viernes, 15 de abril de 2016

INTANGIBLE de Darío HERRERA

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Aquel año, en Mar del Plata, durante la temporada veraniega, fue a habitar un chalet, situado en la colina sur, una señora de apellido patricio, con su hija única. Como desde su viudez, doce años antes, vivía en el más severo retraimiento, eran ellas desconocidas de la gente, joven, a quien la febril existencia de los centros populosos hace olvidadiza para con todos los que desertan de la exhibición cuotidiana.
Los paseantes solteros, al ver al principio a la niña, invariablemente asomada a una de las ventanas, en el tiempo del crepúsculo, con todo el busto visible, volvían asombrados: nunca imaginaron belleza tan perfecta. Pero ese asombro les impulsaba a indagar, y la indagación les traía un desencanto. Aquella cabeza y aquel busto pertenecían a una inválida, cuyas piernas -según lo afirmaron las consultas médicas- las inutilizaba una paraplejia incurable.
Y esto era exacto.
En efecto, la señora Mercedes García de Gutiérrez agotó lo posible terrestre para detener el curso de esa parálisis, de origen medular, terriblemente precoz, lúgubre legado paterno de venenos absorbidos durante una juventud tormentosa y conservados en estado latente hasta la violenta explosión mortal. Pero en Europa, como en Buenos Aires, visitó en vano, con la miseria doliente de su hija, a los más afamados facultativos: el mal no tenía remedio; y pronosticaron todos la incapacidad de la niña -Elena, era su nombre- para la realización más tarde de sus sueños y anhelos femeninos.
En compensación de esta semimuerte, el busto adquirió, en la época núbil, un soberbio desarrollo, con el prestigio de la más admirable estatuaria, como si la vida se resarciera así de la estrecha y usurpadora vecindad de su enemiga. También el rostro acentuó la perfección de su óvalo, la pureza de sus líneas, resaltantes bajo el negro lustre del cabello, en la blancura de la piel, donde los ojos, del verde obscuro de las aguas profundas, fulguraban extrañamente. Tanta hermosura sobre tanta desdicha, era como un sarcasmo horrible: evocaba una primavera floreciendo sobre una tumba prematura.
Y dentro de ese cuerpo ruinoso y espléndido, el espíritu de Elena vivía una vida intensa, una vida ardiente, llena de adivinaciones torturadoras, con intermitencias de rebeldía y de resignación siempre sombriamente mudas. Su educación fue esmerada (consejo médico para que el estudio y la lectura recreativa contrarrestaran la abrumadora obsesión de su enfermedad), y esa gimnasia del cerebro le afinó de modo extraordinario, todas sus potencias. Pero a medida que se ensanchaban para ella los horizontes del universo interno, sus padecimientos crecían, dándole la clarovidencia amarga de goces imposibles, palpitantes en torno suyo con cruel ironía. Así, en ocasiones, la asaltaba una ira sorda, un odio secreto contra toda aquella plenitud de dicha imaginada en los demás, y la hubiera visto con gusto trocarse en sufrimientos más atroces que los de ella. Otras veces la vencía un hastío inmenso, absoluto, por la existencia, de uniformidad y desesperanza infinitas; y entonces el proyecto del anonadamiento voluntario se le insinuaba en las ideas, persuasivo y fúnebre.
Por suerte, estas crisis de sus pobres nervios degenerados, si bien frecuentes con el avance de la pubertad, eran fugaces; y regresaba a su pasiva dolencia, sin que las formidables marejadas íntimas hubieran siquiera trascendido al exterior, sin que experimentara menoscabo alguno la belleza de su rostro, invulnerable a los sufrimientos. Sin embargo, desde hacía poco tiempo, después del período depresivo consiguiente a cada crisis, la reacción venía acompañada de una punzada cortante en la médula espinal. El empleo de la morfina fue necesario; y como los accesos no tenían ya fecha ni horas fijas, aprendió ella misma a inyectársela... cuando no lo hacía la anciana institutriz inglesa, cuyo semblante impasible era el único que en todos los momentos soportaba la enferma. Porque su excesiva irritabilidad nerviosa recrudecía ante cualquiera muestra de pena o de compasión, y ello obligó al fin a la señora Gutiérrez a dejarse ver muy poco de su hija; a sumirse más y más en su austero encierro, consagrada a ejercicios religiosos, e ignorante, en su sencillez moral, de las complicaciones dolorosas de aquel espíritu.
Y en Mar del Plata, continuaron ambas su vivir solitario y triste.

