Tengo ante mí cinco fotografías:
Foto 1: Las gemelas Popoff sonríen a cámara en el
cumpleaños de 15
de Laurita. Yo debo tener 16 años y estoy detrás de las tres con una
copa de sidra en la mano y la corbata mal anudada. Soy ya entonces el novio de
Claribel, que resplandece con una sonrisa preciosa. El calor debía ser
insoportable a esas horas de la madrugada. Como de costumbre, y de costado,
María Pía parece mirar a Laurita pero me está mirando a mí.
Las Popoff fueron siempre muy raras como
gemelas, pero yo digo que fue la envidia lo que arruinó sus vidas. Bellísimas
las dos, hijas de colonos rusos, o ucranianos, que llegaron al Chaco hace
ochenta años y nunca hablaron nuestra lengua, Claribel fue siempre la más dulce
y sobre todo la más linda. Apenas un poco más que María Pía porque eran casi
idénticas y vistas desde lejos eran como dos gotas de agua, pero esa
pequeñísima diferencia fue, acaso, la verdadera causa profunda de la desgracia.
Desde niñas la mamá se empeñó en que no
se diferenciaran. Seguramente ella advirtió enseguida ese gesto amargo en María
Pía, esa como imperfección de la nariz y esa ligerísima diferencia en la
mirada, producto de que tenía un ojo más alto que el otro, lo que le daba dos
perfiles diferentes según de qué lado se la mirase. No era algo tan exagerado
como en algunos cuadros de Picasso, digamos, pero ésa es la idea.
María Pía envidió siempre la belleza
perfecta de su hermana y yo digo que fue por eso que resultaron algo así como
una versión contemporánea y femenina de Caín y Abel.
El padre era lo que hoy llamamos un
borrado y la madre una mujer simple y silenciosa, un burro de carga que se echó
sobre sus espaldas mantener la casa y educar a las gemelas. En su descargo se
podría decir que siempre procuró que fuesen buenas hermanas, unidas en lo esencial,
y la verdad es que durante mucho tiempo pareció lograrlo. Las mandaba a la
escuela vestiditas igual, con las mismas trencitas y el mismo flequillo, los
mismos zapatos, todo, todo igual.
Pero con disimular la diferencia lo único
que logró fue resaltarla y que terminara siendo una tortura para la envidiosa
María Pía, que siempre se ocupó de maltratar a su hermana. La manía por
igualarlas, digo yo, habrá tenido que ver con ese odio.
Las gemelas compitieron, sin saberlo,
desde pequeñas, y mucho más cuando fueron grandes. Aunque en la escuela se
aprovechaban la una a la otra —intercambiaban notas y exámenes, se alternaban
para pasar al frente y se imitaban las firmas a la perfección— puede decirse que en la vida se la
pasaron rivalizando.
Más o menos por la fecha de esta foto,
era obvio que Claribel era la más linda de las dos, de una belleza serena,
perfecta y además la más graciosa. Todos los muchachos querían estar con ella.
Pero ella se fijó en mí y yo me enamoré para siempre. Fue mi primera novia y la
única mujer que amé en toda mi vida.
Y no es que María Pía fuese fea, no, pero
ya entonces era menos vistosa y carecía del atractivo de su hermana, quizás
porque ya tenía la mirada dura y nunca supo disimular esa expresión de ansiedad
y descontento que le cruza el rostro. Como si nunca hubiese admitido no ser la
única, o al menos la más bella, desde la adolescencia imitó en todo a Claribel
y lo único que logró fue llenarse de resentimiento. Porque Claribel fue siempre
sencillamente luminosa.
Cosa rara en dos gemelas, cualquiera
podía reconocer fácilmente a cada una, precisamente por todo eso. Pero además
fue María Pía la que llevó una vida más azarosa: fue la que en la escuela sacó
las peores notas pero también la más varonera, la que se buscó todos los líos,
la que debutó primero, la que se casó dos veces y tuvo un marido peor que el
otro, la que tuvo más hijos, la que no fue feliz.
