarme. Como en las películas.

Después me enteré: la mujer había desaparecido. Se había ido, presumiblemente llevando una valija porque su ropa no estaba. Los placares estaban abiertos, los cajones tirados y había perchas y cajas desparramadas por el suelo. No había zapatos ni carteras ni bijouterie ni cremas, polvos, sombras, perfumes, esmaltes de uñas, shampoo, ni nada. Se había ido. No había dejado nada de ella y nadie sabía siquiera cómo se llamaba porque el departamento estaba a nombre de él. Lo había matado y se había ido llevándose la ropa y los collares y los perfumes y las medias que él le había comprado; se había ido para siempre y yo ya nunca iba a saber cómo era. A menos que la agarraran.

Pero no la agarraron. La buscaron, salieron las noticias en los diarios, al principio en primera página, después en la seis, después en la veintitrés y después dejaron de salir.

—Che, ¿no lo habrás matado vos, no? —me preguntó Gabriela.

—No —dije.

La vieja víbora se murió. Sí, se murió. La habían internado para una operación de vesícula y tuvo no sé qué, una infección, peritonitis, septicemia, y se murió. Leonor, la señora que le hacía la limpieza a la psicoanalista, ocupó su lugar con mis beneplácitos. Nunca se metió conmigo ni me preguntó nada ni me hizo comentarios acerca de nada. Buenos días, buenos días, y eso era todo.

Era de noche y hacía un mes que la mujer lo había despachado al canoso cuando oí pasos en el palier. No me asusté y eso que era sábado y nadie tenía por qué estar en el edificio salvo yo que había recuperado la privacidad de mi vida. No me asusté y abrí la puerta. El palier estaba oscuro, así que alargué el brazo y apreté el botón de la luz.

Había un tipo junto a la puerta del departamento de al lado. No hacía nada, simplemente estaba ahí, parado, como esperando.

—No hay nadie —le dije.

Él me miró.

—Nadie —repetí.

Era alto y muy gordo. Muy blanco también. Alguna vez había sido rubio, pero ahora le quedaba una corona de pelos entre blancos y amarillentos alrededor de la calva brillante. Tenía una nariz respingada y una boca dócil y ojos claros. Estaba vestido con un pantalón gris y una remera azul desteñida y mocasines sin medias. El cinturón que le sostenía los pantalones quedaba muy abajo, como soportando ese vientre acuoso, expresivo, proa insolente cuando levantaba la cabeza. La carne blanca y fofa le asomaba por el borde del escote de la remera y se le desparramaba por encima del cinturón cada vez que se movía. Esa carne debía ser suave, suave y lampiña y rosada, blanda si alguien la apretaba, como la de los muñecos chillones, celuloide sonriente, goma hueca, una pesa de plomo en la panza que los hace ponerse de pie inesperadamente cuando alguien los echa a rodar.

—Ya sé —dijo—, ya sé que no hay nadie.

La voz se le arrastraba, baja y casi murmurante, caricatura de una caricatura, forzando un timbre desacostumbrado, tratando de mantenerla allí, obediente. Se me cerró la garganta.

—Andáte —le dije—, andáte de una vez.

—No —dijo él—, no me eches, no tengo adónde ir.

Hizo un movimiento como para separarse de la puerta y la remera se le deslizó hacia un costado. La mariposa roja y azul estaba tatuada en el brazo, un poco por debajo del hombro. Cuando él se movía, la mariposa se movía; cuando estaba quieto, la mariposa se quedaba quieta.

—Aquí no podés quedarte —le dije.

—No tengo adónde ir —repitió.

—No, claro, me imagino que no.

—Vendí todo lo que tenía —dijo.

Pensé en las noches de Boccherini, en el reflejo de la luz del comedor de al lado en mi balcón, en los pasos que resonaban tan cerca pero no en los pisos de mi departamento, en mi dormitorio con la puerta cerrada contra todo lo que pudiera venir de afuera a herirme los oídos. Pensé, sobre todo, en el invierno que vendría. Me reí: qué diría Gabriela, qué dirían los psicoanalistas del primer piso. Abrí del todo mi puerta.