II

En la primera semana, las horas del balneario transcurrieron para Mario de Heredia como torbellino de diversiones encantadoras, dentro del círculo mixto formado por el elemento soltero del Bristol. Tenía treinta años, su posición social era excelente; su familia nobiliaria; había hecho varios viajes provechosos por el extranjero -viajes de observación y de estudio- y ahora acababa de publicar un libro, de mérito artístico indiscutido. Pero su labor, por lo densa y lapidaria, fue nociva a su temperamento nervioso; y aquella existencia marplatense, de impresiones ligeras, puramente físicas, ejercía en él una influencia regeneradora.
Su cerebro, calcinado por la labor pensante; su sangre, empobrecida por la existencia ciudadana, poco a poco se reconstituían, se vigorizaban, como con benéficos baños de frescura. Y al volver a la soledad del cuarto, el sueño nunca le era esquivo: sus músculos y su espíritu, en el descanso, se fortalecían, apercibiéndose para empezar, con el mismo entusiasmo, el programa del día siguiente.
Gustaba también hurtar algunos ratos a la diaria reunión, para entregarse a solas, en la playa, a contemplaciones objetivas, sin análisis, pues notaba que hasta los espectáculos más triviales eran ahora un deleite para sus ojos. Y desde las diez hasta las doce, sus retinas no recibían sino imágenes plásticas, en el cuadro bullente de la concurrencia veraniega. Bajo los toldos, sobre la arena, grupos de los dos sexos veían a los bañistas agitarse, desaparecer y surgir en las aguas espumosas. Por la Rambla, la multitud circulaba indiferente al sol. En los balcones y en las terrazas de las confiterías, otros grupos descansaban del ejercicio del baño. Y donde quiera, en la gloria de la luz, el hechizo armonioso de los colores y las formas, toda la risueña elegancia estival, ante la magnificencia del océano.
Pero aquella placidez de Mario fue efímera. Entre las niñas del Bristol, había una, rubia y linda, novia en privado de un amigo temporalmente en Europa. El amigo, al partir le pidió que la "atendiera", si iba él al balneario, punto habitual de veraneo de los padres de ella. En cumplimiento del pedido, la prefirió desde el primer día cautivándole su inteligencia comprensiva, flexible, su imaginación brillante, su carácter pensativo, su mentalidad, en fin, exenta de todas las superficialidades del "eterno femenino". La preferencia, estrictamente amistosa, aumentó, y fue su compañero en los paseos y en los diálogos mixtos del salón de conciertos. Nada más natural como asimismo las bromas que surgieron y los comentarios que las continuaron, por los cuales pasaban, él y ella, a la lista de los compromisos de ese año. Y Mario sintióse de nuevo invadido por su pesimismo social, generador de su alma de invencibles hastíos.
Fue entonces, una tarde, el noveno día de su llegada, cuando abandonó la Rambla, cuyo cinematógrafo invariable de multitud móvil le aburría, y se dirigió a una de las colinas del pueblo. Desde allí, el panorama circundante se le ofreció magnífico. A derecha e izquierda, otras colinas, cubiertas de verdores, alzábanse, salpicadas, a trechos, de casas. Abajo, la población se agrupaba risueña, en una mezcla de techos y azoteas, donde fulgían los rayos oblicuos del sol, próximo ya al ocaso. Más abajo aún, el mar, apacible, de un tinte azul índigo, era un cielo invertido frente a otro cielo .
La tarde desfallecía, y el caserío iba revistiéndose de formas indecisas. De las ventanas de vidrio de un chalet cercano saltaba la luz solar en chispeos sanguíneos. Distantes, los tres pabellones del Bristol erguían sus siluetas, ligeras airosas sobre el vasto escenario marino. Las nubes, en lo alto, diáfanas, viajaban pausadamente, cambiando de aspecto al cambiar de sitios. El sol apoyó su borde inferior sobre la cima de un montículo lejano. Allí permaneció unos segundos; luego tras una pira llameante. Y pareció aquel el momento esperado para la creación de una fabulosa taumaturgia.
Por la comba del firmamento se derramaba, descomponiéndose, una oleada de luz roja. La vida crepuscular se esparcía en infinita conjugación de matices; todas las fuerzas activas de la naturaleza quedaron suspensas, y formáronse con las nubes prodigios visionarios. Era aquello cual símbolos sobrenaturales trazados por la mano de lo desconocido. Del ocaso brotaban llamas cortas; adquirían las más caprichosas figuras, y se diseminaban, radiantes, por la atmósfera incendiada. Sobre la extremidad izquierda de la línea de occidente, un castillo de ónix, del período medioeval, apareció y desapareció, reemplazándole amplio lago violeta, ceñido por playas de oro. Un templo helénico resplandeció en el levante. En el cenit, en medio de lujosos amontonamientos de tapices anaranjados, dibujóse, con relieve plástico, un lecho de púrpura. Cerca del confín marítimo, grandes copos blancos, sobre manchas escarlatas, fingían hecatombes de osos polares. El océano copiaba en su tersura blanda, amortiguándolas y confundiéndolas, todas estas transmutaciones de tonos y formas. El lado norte ensombrecía su azul; el oriente era de violeta lánguido, y el pueblo entero envuelto en un vapor rosado, se desplegaba como tras un portentoso lente, con la apariencia de una ciudad fantástica…
Desde el punto donde se hallaba, Mario asistía absorto, con ese especial recogimiento del artista, a todas aquellas magias crepusculares. Y en la necesidad de que alguien compartiera su admiración, paseó la vista en derredor. Allí, muy cerca, en una de las ventanas del chalet, contra cuyo muro él se recostaba, había una mujer, una niña, arrobadora. Estaba lejana a todo, sumergida en un ensueño, persiguiendo con las pupilas una visión vaga, una visión lejana, como fuera del horizonte sensible.
Hipnotizado, recogía Mario los menores detalles de la cabeza de Elena, las curvas más leves de su busto, permaneció en su éxtasis contemplativo hasta la desaparición de ella, brusca disgustada sin duda por la insistencia de aquellos ojos. Era en el instante en que la noche concluía de borrar las coloraciones del poniente, disipándolas sobre el abismo entenebrecido del cielo. Y Heredia regresó al Bristol, paso a paso, meditabundo, intrigado hondamente por esa belleza. Su alma griega, adoradora de la línea pura, la encontraba intachable. Se preguntaba quién sería; mas no se le ocurrió indagarlo, para evitar bromas y comentarios como los anteriores.

