No me fui a acostar
temprano. Tenía planes y además, la luna estaba tan blanca que no podía
perderme el espectáculo. Me atrajo como a las mareas. Cuando el rocío comenzó a
humedecer mi piel más de la cuenta, me protegí con el alero de la galería. Miré
el reloj; todavía faltaba una hora. Busqué el vaso de vidrio alargado donde había colocado una yerbera
blanca para la ocasión. Me gustó haber guardado su vela amarilla como recuerdo;
venía bien para esta noche también. La mesa estaba lista para el festejo. A la
madrugada sopló un viento que me despabiló; me habría quedado dormida, no supe
bien. Percibí un aroma ajeno y a la vez intenso, joven tal vez. Miré el reloj.
Ya era la fecha. Fui a la cocina, Saqué la torta de la heladera. Coloqué
diecisiete velas sobre ella. Con un encendedor, encendí una a una. Tardé una
infinidad de minutos en hacerlo. Cada vela me traía un recuerdo de ella. Cada
vez me temblaba más el pulso. Cada vez el perfume era más dulce. Prometí que no
iba a llorar; los cumpleaños son para celebrarlos. Por dentro me preguntaba
cómo se festeja en época de duelo. Insistí. Los cumpleaños son para
celebrarlos. Repetí esa frase en voz alta varias veces hasta que la voz no se
quebró más. Aspiré profundo para soplar con ganas las velas sobre la torta. Una
ventisca suave como las alas de un ángel sopló antes que yo y las velas se
apagaron. Me reí, mucho. –Me ganaste de mano –le dije a esa esencia con olor
familiar.
Gracias por difundir y por la ilustración tan sugestiva que acompaña el cuento. Lindo gestos, ambos.
ResponderEliminarGracias a vos, un placer publicar tu relato.
EliminarMe encantó Celina, realmente me conmovió. ¡Felicitaciones! Y con permiso tuyo y el de Re, me lo llevo para compartir en el grupo. Abrazo
ResponderEliminarMuy bueno!!! Un texto afiladísimo, con un andar increíble. Felicitaciones!!!
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