martes, 10 de septiembre de 2019

EL PABELLÓN DE LOS ANIMALES DOMÉSTICOS de Héctor PRAHIM

                                                                        
Cuando la autodestrucción entra en el corazón, 
al principio parece apenas un grano de arena.
John Cheever, Diarios

Sé que vamos a pelear, Katya, por más que anoche lo hayamos hecho como hace mucho no lo hacemos, con el impulso antropofágico intacto y el último ardor de posguerra listo, en ese viejo sofá donde me toca dormir en estas vacaciones. Las últimas vacaciones, los tres, o los cuatro. Sé que vamos a discutir, flaca, sin tregua, como jirafas que intercambian golpes con sus cuellos por un pedazo de río de arena, lo sé por esa forma que tenés de inclinarte en la reposera y de tocarte, una y otra vez, el piercing de tu ombligo. La vamos a pasar mal por más que hayamos estado toda la mañana bien, de la misma manera que estuvimos bien a la madrugada, cuando salimos al patio a oír el ruido del mar que rugía por sobre los techos de las casas, y yo te abracé y vos te pusiste a hablar de esos animales marinos que suelen vivir a tres kilómetros de profundidad y salen por la noche. Y al instante, de la nada, sucede en esta playa, porque se te ocurre decir: Pancho se queda con nosotros. Ahí empieza el asunto, eso da comienzo al conflicto. Lo peor es que te das cuenta, pero ya está, ya fue, ya empezó, y mi sistema de autodefensa se activa sin que yo pueda hacer nada para evitarlo. Entonces cierro el libro, vuelvo la vista al muelle, a la fila de pescadores que sostienen sus cañas contra la baranda y contesto, Pancho es mío. Vos te inclinás hacia adelante, subís el respaldo de la reposera igual que un pavo real, empezás a decir que soy un egoísta, el egoísta de siempre, egoísta porque ni siquiera pienso en Maxi. Yo te digo pará, no digas eso porque no es verdad. Pero para entonces la verdad importa poco, aunque importe demasiado, como nunca antes. Ahí mismo me mirás de costado, con tu hermosa sonrisa irónica, esa sonrisa que conozco bien y que siempre espero a lo sadomasoquista. Y decís, ¿adónde lo pensás meter? No sé, contesto, pero se viene conmigo. Trato de mostrar firmeza, aunque me vuelvo un poco paranoico, porque por más que quiera a ese perro de la manera que lo quiero, no va a venir conmigo. Entonces me hacés que no con el dedo, luego con la cabeza, y al instante sé que el asunto va a seguir así por largo rato. Sé que ya no vas a poder disfrutar de nada, ni ver nada, ni a derecha ni a izquierda, ni arriba ni abajo, solo el objetivo, sin sentimientos, como un misil transoceánico con mi nombre pintado sobre el lomo. Es así, Katya, eso es lo que viene a continuación, frialdad en estado puro, cambio drástico del humor en estado puro. No falla, ojalá fallara, ojalá pudieras ver a esos adolescentes de ahí adelante, esos que tratan de estaquear una carpa playera contra el viento. Deben ser tan adolescentes como cuando vos y yo nos fuimos a vivir juntos, ¿te acordás?, y alquilamos esa casa de forma cúbica, sin personalidad, arriba del lavadero de autos, y no nos importaba el ruido de rodillos, ni de secadoras, ni de aspiradoras, ni la música  alta o los motores, porque éramos felices a pesar de todo, porque reías y yo soñaba y combatíamos el ruido saliendo con nuestro carrito de bebé, paseando como turistas todo el santo día. Luego vino la quietud, el falso confort o bienestar, tan distante y distinto a la velocidad adquirida por estos días, por estos tiempos, es que pensamos eso, y pensamos mal, pensamos que la velocidad nos iba a salvar de algo, porque veníamos descalzos, cansados de caminar sobre maderas flojas, podridas, de un puente colgante a punto de caer, y al final, el puente resistió, pero nosotros necesitábamos caer, enteros o en pedazos, y caímos en caída libre, en ofrenda, manoteando el aire al derecho y al revés, y nos desvanecimos sin remedio, y comprendimos tarde, pero comprendimos, que funcionaba a la inversa, como en la aceleración y la desaceleración supersónica, como en la altitud plena, y ya no nos sanó nada. Me pongo de pie. Trato de enderezar la sombrilla. Vos te llevás los anteojos de sol hasta la frente, fruncís el ceño, y decís, ¿qué estás haciendo? Estoy a punto de decirte que de alguna manera aprendí a perder, a resignar. Pero mejor no, no voy a resignar nada hoy, hoy quiero un poco de sombra, salir de la