III

Por cinco tardes consecutivas estuvo Mario estacionado junto al chalet. En sus veleidades artísticas estudió pintura, logrando ser un acuarelista pasable. Y se trasladaba a la colina, provisto de los útiles pictóricos necesarios, para explicar su permanencia allí a cualquiera curiosidad importuna… y aún a la suya propia, pues le habría sido difícil darse una respuesta satisfactoria, al interrogarse él mismo acerca de sus visitas. En verdad ¿qué se proponía? La joven, aunque infaltable a la ventana, parecía extraña a la presencia del improvisado pintor. Tan sólo, la segunda tarde, dio indicios de advertirle le miró un minuto fijamente, con algo como sorpresa cavilosa. Después, si por casualidad se abatía sobre Mario el resplandor fugitivo de sus ojos, nada leía en ellos, eran impenetrables. Y él llevaba ya hechas cuatro acuarelas, mediocres, se lo confesaba, y aquel paisaje, ya demasiado monótono, en adelante no le proporcionaría sino peores temas e inferiores cuadros.
-"Es preciso que le hable" -se dijo resuelto, caminó de regresó.
Pero ¿cómo abordarla? Allí las etiquetas mundanas, era cierto se modificaban en mucho; imperaba una modalidad llena de franqueza, familiar, propicia a las amistades súbitas. Pero esa franqueza se contenía dentro de la más perfecta cultura, cuyo límite nadie osaba traspasar; y habría procedido de manera incorrecta, grosera, dirigiéndole la palabra a una niña desconocida. Además, era muy raro no verla nunca en ninguno de los puntos de reunión de las familias veraneantes; y sus vestidos claros demostraban bien que no estaba de luto. Entonces se trataba de una extranjera advenediza ó de una criolla de nacimiento plebeyo? En cualquiera de los casos el asunto se hacía escabroso para un amor serio, formal, como debía ser el suyo, por su educación, sus tradiciones de sangre y lo severo de la sociedad en que actuaba…
-"¡Bah! -exclamó al fin, cansado de aquel vano soliloquió- lo indicado, lo racional, es averiguar quién es."
Y agregó en seguida, arrepentido, sin saber por qué, tal razonamiento:
-"Sin embargo, jamás realidad alguna ha podido igualar a la quimera que reemplaza. . ."
A la sazón entraba en su cuarto: decidió comer en él para evitarse la ida al comedor y la subsiguiente demora fuera. La noche se anunciaba tormentosa, y quiso aprovechar sus primeras horas, escribiendo algo. Sentía en los nervios esa actividad fluida, anunciadora de la gestación cerebral. En todo el tiempo de su permanencia en el balneario, no había tomado la pluma; las letras le hormigueaban en los dedos, y en su mente burbujeaban las ideas, con el ansia de la forma. En ese instante, un trueno tableteó a lo lejos.
-"Vendría bien la lluvia" -pensó Mario, abriendo de par en par la ventana de su cuarto, en el anexo de Bristol.
El día fue singularmente bochornoso. Hacía la tarde espesas nubes, de un gris sucio y obscuro, se desdoblaron en el cielo, descendiendo a un nivel opresor. El aire tenía pesadez sofocadora; y al comenzar el crepúsculo y en lo transcurrido de la noche relámpagos continuos, en la negrura del espacio, describían culebrinas lívidas. El ambiente estaba electrizado; los truenos eran ya asiduos, y sobre la superficie marina, en el relampagueo parpadeante, veíanse arder espumas fosfóreas. Entre tanto, bajo la pluma de Mario las palabras galopaban, en irrupciones fecundas; los renglones se nutrían; los párrafos se apiñaban, y las cuartillas sucedíanse unas a otras, hora tras hora. De pronto, el cerebro elaborador quedó inmóvil, cual si en él acabara de efectuarse el vacío, mientras sacudían a Mario ráfagas húmedas. Cesó de escribir substrayéndose a su reconcentración; llovía torrencialmente; un gran viento frío latigueaba en las casas y los árboles; mil rumores confusos volteaban silbeantes. Y a ellos, y al repiquetear de la lluvia sobre los techos, mezclábase un clamor bronco, profundo, potente, traído a intervalos por las rachas ventosas; era el océano colérico, azuzado por la tormenta.
-"Se desahoga también la naturaleza!" -murmuró Mario, cerrando la ventana para acostarse.
Durmió bien, y se levantó con el cuerpo ágil y el espíritu risueño. La mañana ostentaba todo su lujo de estío. El cielo, lavado por la lluvia de la víspera, era de una transparencia cristalina. El sol esplendía, en derroches de luz. El mundo despertaba rejuvenecido por aquella ducha abundante, por aquel masaje de viento; y gérmenes y savias, seres y cosas, latían con júbilo, como en una transfusión de fuerza nueva, de vida sana, para unirse acordes a las aleluyas del universo.
Mario almorzó con apetito, disponiéndose luego a concurrir al salón, al olvidado círculo de jóvenes y de niñas, cuyo abandono se censuraba. Por unas broncas inocentes, sin consecuencia, pues con la vuelta a la ciudad todo terminaba, de sí mismo, ante el cambio de costumbres. Tenía que reconocer su tontería, agravada por sus idealidades vespertinas. ¿Primorosa? Indiscutible ¿Una verdadera belleza? Tal vez. Pero en el cosmopolitismo bonaerense cundían tipos análogos, productos del cruzamiento de las razas, y nunca se le ocurrió enamorarse allá de alguno. Si, estuvo ridículo: era preciso retornar a sus antiguos hábitos, rehacer su interrumpida existencia.
Y pensando esto, finalizó de almorzar. Después, previo un cigarro en la terraza, entró en el salón.