Foto 2: Estoy bailando con Claribel en el Club
Social. Es una noche de gala, posiblemente un Nueve de Julio, y seguimos de
novios. Llevamos ya como cuatro o cinco años y todos en el pueblo piensan que
vamos a casarnos. En un segundo plano y como fuera de foco se ve a María Pía
bailando con Carlitos Fraschina. Al año siguiente me tocará el servicio militar.
Claribel está bellísima y sonríe como una princesa. Aquella noche se
puso un vestido de lamé rojo con bordados en tonos más oscuros en el escote,
pero todos bebimos demasiado y al final, como a las cuatro de la mañana,
ocurrió que al salir del baño me estaba esperando María Pía. Yo digo que estaba borracha, también,
porque entre graciosa y enardecida, y con no sé qué excusa, me llevó detrás de
las palmeras del jardín y me estampó un beso impresionante, su lengua hurgando
entre mis dientes como una víbora y ofreciéndose toda, pidiéndome que la
recorriera con mis manos y la llevara, por favor, por favor, adonde me diera la
gana.
Aquella noche María Pía llevaba un vestido largo azul, de escote muy
abierto, y realmente estaba hermosa. No tanto como Claribel pero sí estaba
linda, y además muy provocativa. Y yo además de torpe fui un imbécil.
Foto 3: Estamos todos los compañeros de
promoción del Colegio Nacional, celebrando los 20 años de nuestra recepción. Ya adultos, nos reencontramos en el patio
del viejo instituto para esta foto a la que seguirá una misa por los compañeros
fallecidos y una cena, en la noche, con las parejas de cada uno o una. Han
venido dos que viven en España, uno en Israel, otro llegó de los Estados Unidos
y varios de la Patagonia, Mendoza y Tucumán. Somos casi treinta en
la foto y todos sonreimos. Claribel está lindísima, entre David Kaminsky y
Viviana Urdapilleta. Conserva su sonrisa dulce y rechazará, al término de la
cena, mi propuesta de ir a tomar algo y charlar. Desde una esquina de la foto,
María Pía mira no sé qué y aunque sonríe se le nota la mala leche.
Durante todos esos años no había vuelto a ver a Claribel, pero no
había dejado de amarla ni un segundo. Cuando volví de la colimba, todo estaba
perdido: Claribel se había enterado y sencilla y dignamente me dijo que ahí
terminaba todo. Y nunca más me dio una oportunidad de hablarle. De ahí en
adelante me trató como si yo fuera de otro mundo. Y lo era.
Entonces me fui a terminar mis estudios en Buenos Aires, de donde sólo
regresaba para pasar las fiestas de fin de año con mis viejos. E
inevitablemente me enteraba de cómo María Pía iba convirtiendo a Claribel en el
claro sujeto de odio de su vida. Siempre había competido con su hermana en la
ropa y en todos los gustos, pero poco a poco la fue hostigando primero
laboralmente, luego con la herencia del viejo Popoff, e incluso mucho después
se dijo que tenía por manía llevarse a la cama a los mismos tipos que antes
habían andado con Claribel. Porque yo no fui el único. María Pía también se
ligó al único marido que tuvo su hermana, un cardiólogo cordobés que llegó
después que yo me fui, y con quien estuvo casada sólo un año y pico hasta que
le falló el corazón, al muy boludo, y terminó liado con María Pía.
Pero todo fue más grave porque llegó incluso a estafar a Claribel de
la manera más vil: imitándole la firma y confundiendo al escribano con un
cuento acerca del último número del documento de identidad, que ambas tenían
correlativo: en cuatro terminaba el de Claribel y en cinco el de María Pía.
Aquí están las dos sobre los 40, esa edad en que las mujeres, si se
cuidan, resplandecen como frutas maduras y son más atractivas que nunca antes.