—Entrá —le dije.

domingo, 4 de junio de 2023

ÓMNIBUS de Julio CORTÁZAR

     

Si le viene bien, tráigame El Hogar cuando vuelva — pidió la señora Roberta, reclinándose en el sillón para la siesta. Clara ordenaba las medicinas en la mesita de ruedas recorría la habitación con una mirada precisa. No faltaba nada, la niña Matilde se quedaría cuidando a la señora Roberta, la mucama estaba al corriente de lo necesario. Ahora podía salir, con toda la tarde del sábado para ella sola, su amiga Ana esperándola para charlar, el té dulcísimo a las cinco y media, la radio y los chocolates.

A las dos, cuando la ola de los empleados termina de romper en los umbrales de tanta casa, Villa del Parque se pone desierta y luminosa. Por Tinogasta y Zamudio bajó Clara taconeando distintamente, saboreando un sol de noviembre roto por islas de sombra que le tiraban a su paso los árboles de Agronomía. En la esquina de Avenida San Martín y Nogoyá, mientras esperaba el ómnibus 168, oyó una batalla de gorriones sobre su cabeza, y la torre florentina de San Juan María Vianney le pareció más roja contra el cielo sin nubes, alto hasta dar vértigo. Pasó don Luis, el relojero, y la saludó apreciativo, como si alabara su figura prolija, los zapatos que la hacían más esbelta, su cuellito blanco sobre la blusa crema. Por la calle vacía vino remolonamente el 168, soltando su seco bufido insatisfecho al abrirse la puerta para Clara, sola pasajera en la esquina callada de la tarde.

Buscando las monedas en el bolso lleno de cosas, se demoró en pagar el boleto. El guarda esperaba con cara de pocos amigos, retacón y compadre sobre sus piernas combadas, canchero para aguantar los virajes y las frenadas. Dos veces le dijo Clara: “De quince”, sin que el tipo le sacara los ojos de encima, como extrañado de algo. Después le dio el boleto rosado, y Clara se acordó de un verso de infancia, algo como: “Marca, marca, boletero, un boleto azul o rosa; canta, canta alguna cosa, mientras cuentas el dinero.” Sonriendo para ella buscó asiento hacia el fondo, halló vacío el que correspondía a Puerta de Emergencia, y se instaló con el menudo placer de propietario que siempre da el lado de la ventanilla. Entonces vio que el guarda la seguía mirando. Y en la esquina del puente de Avenida San Martín, antes de virar, el conductor se dio vuelta y también la miró, con trabajo por la distancia pero buscando hasta distinguirla muy hundida en su asiento. Era un rubio huesudo con cara de hambre, que cambió unas palabras con el guarda, los dos miraron a Clara, se miraron entre ellos, el ómnibus dio un salto y se metió por Chorroarín a toda carrera.

“Par de estúpidos”, pensó Clara entre halagada y nerviosa. Ocupada en guardar su boleto en el monedero, observó de reojo a la señora del gran ramo de claveles que viajaba en el asiento de adelante. Entonces la señora la miró a ella, por sobre el ramo se dio vuelta y la miró dulcemente como una vaca sobre un cerco, y Clara sacó un espejito y estuvo en seguida absorta en el estudio de sus labios y sus cejas. Sentía ya en la nuca una impresión desagradable; la sospecha de otra impertinencia la hizo darse vuelta con rapidez, enojada de veras. A dos centímetros de su cara estaban los ojos de un viejo de cuello duro, con un ramo de margaritas componiendo un olor casi nauseabundo. En el fondo del ómnibus, instalados en el largo asiento verde, todos los pasajeros miraron hacia Clara, parecían criticar alguna cosa en Clara que sostuvo sus miradas con un esfuerzo creciente, sintiendo que cada vez era más difícil, no por la coincidencia de los ojos en ella ni por los ramos que llevaban los pasajeros; más bien porque había esperado un desenlace amable, una razón de risa como tener un tizne en la nariz (pero no lo tenía); y sobre su comienzo de risa se posaban helándola esas miradas atentas y continuas, como si los ramos la estuvieran mirando.