IV

Para Elena la presencia de Mario, el primer día, cerca del chalet fue desagradable. Estaba ya harta de aquellas curiosidades masculinas trocadas luego en indiferencia humillante, o en compasión impertinente. Una más no hizo sino aumentar su enojo cimentado por su antipatía instintiva a ese sexo, libre y fuerte. Su conocimiento práctico de los hombres era casi nulo: médicos y viejos parientes. No había tratado a ningún joven, y sus aprendizajes teóricos, tanto en los estudios de historia como en las lecturas imaginativas, le descubrieron en el hombre -a través de las ponderadas generosidades varoniles- a un ser esencialmente egoísta, de usuras feroces con la mujer. Y por eso alejó de la ventana la silla rodante, su medio obligado de locomoción.
La vuelta de Mario, por segunda vez, le produjo asombro y perplejidad. ¿Ignoraría aun su miseria física?... Mas la tercera tarde sus dudas se desvanecieron: imposible que no hubiera averiguado ya quién era. Luego, si él conocía su invalidez, esa especie de comunión híbrida, de vida y muerte. ¿a qué obedecían sus visitas? ¿Qué sentimiento, enigmático para ella, guiaba aquella admiración muda, aquel entusiasmo respetuoso, patentizados en los ojos, en los actos, en todo él? Su distinción veíase en su porte; su inteligencia se adivinaba en el fulgor interno reflejado en su fisonomía. Y poseía aún algo más: alma artista, pues era notoria la unción con que, minutos tras minutos, tarde por tarde, se dedicaba a reproducir en sus cartones las vistas circundantes. Y con la vehemencia de los temperamentos, reconcentrados; con la abnegación de las almas doloridas, se entregó a aquella simpatía.
En su yo moral brotaba un sentimiento nuevo, ligándola por vez primera, sin martirio, a la existencia. Su naturaleza latente de mujer, sus intuiciones sensitivas de virgen, retenidas en estado nebuloso por el fracaso a medias de su cuerpo, al toque de aquel sentimiento -confuso todavía- y cuya índole exacta no podía analizarse cristalizaban, llenándole el alma de cosas nobles, de conceptos justicieros sobre las fases buenas de lo creado. Especialmente, fue optimista para todo lo de Mario. Y ella, cuya habilidad artística sobresalía en dibujo y pintura, encontraba magistrales las acuarelas de él, examinadas a hurtadillas, con unos lentes de teatro.
¿Quién era? ¿Cómo se llamaba? ¿Cuánto tiempo permanecería en las playas? Cuáles eran sus relaciones, su género de vida? ¿Cuáles sus ideas, sus gustos, sus predilecciones? ¡Le habría complacido tanto enterarse de la personalidad de ese inesperado amigo, de actitud tan distinta a la de los otros, que no le rozaba ásperamente su  delicadeza nerviosa, que observaba siempre una conducta llena de benevolencia, en su elocuente mutismo!...
Y en el corazón de Elena, ávido de afectos, hubo para Mario gratitud inmensa.
Únicamente le perturbaba este florecimiento espiritual, el dolor de la médula, desaparecido en el balneario. Su reaparición coincidía, inexplicable, con las visitas de Heredia. Y los accesos eran continuos, bien que no violentos. Pero en la mañana del quinto día, recrudecieron, aunados con inusitada agitación interna. Después del meridiano, en el avance de la tarde, el malestar aumentó, y la punzada tuvo abrumadora rudeza. No obstante, en un esfuerzo supremo, antepuso la voluntad a lo agudo de la dolencia, y no faltó en la ventana a la hora de costumbre. Allí la contempló Mario, adorable siempre, en su impenetrabilidad de esfingie… Y al retirarse ese iluminador de sus sombras, el comprimido mal estalló más terrible, y sólo a la segunda inyección pudo su cuerpo anestesiarse y su cerebro dormir pesadamente, mientras la tormenta surgía, actuaba y se perdía en el infinito.
Despertó con el sol próximo al cenit. Experimentaba general alivio y un cansancio benéfico la sumía en la beatitud de las inercias mentales. La concordia de los elementos en aquel día luminoso la impregnaba de dulzura, de languidez consoladora; no quiso ocuparse en labor alguna, y dejó a su madre distraerle las horas con la lectura de los diarios. Así aguardó el descenso del astro a la gran parábola del occidente…