zona habitable de mí estrella, de la que fue mí estrella, aunque sea por un rato, a pesar de la oscuridad excesiva que ya hay acá, en vos, en mí, en toda la gente de esta playa, a pesar del día soleado. Pero hay excepciones, claro, no podemos decir que haya oscuridad en ese perro o en Maxi o en los demás chicos o en los demás perros que juegan con las olas. Si hubiera en este lugar un detector de mentiras lo confirmaría, como confirmaría que se puede mirar hacia la oscuridad cerrada pero no hacia la luz intensa. Y es simple, te contesto eso, te contesto que sólo quiero un poco de sombra. Vos hacés a un lado la reposera, volvés a levantar la cara al sol. Puede que hace rato te hayas ido de acá, o puede que todavía permanezcas, en piloto automático, en velocidad crucero. Y preguntás, ¿qué día vas a pasar a buscar a Maxi? No sé, contesto, los domingos, supongo. Al instante escucho que se acerca una avioneta, promociona, por encima del ruido del motor, Locura compartida, en el cine teatro Océan. No me digas nada, estás pensando que yo estoy pensando que esa es la obra justa para nosotros. Al que le quepa el sayo, que se lo ponga. ¿No? En realidad estoy pensando en otra cosa, en la terapia. Quizás no sirvió de nada, o quizás sí, la individual, fue más útil que la de pareja. ¿No te parece? No te parece. Bajás los breteles del corpiño, comenzás a ponerte bronceador como si el sol se viniera a pique en los próximos segundos, y decís, algún que otro sábado voy a querer salir. Me parece perfecto, digo. No queda otra que asentir, mover la cabeza igual que esos perritos que van pegados arriba del tablero de los autos, conformarme con mirar a las gaviotas que pican la arena fina sin dejar de volar. Frente a mi silencio, agregás, si mi vieja no lo puede cuidar, lo vas a tener que cuidar vos. No tengo problema, digo, pero mirá que hay sábados que me toca trabajar, casi siempre por emergencias en los aires acondicionados de alguna clínica, o en alguna casa, y tengo que pasar tardes enteras trepado a una escalera practicando autopsias a compresores grasientos. Lo sabés, no sé por qué tengo que repetírtelo si lo sabés. Pero de pronto, nos salva el campanazo, Maxi se acerca, se acerca y dice, ¿me comprás eso, ma? y señala con el mentón unos barriletes escalonados en el aire, y pasa la pelota de tenis de mano en mano, delante de Pancho que se sienta en sus patas traseras y sigue el movimiento con la cabeza. El señor de los barriletes, decís, si vuelve para este lado te compro uno, ¿dale? Dale, Katya ¿Lo oís?, claro que lo oís. Los adolescentes, acaban de poner la inconfundible, la frenética, la extraordinaria voz de Kurt Cobain en el radiograbador, hay electricidad atmosférica en los espíritus, y saltan y mueven los brazos y patean la arena. Yo empiezo a seguir el ritmo con el pie, y estiro mi mano hasta la mano de Maxi y tomo la pelota, la hago rebotar en la arena húmeda. El perro la sigue con el hocico en el ascenso y en el descenso, hasta que en un nuevo rebote salta y la atrapa en el aire. Panchito quiere jugar, digo. Pero Maxi no me mira, te dice a vos que tiene hambre. Al momento destapás la conservadora, le alcanzás un sándwich, le preguntás si quiere jugo. Él asiente, muerde el sándwich. Le decís que por favor mastique bien antes de tragar, y echás jugo en polvo dentro de una botella de Coca-Cola cargada con agua. De verdad me pregunto, ¿por qué no podemos estar como Pancho? Alegres. Al menos eso es lo que parece, ¿no?, mi perro, sí, mi perro, porque fui yo el que lo encontró hace dos años. ¿No te acordás? En una de las tantas noches que salía a dar una vuelta después de discutir con vos o con tu otro yo, o con quién fueras en ese momento. Hacé memoria, por favor, dale. Es mío, lo encontré la vez que salí y manejé el Siena sin tener rumbo fijo, hasta que decidí ir hasta el garaje. Estacioné en la calle, subí a pie por la rampa hasta el primer nivel, hasta mi furgoneta fundida. Ahí guardo, sin que vos lo sepas, aunque ahora no creo que te importe demasiado, varias colecciones de soldaditos, mis soldaditos. Habré pasado más o menos una hora limpiándolos, luego volví a vagar por la ciudad. Paré en una estación de servicio, entré a la cafetería a tomar algo. Me demoré con los taxistas hablando de fútbol, de política, mientras un televisor colgado en la pared repetía un capítulo de Escobar, el patrón del