Pero María Pía, que como la tercera es la vencida finalmente se casó bien, como
se dice, y ahora tiene por marido a un buen tipo, tres hijos preciosos y un
excelente desempeño como abogada del foro local, sin embargo no dejó un solo
día de fregar a su gemela. Enferma de odio y resentimiento, jamás permitió que
Claribel, que no tuvo hijos, oficiara de tía de sus hijos. Y aunque ésta no
hizo nada legalmente para revertir aquella estafa, todo resultó patético en esa
relación, reducida a coincidir algunos domingos en casa de la madre.
La paradoja es que Claribel, que ha seguido siendo la más linda,
aunque es una mujer independiente, querida y respetada como profesora del
Colegio Nacional, después del cardiólogo siguió sola y sin hijos, y no es que
esté agriándose lentamente pero aquí se le ve un velo de tristeza en los ojos
que le opaca la mirada y le quita aquella luminosidad que yo amaba y amo
todavía.
En cambio a María Pía, que en cierto modo lo tiene todo pero nunca le
alcanza porque no tiene lo que tiene su hermana, no se le borra esa expresión
de fastidio, esa ansia por alcanzar ese algo más que siempre tuvo Claribel.
Foto 4: Es el cumpleaños de Vivi. Celebra sus
cincuenta años con una fiesta en el viejo Club Social y ha invitado a unas
doscientas personas. En este grupo estamos Vivi, su marido, los Gutiérrez, los
Arczuk, los Dahlgren y yo, y por supuesto también las gemelas Popoff, que ya
toda la ciudad sabe que ni siquiera se hablan. Una en cada esquina de la foto,
María Pía está horrible, la verdad: gorda y con el gesto de fastidio
agigantado. Ha hecho fortuna con su marido, que es contador, y ambos tienen uno
de los estudios jurídico-contables más ricos y temidos de la provincia, pero
nada parece satisfacerla. En cambio Claribel continúa bella y serena, y en el
esplendor de su medio siglo sigue lánguida y hermosa como una madonna
renacentista. En esta foto yo la miro con una leve sonrisa que evidencia el
amor que nunca dejé de tenerle. María Pía es una máscara gorda y deforme, ahí
atrás. Y maligna.
Foto 5: Es de la semana pasada, a la salida del
Registro Civil, donde Claribel y yo, finalmente, nos casamos. Claribel está
bellísima, con la serenidad y la gracia de quien ha conseguido perdonar y
entregarse, y la verdad es que ambos nos vemos aquí como dos veteranos felices,
rodeados de algunos pocos amigos que nos tiran arroz y cantan y ríen. De allí
iremos al Club Social para un almuerzo íntimo y sobrio. Detrás del grupo se ve,
difusa pero reconocible, la figura obesa y grotesca de María Pía, quien
obviamente no fue invitada a la boda pero se presentó igual, como no dejó de
estar presente durante todas nuestras vidas.
Pasado el mediodía se apareció por el Club y nadie se atrevió a
detenerla. Enfiló directamente hacia Claribel en un momento en el que yo estaba
distraído descorchando una botella, y cuando la vi ya era tarde y, como todos, temí lo peor.
Pero ahora sé que ninguno de nosotros sabía qué era lo peor. Porque
María Pía no hizo lo que Caín, sino que arrojó el contenido de un frasco de
ácido muriático a la cara de Claribel.
Lo que siguió fue un dolorosísimo proceso que aún no termina y ya no
me interesa contar.
La envidia creó ese monstruo.
No quiero ver más fotos.
Brillante relato donde de tu mano he podido amar a Claribel y temer a Maria Pía mientras reflexionaba sobre la destrucción que puede ocasionar la envidia. ¡Felicitaciones!
ResponderEliminarUn genio Mempo!!!
EliminarEXCELENTE!!!!!!!!!
ResponderEliminarCoincido, excelente!!!
ResponderEliminarGracias por visitar EL NARRATORIO.