jueves, 11 de julio de 2024

EL JUEGO DE LA GUERRA de Carlos CASARES

Lo echaron a suertes y me tocó a mí. Creo que hicieron trampa, pero me callé. Me dijo el Rata: «Vete». Yo no quería ir, digo la verdad. El Rata estaba loco, según decía mi madre, pero yo pienso que no estaba loco, que era atravesado y de mala ley. Por segunda vez me dijo que fuera y fui. La casa de don Domingo quedaba lejos, a unos dos kilómetros aproxi­madamente. Tuve que dar un rodeo para no pasar por delante de la zapatería de mi padre. Al principio pensé: «Me voy para casa y ya está». Pero tuve miedo. Además hacía calor y en casa en verano no se aguantan las moscas.

Llegué al chalet de don Domingo y llamé a gritos:
-¡Zalo!
Ladraron los perros, esperé un poco y volví a llamar:
-¡Zalo!
Cuando apareció, enseguida me di cuenta de que venía de dormir la siesta. Me dijo: «¿Qué pasa?». Yo le dije: «El Rata te espera en el río. Cogió una mariposa muy bonita y dice que vayas pronto, que te la da para la colección». Zalo era un loco de las mariposas, y el Rata, qué cabrón, cómo sabía darle con el gusto a la gente.
-¿Dónde está el Rata?
-En el Campo del Pombal.

Salimos corriendo. Cuando llegamos, el Rata estaba bañándose en el río. Al vernos, salió a toda prisa, miró a Zalo con cara de atravesado y le dijo: «Hola, ¿quieres la mariposa?». Por el tono en que le hablaba, Zalo se volvió hacia mí, como preguntando. La verdad, yo no quería. El Rata silbó y entre todos se lanzaron a él. Lo desnudaron y lo ataron a un árbol. Zalo lloraba y a mí me dieron también ganas de llorar. Eso no se le hace a nadie, y menos a traición. El Rata le escupió allí, en aquel sitio, y le llamó cagado. «¡No se llora!», le dijo. Después cogió una vara de mimbre y se la pasó por las piernas y por la barriga, pero sin darle. Echamos a suertes y me tocó a mí. Quise escapar, pero el Rata me miró así, como mira él, y cogí la vara. Me dijo: «Empiezas tú». Le dije que no. Él volvió a decir:
«Mira, Rafael, que te tocó a ti». Yo le repetí que no. Y él vuelta con que me había tocado y que si no, me ataban a mí también. Por último me dijo: «Mira, Rafael…». Por el tono de voz ya me di cuenta de que me iba a decir aquello. Agarré la vara y me fui hacia Zalo. Yo no quería, bien lo sabe Dios. Primero le di en el cuello. Los otros gritaron: «¡Más!». Apreté los dientes y sentí que me saltaban las lágrimas y que no veía. Entonces le pegué en las piernas, en los hombros, en la cara, en el pecho. Sangraba y daba unos gritos horribles. Y los otros decían: «¡Más!». Y yo no veía y notaba el sol dentro de la cabeza y los gritos de Zalo que se me clavaban en los oídos. Y le seguía pegando. Y los otros seguían diciendo: «¡Más!». Cuando miré para Zalo, tuve miedo. Estaba todo ensangrentado, como muerto, y no hablaba. El Rata y los otros escaparon. Yo también escapé.