mal. Cuando salí al estacionamiento vi que alguien había dejado una caja de zapatos arriba del capó del Siena. Bueno, ahí estaba Pancho cachorro, muerto de frío, en estado de deshidratación, ese que ahora corre y tira tarascones a las olas. Maxi lo adoptó al instante, y vos nunca supiste si aquello había sido un gesto de paz o una provocación encubierta, como las tuyas, como la de hace un rato. ¿Te acordás del hotel donde fuimos de luna de miel?, ese que tenía los retratos coloridos de Warhol que tanto me gustaban ¿Te acordás? Entonces había un congreso de médicos o algo por el estilo, y los médicos se emborracharon y bailaron desnudos en la pileta. Pero bueno, eso ya pasó, con lo que respecta a nosotros ahora, no hace falta que expliques nada. A buen entendedor pocas palabras. Es que insististe tanto con que teníamos que alquilar una casa de veraneo en vez de ir a ese otro hotel costero tan bonito, el sindical ese que tiene los cuadros de campos de trigo que tanto te gustan, que al final, la casa que conseguimos, a doce cuadras del centro y a tres de esta playa, es triste, colorida pero triste. Me parece justo que no quieras que esté en tus recuerdos futuros, buena decisión, yo trataré de hacer lo mismo, aunque me juego que al hotel vas a volver, como tal vez vuelvas a esa casa triste. Pero mejor no ponerse melancólico. No quiero victimizarme, me hago cargo de mi parte, y listo. Mejor pensar en otra cosa, por ejemplo en la noche que me levanté por un vaso de agua, y al prender la luz de la cocina vi cucarachas, dos se metieron rápido en la rejilla del desagüe, una tercera permaneció en el borde de la azucarera, movió sus antenas hasta que desapareció detrás del exprimidor eléctrico. Vacié la azucarera en el tacho de basura. Y sabés, abrí la alacena y descubrí una cuarta patinando en la pila de platos. Apagué la luz y salí al patio. Prendí un cigarrillo y lo fumé bajo una gran luna, bajo el ruido del mar, el mismo ruido que nos reconfortó en la madrugada de hoy. Luego oriné sobre el pasto, y volví a entrar. Encontré a Pancho acurrucado en el sofá. Le acaricié la cabeza y seguí, fui a la habitación donde vos y Maxi dormían en la cama matrimonial. Me acosté sin taparme y moví los ojos en la oscuridad hasta que me quedé dormido. A la mañana siguiente no mencioné ni una sola palabra sobre las cucarachas. ¿Cómo decírtelo? Ahora, Pancho deja la pelota a mis pies, alza las orejas, sale a correr por la playa. Maxi te pasa el sándwich y dice que no quiere más. Un último mordisco, insistís, dale, no comiste nada. Maxi va tras el perro. ¡Despacio, te podés caer!, gritás, y volvés la vista hacia mí. Pancho se queda con nosotros, decís. Y de vuelta al casillero inicial, de vuelta sacarle la espoleta a la granada para ver qué pasa, otra vez el infierno cotidiano para el prójimo. Lo del perro lo vemos después, contesto, lo único que te pido es que no metas a nadie en el departamento. Ya hablamos de esto, te quejás y alzás los brazos, los dejás caer. ¿En qué momento empezamos a desconocernos? ¿Qué estábamos haciendo que no nos quisimos dar cuenta? Sabés, hace mucho que perdí la inspiración, Katya, más o menos para el tiempo en que se te dio por ponerle ajo a toda la comida, una cantidad industrial de ajo, y yo, lo reconozco, empecé a hacer ruido con la boca al comer, al sorber. Siempre fueron los extremos, las lucecitas que se prenden de noche en el tablero de control para avisar que todo se está yendo a la mismísima mierda, de la misma manera que lo hacía la voz de Cobain hace un rato, y nosotros no le dimos importancia, o mejor dicho le dimos mayor importancia al deseo autodestructivo asistido y golpeamos con el dedo el vidrio para que las lucecitas dejaran de parpadear y seguir. En algún momento vas a querer estar con alguien, digo, estás en todo tu derecho, lo único que me preocupa es que Maxi vea cosas que no tiene que ver. ¿De dónde sale este ataque de moralina? ¿Por qué tengo que decirte esto? Y vos preguntás, ¿qué fecha del mes me vas a traer la plata? Me pongo de pie. Observo a los adolescentes que pasan a la carrera en dirección al agua. Apenas cobre, contesto. ¿Y en vacaciones?, decís. ¿Qué pasa en vacaciones? ¿Qué con quién se queda? Eso después lo charlamos, contesto, y algo me hace recordar la noche que me enojé con vos porque no dejabas de dar vueltas, no decidías qué ponerte para salir, y me fui