V

En el salón de conciertos, vasto y simple, -cuyos muros blancos los rayaba de rojo la doble fila de sofaes y sillas,- en el fondo, junto al piano, al pie de un escenario pequeño, estrado de la orquesta estaba el inmutable grupo de solteros y solteras del Bristol. Entre ellas, la prometida del ausente. Aparte, las mamás miraban. En un sofá una pareja de novios se aburría en silencio. Lejos, tres casadas jóvenes, formando también grupo, conversaban.
-¡Felices los ojos que lo ven! -prorrumpió una de las muchachas, al acercarse Heredia.
-Si son realmente felices, un millón de gracias -les contestó éste sonriendo.
-Suprima el millón y deje las gracias -dijo la del lado, una chicuela vivaz y bonita.
-Suprimir el millón, ustedes, farsantes, si no quieren otra cosa! -gritó de enfrente la voz agauchada de uno que pasaba por gracioso.
Mario se volvió rápido para responder; pero ya las niñas se adelantaban, exclamando a una, alegremente:
-¡No ha oído y habla! ¡Maestro Ciruela! ¡Si creerá que estamos a la moda!
Y comprendió Mario que aquella, al parecer insolencia, era un rasgo de esprit: que sería candidez de su parte no reir, y rió también, como buen muchacho que goza con las agudezas de otro... Su compañera de colocación, ya en diálogo concreto, le preguntó :
-¿Y dónde se mete el misántropo, si no es indiscreción saberlo?-Se mete: en la arena hasta los tobillos, en el mar hasta el cuello, en un cuarto donde hay una cama para dormir, en un comedor, donde se come, y se mete a charlar ahora con muchachas muy lindas; pero metiéndose en tantas partes, nunca se mete en las vidas ajenas.
-Poco amable -el final- exclamó su interlocutora.
-No hago sino repetir lo que ese supuesto misántropo me ha soplado, y el cual nada tiene que ver conmigo…
-Bueno, pues, como yo sí me meto en la vida ajena, le diré que todas las tardes lo ven junto al chalet de la señora Mercedes García…
-Mercedes García…¿la viuda de Gutiérrez?¡Ah! ¿Ese chalet es de ella?...Efectivamente, pinto a menudo en aquel paraje, y creo que, sin provecho alguno, empiezo a recordar mis aficiones de acuarelista.
Las últimas palabras fueron arrebatadas por el 5o. vals Boston, que llenó la sala. Algunas parejas se levantaron, enlazándose en !os giros del baile.
-¿Sabes de quién es ese valse? -le preguntó su vecina a Heredia.
-¿No es de Ramenti?
-¿Y sabe que Ramenti no es un nombre, y significa mentira?
-No sabía; ahora lo sé… pero…no entiendo.
-Porque no quiere: son del mismo autor las acuarelas de hace poco.
-Y la verdad -dijo interviniendo desde su sitio la novia del amigo ausente, con cierta expresión de malicia burlona en los ojos,-es que usted festeja á Elena Gutiérrez, la tullida!
-La verdad de todo -replicó Mario sin turbarse, y levantándose -es que me caigo de sueño, y voy a dormir la siesta… si ustedes me lo permiten.
Y haciendo un saludo general se separó de la reunión, pronta ya a disolverse con la ida de la orquesta.