Súbitamente inquieta, dejó resbalar un poco el cuerpo, fijó los ojos en el estropeado respaldo delantero, examinando la palanca de la puerta de emergencia y su inscripción Para abrir la puerta TIRE LA MANIJA hacia adentro y levántese, considerando las letras una a una sin alcanzar a reunirlas en palabras. Lograba así una zona de seguridad, una tregua donde pensar. Es natural que los pasajeros miren al que recién asciende, está bien que la gente lleve ramos si va a Chacarita, y está casi bien que todos en el ómnibus tengan ramos. Pasaban delante del hospital Alvear, y del lado de Clara se tendían los baldíos en cuyo extremo lejano se levanta la Estrella, zona de charcos sucios, caballos amarillos con pedazos de sogas colgándoles del pescuezo. A Clara le costaba apartarse de un paisaje que el brillo duro del sol no alcanzaba a alegrar, y apenas si una vez y otra se atrevía a dirigir una ojeada rápida al interior del coche. Rosas rojas y calas, más lejos gladiolos horribles, como machucados y sucios, color rosa vieja con manchas lívidas. El señor de la tercera ventanilla (la estaba mirando, ahora no, ahora de nuevo) llevaba claveles casi negros apretados en una sola masa casi continua, como una piel rugosa. Las dos muchachitas de nariz cruel que se sentaban adelante en uno de los asientos laterales, sostenían entre ambas el ramo de los pobres, crisantemos y dalias, pero ellas no eran pobres, iban vestidas con saquitos bien cortados, faldas tableadas, medias blancas tres cuartos, y miraban a Clara con altanería. Quiso hacerles bajar los ojos, mocosas insolentes, pero eran cuatro pupilas fijas y también el guarda, el señor de los claveles, el calor en la nuca por toda esa gente de atrás, el viejo del cuello duro tan cerca, los jóvenes del asiento posterior, la Paternal: boletos de Cuenca terminan.

Nadie bajaba. El hombre ascendió ágilmente, enfrentando al guarda que lo esperaba a medio coche mirándole las manos. El hombre tenía veinte centavos en la derecha y con la otra se alisaba el saco. Esperó, ajeno al escrutinio. “De quince”, oyó Clara. Como ella: de quince. Pero el guarda no cortaba el boleto, seguía mirando al hombre que al final se dio cuenta y le hizo un gesto de impaciencia cordial: “Le dije de quince.” Tomó el boleto y esperó el vuelto. Antes de recibirlo, ya se había deslizado livianamente en un asiento vacío al lado del señor de los claveles. El guarda le dio los cinco centavos, lo miró otro poco, desde arriba, como si le examinara la cabeza; él ni se daba cuenta, absorto en la contemplación de los negros claveles. El señor lo observaba, una o dos veces lo miró rápido y él se puso a devolverle la mirada; los dos movían la cabeza casi a la vez, pero sin provocación, nada más que mirándose. Clara seguía furiosa con las chicas de adelante, que la miraban un rato largo y después al nuevo pasajero; hubo un momento, cuando el 168 empezaba su carrera pegado al paredón de Chacarita, en que todos los pasajeros estaban mirando al hombre y también a Clara, sólo que ya no la miraban directamente porque les interesaba más el recién llegado, pero era como si la incluyeran en su mirada, unieran a los dos en la misma observación. Qué cosa estúpida esa gente, porque hasta las mocosas no eran tan chicas, cada uno con su ramo y ocupaciones por delante, y portándose con esa grosería. Le hubiera gustado prevenir al otro pasajero, una oscura fraternidad sin razones crecía en Clara. Decirle: “Usted y yo sacamos boleto de quince”, como si eso los acercara. Tocarle el brazo, aconsejarle: “No se dé por aludido, son unos impertinentes, metidos ahí detrás de las flores como zonzos.” Le hubiera gustado que él viniera a sentarse a su lado, pero el muchacho —en realidad era joven, aunque tenía marcas duras en la cara— se había dejado caer en el primer asiento libre que tuvo a su alcance. Con un gesto entre divertido y azorado se empeñaba en devolver la mirada del guarda, de las dos chicas, de la señora con los gladiolos; y ahora el señor de los claveles rojos tenía vuelta la cabeza hacia atrás y miraba a Clara, la miraba inexpresivamente, con una blandura opaca y flotante de piedra pómez. Clara le respondía obstinada, sintiéndose como hueca; le venían ganas de bajarse (pero esa calle, a esa altura, y total por nada, por no tener un ramo); notó que el muchacho parecía inquieto, miraba a un lado y al otro, después hacia atrás, y se quedaba sorprendido al ver a los cuatro pasajeros del asiento posterior y al anciano del cuello duro con las margaritas. Sus ojos pasaron por el rostro de Clara, deteniéndose un segundo en su boca, en su mentón; de adelante tiraban las miradas del guarda y las dos chiquilinas, de la señora de los gladiolos, hasta que el muchacho se dio vuelta para mirarlos como aflojando. Clara midió su acoso de minutos antes por el que ahora inquietaba al pasajero. “Y el pobre con las manos vacías”, pensó absurdamente. Le encontraba algo de indefenso, solo con sus ojos para parar aquel fuego frío cayéndole de todas partes.