al centro solo. Entré a un bar, me senté al lado de la ventana y pedí un fernet. A la hora te vi pasar con Maxi en el tren de la alegría. La Pantera Rosa bailaba en la parte de atrás. La tarde anterior había visto a esa misma Pantera en ese mismo bar, la cabeza estaba sobre una mesa junto a tres botellas de cerveza, el hombre demacrado dentro del resto del traje, trataba de meter una moneda en la ranura de la Rocola. Pagué el fernet y salí, preferí caminar por calles de departamentos apretados, de viviendas en alquiler con patios y terrazas compartidas. Deseé estar en mi furgoneta, con mis soldaditos de siempre. Al llegar a la casa, Pancho me recibió a lambetazos, le llené un plato de trocitos de hígado y prendí la tele, me puse a mirar El verano de Kikujiro, y convertí aquello en el pabellón de los animales domésticos. Vos llegaste con Maxi en un taxi una hora después. Maxi sonrió y mostró un globo y una bolsa de caramelos. Pancho reventó el globo de un mordisco. Lo que siguió ya lo conocés bien, discusión, pura discusión. La avioneta pasa de nuevo, esta vez promociona ese restaurante grande de la peatonal. Decís, no quiero que te lo lleves a dormir, por lo menos por ahora, después de los seis años sí, y en Navidad se queda conmigo. El viento hace flamear el banderín del puesto de los guardavidas como si indicara la peste, y avanza en oleadas, en forma de media luna alargada sobre la llanura arenosa. ¿Qué exhibirán las ciudades sustentables del futuro en las vitrinas de la vida conyugal, mi amor? ¿Acaso chapas dobladas, astillas de vidrio, ladrillos reducidos a cenizas? ¿Acaso souvenirs de viejos polígonos de bombas? Si tiene que ser así, que así sea,
y listo. Que al menos en los cumpleaños nos vea juntos, digo. Me siento, bajo la mirada. Siempre es así, yo sugiero y vos ordenás, yo digo hoy podemos comer ravioles, vos decís hoy vamos a comer ravioles. Vuelve Maxi, toma el balde en el que suele juntar caracoles y se aleja unos metros. Me estiro hacia atrás, quedo apoyado en los codos. Alguna vez lo voy a ir a buscar a la salida del jardín, digo. Avisame antes, decís, y enterrás medio pie en la arena. Ah, y quiero que te lleves el jueguito ese de porquería. El hielo termina de formarse bajo mis pies, una vez más la conversación está por caer en un punto ciego. Eso significa discutir el resto de la tarde, Katya, no quiero eso, no quiero tener que girar la barrena para hacer un agujero en el hielo, y sentarme en una banqueta a pescar hasta que el camino se despeje y podamos seguir. De verdad, tener que llevarme la Play es como una última frontera. Digo, de ninguna manera me la llevo, eso es de él. Vos te volvés a enderezar en la reposera, abrazás tus piernas. Maxi viene con el balde vacío. ¿Qué pasó?, le decís, ¿y los caracoles? También viene Pancho, se sienta, jadea con la lengua afuera. Nuestro hijo lo mira por unos segundos, amaga pegarle con el balde. Eso no, decís, no se maltrata a los animalitos. Lo decís y tu voz viaja intacta en la oscuridad y llega hasta mí vía coaxil, la misma voz tierna que supo enroscarme la víbora, con todo gusto, hace mucho. Trago saliva, me pongo de pie, levanto la pelota y las paletas, marco una línea en la arena con el talón. Maxi, digo, te juego un partido. Vos también debés de acordarte de algo, porque guardás los anteojos de sol en el estuche y pasás tus dedos por los ojos. Sacás la cámara digital del bolso, y decís, cuando lo lleves, no le des comida chatarra. Hago girar la paleta en mi mano. Asiento con la cabeza. Maxi intenta darle a la pelota. El viento arranca una  sombrilla, la lleva a los tumbos unos metros más allá. Pancho ladra hacia las olas. Vos te cubrís los hombros con una toalla. Te ponés de pie. Prendés la cámara. El objetivo lente se extiende. Apuntás hacia el mar, hacia el retazo de mar que se debe mover despacio bajo la bruma en esa pantalla digital. Girás primero la cabeza hacia nosotros, luego la cámara, y por diez segundos parecés contemplar la imagen a través del visor, como si te dieras cuenta, como si no nos diéramos cuenta de que estamos a punto de hacer algo significativo para nuestras vidas. Y al momento pasa, como en un único acto de magia, porque tenés, porque siempre tuviste más pelotas que una horda de cosacos. Y lo decís, decís ¡Sonrían, dale, sonrían!, y luego disparás.

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