VI

Desde que Mario oyó el nombre de la viuda de Gutiérrez, su memoria no descansaba: la intencionada broma final le hizo completa luz. Su madre más de una vez, le habló de una amiga de la infancia y del colegio, a quién cesó de ver en las separaciones naturales de los viajes, del matrimonio, de las diversas y variables relaciones de las grandes sociedades. Esa amiga tenía una hija, única, tullida. Era  pues, la misma, la que tanto le entusiasmara durante cinco días, Y resolvió, ya en el letargo invasor de la siesta, concluir con aquel extravagante idilio. ¿Cómo entonces, dos horas más tarde se hallaba al pie de la ventana de Elena?
-¿Es a Elena Gutiérrez a quien tengo el gusto de hablar? Soy Mario de Heredia, y creo haber oído en más de una ocasión hacer referencias de usted a mi madre, vieja amiga de la suya.
Una voz salió del cuarto, haciendo volver los ojos de la niña.
-!El hijo de Rosario!...¿Cómo lo había de conocer?
Y un rostro coronado de nieve asomó por el claro:
-Entre: es usted el bienvenido. Ya hoy no se toma mate, como en los tiempos en que Rosario y yo nos robábamos la yerba para tomarlo lejos de nuestros mayores: le ofrezco el té de las cinco.
Mario entró, pareciéndole al hallarse entre ambas, que hasta un viejo retrato pendiente del muro le saludaba afable. La señora dijo, viendo sus miradas.
-Es papá: bastantes retos recibió de él Rosario, que era diabólica y traviesa.
Y el joven se inclinó ante el cuadro, con una sonrisa, provocando así la agradecida de la hija y la indefinible de la nieta. Un sirviente apareció con el servicio del té, y lo puso al alcance de Elena. Esta preparó las tazas y presentó una a Mario:
-He aquí -le dijo, saliendo de su mutismo- el hidromiel de la hospitalidad…
-Lamento no ser un héroe nibelungo para hacerle honor -contestó Heredia, acariciado armoniosamente por aquella voz pectoral.
-Pero es un artista, que hace acuarelas muy lindas y que, sobretodo, ha escrito un precioso libro… Sí, precioso; pero también muy triste. No parece sino que fuera usted el enamorado de la muerte. Bajo la riqueza de su forma, llena de vida, en su libro hay siempre algo que muere: a veces un ser; a veces una ilusión, una esperanza, un sentimiento; a veces hasta el mismo recuerdo.
-Veo que he tenido siquiera una lectora inteligente…tan inteligente como hermosa.
-¡Oh! Sí …una Venus –le interrumpió la niña.
Y el semblante se le cubrió de sombra. Mario no supo salir del paso, sino con una frase torpe.
-¿Va usted a menudo a la playa? …
Y Elena entonces -entre la inquietud dolorosa de la madre, y la confusión del joven por su nueva tontería- exclamó jovialmente:
-No, no voy a ninguna parte: las cosas vienen a mí. Sólo cuando son muy grandes me gusta verlas a distancia: por ejemplo, el cielo y el mar.
La charla continuó hasta el crepúsculo. Y el nuevo amigo despidióse, aceptando la invitación diaria para el té de la tarde, hecha por la señora de Gutiérrez, contenta de la inusitada animación de su hija.
En tanto, Mario se encaminaba al Anexo, pensativo.
-¡Encantadora criatura! -se decía, poniéndose el traje nocturno- Y pensar que su alma de elección, excepcional en la mujer, la deforma, la incapacita, la anula… ¿qué? Nada y mucho. Ese rostro puro y ese busto impecable son un imposible para la materia tiránica. ¡Pobre niña! El destino ha tenido, al crearla, una fantasía infernal... Pero, con todo, su trato será siempre mejor que el de las otras; dejaré de oír hablar de noviazgos, de festejos, de qué sé yo cuantas frivolidades, y haré de su casa un refugio para mi fastidio, mientras llega el momento de ir a fastidiarme en la ciudad… por muy corto tiempo, afortunadamente…

