jueves, 28 de febrero de 2019

POLÉMICA SOBRE TRUFAS de Álvaro CUNQUEIRO

No sé quién les llamó a las trufas «los diamantes grises de la cocina», pero la frase la repiten en el Périgord y en el Piamonte, que son las dos tierras europeas verdaderamente truferas. La ensalada de trufas parece ser que fue inventada en Monferrato, acaso en los días de Beatriz Le Bel Cavalier, una joven esposa que gustaba de vestirse de hombre y tenía armadura propia, y la enamoró un trovador, Raimbaut de Vaqueiras, cuando «amor lo feric primerament». El marido era cazador, y andaba distraído por los montes, corriendo el ciervo por las riberas del Stura y del Tanaro, y poniendo redes de Vercelli para las perdices. Un día cualquiera se encontró con un anónimo en el verde sombrero, que le contaba de los secretos amores y se marchó cruzado, llevándose con él a Raimbaut al que hizo conde y marqués de Salónica. El de Monferrato, que se hizo a sí mismo príncipe griego, andaba triste, añorando su Beatriz y la ensalada de trufas de mayo, que es tan depurativa. No sé si le echaría o no una punta de estragón a la ensalada, que hay esta escuela. 

Pero lo que se discutió, y ésta es la polémica de las trufas a que me refiero, fue si la trufa rechazaba o no el rayo. Un dominico, fray Giacomo Varallo —que fue notable botánico y lo cita Mieli—, sostuvo hacia 1750 que los árboles junto a cuyas raíces nacían trufas no eran nunca víctimas del rayo, y que no había noticia de rayo en casa en la que hubiera cosecha de trufas —conservadas, como se sabe, en arena, entonces en grandes ollas de barro sin vidriar. Aquel tío avaro que tenía Cavour, se acercaba a la olla que guardaba las trufas de la Langa, metía la larga nariz en la arena, aspiraba el delicado perfume y casi se desmayaba de placer; después se pasaba del bolsillo derecho de la casaca una moneda de plata al bolsillo izquierdo, se frotaba las manos y decía en voz alta:
—¡Un caballero tiene que darse algún gusto, aunque cueste algo!

Ya en su tiempo algunos caballeros de la Ilustración en el Piemonte discutieron la opinión del fraile y aseguraron que las trufas no podían nada contra la fúlgura, y que había que atenerse a la ciencia, representada por los pararrayos del señor Franklin y las experiencias con imanes de monsieur des Cozes. Pero el dominico no descansó, y llamándoles ateos a los ilustrados, los emplazó a que le citasen un solo árbol con trufas al pie que hubiese sido partido por un rayo. Es curioso que, por aquella misma época, era muy discutida en Inglaterra la opinión del pastor Brusher, quien sostenía, respecto a los hebreos, lo mismo que fray Giacomo Varallo de las trufas: los judíos —por lo menos los del Antiguo Testamento— rechazaban el rayo, probándolo con que en las Sagradas Escrituras no se habla de ningún israelita que hubiese muerto de chispa…

Fray Giacomo Varallo dio nuevos métodos en la escuela de Broddi, en la que llaman «universitá di cani da tartufo», universidad de los perros de las trufas, donde enseñan a los perros laulau —canes de poca alzada, parecidos a los foxterrier— a buscar la trufa madura bajo tierra. Logran en Broddi verdaderas maravillas, catadores del delicado perfume de la trufa madura bajo un palmo de tierra. La busca de trufas con puerco es cosa rústica. Lo propio de gentilhombre campesino es salir al bosque, a las trufas, con un laulau labrador. Y si está uno en ello, sin miedo al rayo.

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