Yo no quería, digo la verdad. Se lo dije al señor aquel, pero no me hicieron caso. También le dije que había sido por sorteo, que me había tocado a mí, pero no quiso escucharme. Me habló del infierno y entonces me callé.
Ahora estoy en este colegio desde hace un año. Es primavera y no puedo salir. A lo mejor me dejan
marchar en julio, pero todavía no lo sé. Ayer me llevaron a la sala de castigos. Dicen que en el recreo no puede andar uno solo paseando por el patio, que hay que jugar. Tampoco se puede andar de dos en dos. ¡La puta que los parió a todos! Yo quiero andar solo. A mí no me gusta jugar al fútbol ni al frontón ni al baloncesto. Me gusta jugar en el lavabo. Tampoco se puede, porque está también prohibido. Pero por las noches, cuando  todos  duermen, me levanto y voy a los lavabos y juego  a la guerra. Durante el día cojo moscas, les arranco las alas y las guardo en una caja de cerillas. Por la noche meto las moscas en la pileta y abro el grifo, poquito a poco, muy despacito. Las moscas suben, huyen por la pileta arriba, pero yo las empujo para abajo con una pajita y se ahogan. Es la guerra. Se ahogan poco a poco. Un día me cazaron y me llevaron a la sala de castigos. Me llamaron marrano por andar tocando las moscas. ¿Y qué? Si no fuese por la guerra, me pudría de asco. Durante el invierno, como no había moscas, jugaba con trocitos de papel, pero no es tan bonito.
En julio dicen que salgo. El Rata, a lo mejor, piensa que me olvidé. Seguro que piensa que seguimos siendo amigos. Entonces le voy a decir: «¿Vienes al río?». Él viene, que le gusta mucho. Y después le pregunto: «Jugamos a los submarinos?». Él juega, que le gusta mucho jugar a los submarinos. Primero paso yo. Paso dos o tres veces. Después que pase él. Abro bien las piernas y él pasa por el medio, debajo del agua. Y así dos o tres veces. Y entonces, hala, cuando pase, cierro las piernas y queda enganchado por el pescuezo. Poco a poco, despacito, como las moscas de la pileta.



jueves, 21 de marzo de 2024

EN EL CAFÉ de Kjell ASKILDSEN

Una de las últimas veces que estuve en un café fue un domingo de verano, lo recuerdo bien, porque casi todo el mundo iba en mangas de camisa y sin corbata, y pensé: tal vez no sea domingo, como yo creía, y el hecho de que pensara exactamente eso hace que me acuerde. Me senté a una mesa en medio del local, a mi alrededor había mucha gente tomando canapés y bollos, pero casi todas las mesas estaban ocupadas por una sola persona. Daba una gran impresión de soledad, y como llevaba mucho tiempo sin hablar con nadie, no me habría importado intercambiar unas cuantas palabras con alguien. Estuve meditando un buen rato sobre cómo hacerlo, pero cuanto más estudiaba las caras a mi alrededor, más difícil me parecía, era como si nadie tuviera mirada, desde luego el mundo se ha vuelto muy deprimente. Pero ya había tenido la idea de que sería agradable que alguien me dirigiera un par de palabras, de modo que seguí pensando, pues es lo único que sirve. Al cabo de un rato supe lo que haría. Dejé caer mi cartera al suelo fingiendo que no me daba cuenta. Quedó tirada junto a mi silla, completamente visible a la gente que estaba sentada cerca, y vi que muchos la miraban de reojo. Yo había pensado que tal vez una o dos personas se levantarían a recogerla y me la darían, pues soy un anciano, o al menos me gritarían, por ejemplo: «Se le ha caído la cartera». Si uno dejara de albergar esperanzas, se ahorraría un montón de decepciones. Estuve unos cuantos minutos mirando de reojo y esperando, y al final hice como si de repente me hubiera dado cuenta de que se me había caído. No me atreví a esperar más, pues me entró miedo de que alguno de aquellos mirones se abalanzara de pronto sobre la cartera y desapareciera con ella. Nadie podía estar completamente seguro de que no contuviera un montón de dinero, pues a veces los viejos no son pobres, incluso puede que sean ricos, así es el mundo, el que roba en la juventud o en los mejores años de su vida tendrá su recompensa en su vejez.

Así se ha vuelto la gente en los cafés, eso sí que lo aprendí, se aprende mientras se vive, aunque no sé de qué sirve, así, justo antes de morir.

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