VII

Fueron doce días únicos, abiertos, como un luminoso paréntesis, en la eterna tristeza del vivir de Elena. Aquel té, preparado por ella con delicia, tenía la virtud de un filtro mágico. Sus ojos, sus labios, todo su semblante irradiaba claridades risueñas. Y se dejaba mecer blandamente, en secreto, por aquel bienestar dulcísimo, que la envolvía y la penetraba, despertándole de su largo sueño, sentimientos, sensaciones y anhelos jamás imaginados.
Mario no la había conocido antes, y no sospechaba siquiera que su presencia era la causa de tal transformación. Así, estimulaba con su asiduidad lo que inconsciente para ambos infundía, formidable de magnitud, en aquella alma. Y a diario acudía allí, saboreando el placer exquisito de encontrar un temperamento gemelo, donde sus ideas, sus imaginaciones, sus conceptos, sus refinamientos, tenían siempre repercusión simpática, y regresaban a él, asentidos, modificados o discutidos, como el eco de su pensamiento, como la dualidad de su propio espíritu.
En su segunda visita, se fijó en un estante-biblioteca, arrinconado en un ángulo de la pieza.
-A ver -dijo acercándose:-quiero conocer sus gustos.
Y mientras él recorría los volúmenes, Elena miraba. Aquel hombre, joven y apuesto, era el mismo de quien más de una vez, leyéndole, pensó: "he aquí a uno a quién desearía tratar"…Y era doble su regocijo ahora, al ver en ese uno, a dos desconocidos que la impresionaron agradablemente.
-¡Pero si tropiezo con muchos amigos! -exclamó Mario -¿Lee usted estas cosas sin temor de envenenarse?
-¿Que no son las lecturas permitidas a una niña? -le dijo la enferma, adivinando lo que el joven no se atrevía a expresar. Convenido; pero convengamos también que yo puedo leer todo: nada me enseñará lo que nunca comprenderé; nada ha de entristecerme tanto como mi propia vida. Si, puedo leer todo -agregó dulcificando la frase con una sonrisa- hasta su libro, que hacer adorar la muerte.
Y desde ese día, Mario evitó cuidadosamente cualquier tema de de conversación que trajera a ella reminiscencia de su estado. Esta esgrima del cerebro, por la cual se notaba bueno, le enaltecía consigo mismo. Elena lo adivinaba, con la finura de penetración del infortunio, y su gratitud se robustecía, se agigantaba, germinando en su corazón algo inaccesible a su raciocinio, pero que, por el momento, la beatificaba deliciosamente. Las visitas de Mario tenían la eficacia de un ungüento milagroso: le curaban las ulceraciones del alma, narcotizándole la conciencia de su desdicha corporal… La punzada no era ya sino vago recuerdo: la morfina estaba olvidada, y su contento tenía duración uniforme.
Pero sólo la manifestación de su afecto amistoso se traslucía para Heredia en los modales de Elena. Ni podía juzgarlos de manera distinta. ¿Cómo ocurrírsele que el trato suyo originara en ella sino un cariño cuando mucho fraternal? Su invalidez -como la acción constante de la realidad sobre lo deleznable de una quimera- acabó por suprimir a los ojos de él todo lo femenino de ella, y ahora la consideraba tan sólo como una compañera espiritual en sus orales correrías artísticas, como una auditora comprensiva de sus disquisiciones estéticas. En consecuencia, una tarde, la duodécima de su entrada en el chalet, le dijo ingenuamente:
-Acabo de recibir un telegrama de papá, en que me llama a Buenos Aires. No hay ninguna novedad en la familia; son asuntos de la estancia. Además, la temporada termina; en el Bristol la dispersión es general, y supongo que ustedes nos seguirán en breve. Me despido, pues, hasta muy pronto: no tengo nada listo y parto en el tren de esta noche… Espero que en Buenos Aires no me negará este buen té de las cinco -añadió dirigiéndose a la señora de Gutiérrez.
-No …¡qué ocurrencia! -murmuró Elena maquinalmente, mientras su madre respondía:
-Al contrario, es usted el que va a olvidarnos, con las diversiones de la Capital. Pero si acaso se acuerda de nosotras en sus ratos perdidos, ya sabe que allá nuestra casa es también suya.
Hizo encargos cariñosos para su amiga de infancia; y el joven se alejó con tristeza de aquellos sitios hospitalarios.