Sin detenerse el 168 entró en las dos curvas que dan acceso a la explanada frente al peristilo del cementerio. Las muchachitas vinieron por el pasillo y se instalaron en la puerta de salida; detrás se alinearon las margaritas, los gladiolos, las calas. Atrás había un grupo confuso y las flores olían para Clara, quietita en su ventanilla pero tan aliviada al ver cuántos se bajaban, lo bien que se viajaría en el otro tramo. Los claveles negros aparecieron en lo alto, el pasajero se había parado para dejar salir a los claveles negros, y quedó ladeado, metido a medias en un asiento vacío delante del de Clara. Era un lindo muchacho sencillo y franco, tal vez un dependiente de farmacia, o un tenedor de libros, o un constructor. El ómnibus se detuvo suavemente, y la puerta hizo un bufido al abrirse. El muchacho esperó a que bajara la gente para elegir a gusto un asiento, mientras Clara participaba de su paciente espera y urgía con el deseo a los gladiolos y a las rosas para que bajasen de una vez. Ya la puerta abierta y todos en fila, mirándola y mirando al pasajero, sin bajar, mirándolos entre los ramos que se agitaban como si hubiera viento, un viento de debajo de la tierra que moviera las raíces de las plantas y agitara en bloque los ramos. Salieron las calas, los claveles rojos, los hombres de atrás con sus ramos, las dos chicas, el viejo de las margaritas. Quedaron ellos dos solos y el 168 pareció de golpe más pequeño, más gris, más bonito. Clara encontró bien y casi necesario que el pasajero se sentara a su lado, aunque tenía todo el ómnibus para elegir. Él se sentó y los dos bajaron la cabeza y se miraron las manos. Estaban ahí, eran simplemente manos; nada más.

—¡Chacarita! —gritó el guarda.

Clara y el pasajero contestaron su urgida mirada con una simple fórmula: “Tenemos boletos de quince.” La pensaron tan sólo, y era suficiente.

La puerta seguía abierta. El guarda se les acercó.

—Chacarita —dijo, casi explicativamente.

El pasajero ni lo miraba, pero Clara le tuvo lástima.

—Voy a Retiro —dijo, y le mostró el boleto. Marca marca boletero un boleto azul o rosa. El conductor estaba casi salido del asiento, mirándolos; el guarda se volvió indeciso, hizo una seña. Bufó la puerta trasera (nadie había subido adelante) y el 168 tomó velocidad con bandazos coléricos, liviano y suelto en una carrera que puso plomo en el estómago de Clara. Al lado del conductor, el guarda se tenía ahora del barrote cromado y los miraba profundamente. Ellos le devolvían la mirada, se estuvieron así hasta la curva de entrada a Dorrego. Después Clara sintió que el muchacho posaba despacio una mano en la suya, como aprovechando que no podían verlo desde adelante. Era una mano suave, muy tibia, y ella no retiró la suya pero la fue moviendo despacio hasta llevarla más al extremo del muslo, casi sobre la rodilla. Un viento de velocidad envolvía al ómnibus en plena marcha.

—Tanta gente —dijo él, casi sin vos—. Y de golpe se bajan todos.

—Llevaban flores a la Chacarita —dijo Clara—. Los sábados va mucha gente a los cementerios.

—Sí, pero...

—Un poco raro era, sí. ¿Usted se fijó...?

—Sí —dijo él, casi cerrándole el paso—. Y a usted le pasó igual, me di cuenta.

—Es raro. Pero ahora ya no sube nadie.

El coche frenó brutalmente, barrera del Central Argentino. Se dejaron ir hacia adelante, aliviados por el salto a una sorpresa, a un sacudón. El coche temblaba como un cuerpo enorme.

—Yo voy a Retiro —dijo Clara.

—Yo también.

