El gobernador entreabrió la hamaca para contemplar el rostro de Su
Majestad. De una cuchillada cercenó uno de sus dedos meñiques,
entregándolo a la reina, que lo guardó en el escote, sintiendo cómo
descendía hasta su vientre, con fría retorcedura de gusano. Después,
obedeciendo a una orden, los pajes colocaron el cadáver sobre el montón
de argamasa, en el que empezó a hundirse lentamente, de espaldas, como
halado por manos viscosas. El cadáver se había arqueado un poco en la
subida, al haber sido recogido, tibio aún, por los servidores. Por ello
desaparecieron primero su vientre y sus muslos. Los brazos y las botas
siguieron flotando, como indecisos, en la grisura movediza de la mezcla.
Luego solo quedó el rostro, soportado por el dosel del bicornio,
atravesado de oreja a oreja. Temiendo que el mortero se endureciera sin
haber sorbido totalmente la cabeza, el gobernador apoyó su mano en la
frente del rey, para hundirla más pronto, con gesto de quien toma la
temperatura a un enfermo. Por fin, se cerró la argamasa sobre los ojos
de Henri Christophe, que proseguía, ahora, su lento viaje en descenso,
en la entraña misma de una humedad que se iba haciendo menos envolvente.
Al fin, el cadáver se detuvo, hecho uno con la piedra que lo apresaba.
Después de haber escogido su propia muerte, Henri Christophe ignoraría
la podredumbre de su carne confundida con la materia misma de la
fortaleza, inscrita dentro de su arquitectura, integrada con su cuerpo
haldado de contrafuerte. La Montaña del Gorro del Obispo, toda entera,
se había transformado en le mausoleo del primer rey de Haití.
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