VIII

-Heredia tiene razón, mamá -exclamó Elena, rompiendo el silencio que siguió a la despedida de Mario; -es tiempo de regresar.
-Cuando gustes, hijita: ¿quieres a fin de esta semana?...
La noche fue larga y sin sueño. Legiones de pensamientos cruzaban por el cerebro de la tullida, rechazándose o uniéndose en continuo vaivén. Pugnaba por disiparlos con reflexiones justas, y, a pesar de todo, a despecho de su voluntad, la acometían de nuevo…
Por qué afligirse ante aquella ausencia? ¿No debía al cabo suceder eso? ¿Podía acaso pretender que se eternizaran sus visitas, haciéndole parte integrante de su vida miserable?... Más estas consideraciones nada lograban contra el oleaje confuso de su mente; tan confuso, que eran percepciones sin forma, sentimientos imprecisos, en los cuales sólo había una idea clara, una idea lacerante: la convicción de no volver ya a verle todas las tardes. Y esta certidumbre le oprimía el corazón con tenacidad sorda, con suavidad perversa, como si una mano delicada se lo apretara lenta, felinamente… Pero no quiso inyectarse morfina; le había prometido a él no usarla sino en los ataques agudos de la médula; y resistió heroica el malestar del insomnio.
El alba se insinuaba ya en el cuarto cuando consiguió dormirse, abatida por el mismo desveló… La punzada, la punzada violenta, desgarrante, enloquecedora, la despertó tres horas después. El dolor era tal, que la institutriz compareció asustada, por la manera como sonaba la campanilla eléctrica.
-La morfina! -fue todo lo que pudo sollozar la enferma, con la faz convulsa y los ojos delirantes.
El frasco estaba vacío desde hacía varios días; hubo que preparar una porción completa.
-¿Cuántos?....¿dos? -preguntó la inglesa.
-No, son pocos… tres, cuatro… los que quiera -contestó Elena, cuyos miembros sanos, sobre la rigidez de las piernas, se retorcían en el paroxismo del tormento.
La institutriz pesó escrupulosamente la morfina, a razón de tres centigramos por cada gramo de agua. La solución quedó hecha; el frasco lleno. En seguida le aplicó la inyección, y el efecto fue inmediato: Elena sintió que aquella mordedura horrible iba debilitándose, languideciendo, evaporándose por grados; la exasperada tirantez de sus nervios se aflojó, y toda ella, al minuto, caía bajo la insensibilidad reparadora del sueño.
Salió de su letargo al comenzar el crepúsculo. La punzada era opaca; sus pensamientos perezosos, y una laxitud profunda la embargaba. En ese estado duró aún media hora, hasta sacudir las últimas brumas del narcótico. Entonces su mente dedicóse a elaboraciones melancólicas.
Lo imprevisto la había sorprendido, en medio de la paz de aquellas horas, ya por siempre idas. No le restaba de su bienestar extinto, sino la sensación de una gran silencio, formado de súbito en torno de ella, de una soledad honda, como un mar de aguas pálidas. Su primer brote de contento, de esperanza, de ternura, no alcanzaba todavía su pleno desarrollo, cuando ya una helada prematura se tendía sobre él, para secarlo y destruirlo y anonadarlo; y en adelante el curso inexorable de sus días sería más doloroso, al recuerdo de ese pasado fugaz, de esa dicha avarienta, que le dejaba para la desesperanza de su futuro, sólo promesas dudosas y presentimientos tristes. Y en el fondo de su cerebro, muy recóndito, se condensaba un obscuro impulso, de deseo nebuloso, todavía fuera de las nociones pensantes, pero ya dotado, al parecer, de fuerza irreducible…
Después de la comida, se sintió mejor; el espíritu recuperó su equilibrio, y se amortiguaron sus meditaciones desoladas. Se hizo trasladar al lecho, y escuchó por un rato el ritmo nasal del acento de la institutriz, en la lectura de un poema de Tennyson. Cuando terminó y la dejó sola, se puso a hojear los diarios llegados por la tarde. Buscó la sección social de uno; luego, el fin de ésta, en donde se consignaba el movimiento veraniego, leyó. En la quinta noticia se detuvo y repitió su lectura… Fue apenas un ligero frío en la espina dorsal; y permaneció quieta, mirando sin ver el diario abierto, mientras sus labios murmuraban, cual si no supieran decir otra cosa:
-Ah!...se va para Europa!...
(La noticia daba, como inmediatos, el regreso de Mario a la capital, esa mañana, y su partida a París, proyectada por él para la primavera, ocho meses más tarde)
Al estupor brusco de todo su organismo, pasado un lapso de minutos, la reacción sucedió pasiva y sombría. Una vergüenza de sí misma le anegaba el alma, humillándosela. Sentíase como bajo el peso aplastante de un insulto; de un insulto contra el cual no tenía ni siquiera el derecho de la protesta. Todas las visitas de Mario, todas sus demostraciones afectuosas -oh! ella no pretendía que excedieran de la amistad! -esos diálogos encantadores, en fin, no fueron sino un producto egoísta de él, un juego caprichoso de su fantasía; y en lo intimo debía de creerla un pobre ser sólo objeto de lástima, un harapo de humanidad, cuando nada le dijo de aquel viaje, cuando la juzgo indigna de asociarla a sus proyectos privados. ¿Qué era, pues, en rigor ella, si ni de él mereció un poco de aprecio, una migaja de cariño? Y juzgándose con severidad desgarradora, se tuvo asco horrible…
A este tiempo, una onda de claridad blanca inundó el cuarto. Había transcurrido la noche, y un nuevo día alboreaba para su martirio. ¿Cuántos más le tendría señalado el destino? Miró el frasco de la morfina. Estaba sobre la mesa de noche, al lado del estuche de la jeringuilla, y ambos se perfilaban netos en el crecimiento de la mañana. Con cinco o seis inyecciones de aquella fuerte solución todo concluía! Estiró el brazo, y tomó el estuche, mientras con la mano libre se desnudaba el pecho, cuyos níveos relieves se esmaltaron en la luz. Destapó el frasco; abrió la cajita…Más no pudo continuar en su designio: un poder superior se adueñó de pronto de su voluntad, paralizándosela ¿Morir?...¿Tenía acaso derecho a esas rebeldías, ella, despojo despreciable de carne enferma?...
Y dejó caer el brazo pesadamente fuera de la cama, abrumada toda por un desfallecimiento infinito.


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