El guarda no se había movido, ahora hablaba iracundo con el conductor. Vieron (sin querer reconocer que estaban atentos a la escena) cómo el conductor abandonaba su asiento y venía por el pasillo hacia ellos, con el guarda copiándole los pasos. Clara notó que los dos miraban al muchacho y que éste se ponía rígido, como reuniendo fuerzas; le temblaron las piernas, el hombro que se apoyaba en el suyo. Entonces aulló horriblemente una locomotora a toda carrera, un humo negro cubrió el sol. El fragor del rápido tapaba las palabras que debía estar diciendo el conductor; a dos asientos del de ellos se detuvo, agachándose como quien va a saltar. el guarda lo contuvo prendiéndole una mano en el hombro, le señaló imperioso las barreras que ya se alzaban mientras el último vagón pasaba con un estrépito de hierros. El conductor apretó los labios y se volvió corriendo a su puesto; con un salto de rabia el 168 encaró las vías, la pendiente opuesta.

El muchacho aflojó el cuerpo y se dejó resbalar suavemente.

—Nunca me pasó una cosa así —dijo, como hablándose.

Clara quería llorar. Y el llanto esperaba ahí, disponible pero inútil. Sin siquiera pensarlo tenía conciencia de que todo estaba bien, que viajaba en un 168 vacío aparte de otro pasajero, y que toda protesta contra ese orden podía resolverse tirando de la campanilla y descendiendo en la primera esquina. Pero todo estaba bien así; lo único que sobraba era la idea de bajarse, de apartar esa mano que de nuevo había apretado la suya.

—Tengo miedo —dijo, sencillamente—. Si por lo menos me hubiera puesto unas violetas en la blusa.

Él la miró, miró su blusa lisa.

—A mí a veces me gusta llevar un jazmín del país en la solapa —dijo—. Hoy salí apurado y ni me fijé.

—Qué lástima. Pero en realidad nosotros vamos a Retiro.

—Seguro, vamos a Retiro.

Era un diálogo, un diálogo. Cuidar de él, alimentarlo.

—¿No se podría levantar un poco la ventanilla? Me ahogo aquí adentro.

Él la miró sorprendido, porque más bien sentía frío. El guarda los observaba de reojo, hablando con el conductor; el 168 no había vuelto a detenerse después de la barrera y daban ya la vuelta a Canning y Santa Fe.

—Este asiento tiene ventanilla fija —dijo él—. Usted ve que es el único asiento del coche que viene así, por la puerta de emergencia.

—Ah —dijo Clara.

—Nos podíamos pasar a otro.

—No, no. —Le apretó los dedos, deteniendo su movimiento de levantarse.— Cuanto menos nos movamos mejor.

—Bueno, pero podríamos levantar la ventanilla de adelante.

—No, por favor no.

Él esperó, pensando que Clara iba a agregar algo, pero ella se hizo más pequeña en el asiento. Ahora lo miraba de lleno para escapar a la atracción de allá adelante, de esa cólera que les llegaba como un silencio o un calor. El pasajero puso la otra mano sobre la rodilla de Clara, y ella acercó la suya y ambos se comunicaron oscuramente por los dedos, por el tibio acariciarse de las palmas.

—A veces una es tan descuidada —dijo tímidamente Clara—. Cree que lleva todo, y siempre olvida algo.

—Es que no sabíamos.

—Bueno, pero lo mismo. Me miraban, sobre todo esas chicas, y me sentí tan mal.

—Eran insoportables —protestó él—. ¿Usted vio cómo se habían puesto de acuerdo para clavarnos los ojos?

—Al fin y al cabo el ramo era de crisantemos y dalias —dijo Clara—. Pero presumían lo mismo.

—Porque los otros les daban alas —afirmó él con irritación—. El viejo de mi asiento con sus claveles apelmazados, con esa cara de pájaro. A los que no vi bien fue a los de atrás. ¿Usted cree que todos...?

—Todos —dijo Clara—. Los vi apenas había subido. Yo subí en Nogoyá y Avenida San Martín, y casi en seguida me di vuelta y vi que todos, todos...

—Menos mal que se bajaron.

