Me
he acostumbrado a vivir muchos años fuera de mí, pensando cosas que estaban muy
lejos, y ahora que estas cosas ya no existen sigo dando vueltas y más vueltas
por un sitio frío, buscando una salida que no he de encontrar nunca. Yo lo
sabía todo. Sabía que él se había casado; ya se encargó un alma caritativa de
decírmelo, y todo este tiempo he estado recibiendo sus cartas desde América,
con una ilusión llena de sollozos que aún a mí misma me asombraba. Si la gente
no hubiera hablado; si vosotras no lo hubierais sabido; si no lo hubiera sabido
nadie más que yo, sus cartas y su mentira hubieran alimentado mi ilusión como
el primer año de su ausencia. Pero lo sabían todos y yo me encontraba señalada
por un dedo que hacía ridícula mi modestia de prometida y daba un aire grotesco
a mi abanico de soltera. Cada año que pasaba era como una prenda íntima que
arrancaran de mi cuerpo. Y hoy se casa una amiga y otra y otra, y mañana tiene
un hijo y crece, y viene a enseñarme sus notas de examen, y hacen casas nuevas
y canciones nuevas, y yo igual, con el mismo temblor, igual; yo, lo mismo que
antes, cortando el mismo clavel, viendo las mismas nubes; y un día bajo al
paseo y me doy cuenta de que no conozco a nadie: muchachos y muchachas me dejan
atrás porque me canso, y uno dice: “ahí está la solterona”; y otro, hermoso,
con la cabeza rizada, que comenta: “a esa ya no hay quien le clave el diente”.
Y yo lo oigo y no puedo gritar, sino vamos adelante, con la boca llena de veneno
y con unas ganas enormes de huir, de quitarme los zapatos y no moverme más,
nunca, de mi rincón.
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