Pueyrredón, frenada en seco. Un policía moreno se habría en cruz acusándose de algo en su alto quiosco. El conductor salió del asiento como deslizándose, el guarda quiso sujetarlo de la manga, pero se soltó con violencia y vino por el pasillo, mirándolos alternadamente, encogido y con los labios húmedos, parpadeando. “¡Ahí da paso!”, gritó el guarda con una voz rara. Diez bocinas ladraban en la cola del ómnibus, y el conductor corrió afligido a su asiento. El guarda le habló al oído, dándose vuelta a cada momento para mirarlos.

—Si no estuviera usted... —murmuró Clara—. Yo creo que si no estuviera usted me habría animado a bajarme.

—Pero usted va a Retiro —dijo él, con alguna sorpresa.

—Sí, tengo que hacer una visita. No importa, me hubiera bajado igual.

—Yo saqué boleto de quince —dijo él — Hasta Retiro.

—Yo también. Lo malo es que si una se baja, después hasta que viene otro coche...

—Claro, y además a lo mejor está completo.

—A lo mejor. Se viaja tan mal, ahora. ¿Usted ha visto los subtes?

—Algo increíble. Cansa más el viaje que el empleo.

Un aire verde y claro flotaba en el coche, vieron el rosa viejo del Museo, la nueva Facultad de Derecho, y el 168 aceleró todavía más en Leandro N. Alem, como rabioso por llegar. Dos veces lo detuvo algún policía de tráfico, y dos veces quiso el conductor tirarse contra ellos; a la segunda, el guarda se le puso por delante negándose con rabia, como si le doliera. Clara sentía subírsele las rodillas hasta el pecho, y las manos de su compañero la desertaron bruscamente y se cubrieron de huesos salientes, de venas rígidas. Clara no había visto jamás el paso viril de la mano al puño, contempló esos objetos macizos con una humilde confianza casi perdida bajo el terror. Y hablaban todo el tiempo de los viajes, de las colas que hay que hacer en Plaza de Mayo, de la grosería de la gente, de la paciencia. Después callaron, mirando el paredón ferroviario, y su compañero sacó la billetera, la estuvo revisando muy serio, temblándole un poco los dedos.

—Falta apenas —dijo clara, enderezándose—. Ya llegamos.

—Sí. Mire, cuando doble en Retiro, nos levantamos rápido para bajar.

—Bueno. Cuando esté al lado de la plaza.

—Eso es. La parada queda más acá de la torre de los Ingleses. Usted baja primero.

—Oh, es lo mismo.

—No, yo me quedaré atrás por cualquier cosa. Apenas doblemos yo me paro y le doy paso. Usted tiene que levantarse rápido y bajar un escalón de la puerta; entonces yo me pongo atrás.

—Bueno, gracias —dijo Clara mirándolo emocionada, y se concentraron en el plan, estudiando la ubicación de sus piernas, los espacios a cubrir. Vieron que el 168 tendría paso libre en la esquina de la plaza; temblándole los vidrios y a punto de embestir el cordón de la plaza, tomó el viraje a toda carrera. El pasajero saltó del asiento hacia adelante, y detrás de él pasó veloz Clara, tirándose escalón abajo mientras él se volvía y la ocultaba con su cuerpo. Clara miraba la puerta, las tiras de goma negra y los rectángulos de sucio vidrio; no quería ver otra cosa y temblaba horriblemente. Sintió en el pelo el jadeo de su compañero, los arrojó a un lado la frenada brutal, y en el mismo momento en que la puerta se abría el conductor corrió por el pasillo con las manos tendidas. Clara saltaba ya a la plaza, y cuando se volvió su compañero saltaba también y la puerta bufó al cerrarse. Las gomas negras apresaron una mano del conductor, sus dedos rígidos y blancos. Clara vio a través de las ventanillas que el guarda se había echado sobre el volante para alcanzar la palanca que cerraba la puerta.

Él la tomó del brazo y caminaron rápidamente por la plaza llena de chicos y vendedores de helados. No se dijeron nada, pero temblaban como de felicidad y sin mirarse. Clara se dejaba guiar, notando vagamente el césped, los canteros, oliendo un aire de río que crecía de frente. El florista estaba a un lado de la plaza, y él fue a parase ante el canasto montado en caballetes y eligió dos ramos de pensamientos. Alcanzó uno a Clara, después le hizo tener los dos mientras sacaba la billetera y pagaba. Pero cuando siguieron andando (él no volvió a tomarla del brazo) cada uno llevaba su ramo, cada uno iba con el suyo y estaba contento.

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