“Creo
firmemente que jamás se perderá quien permanezca fiel a la Alianza de
Amor”
Padre José Kentenich – Siervo de Dios 18-11-1885 / 15-09-1968
Hacía
un día espléndido. Había iniciado la
mañana con la mateada tradicional. Era nuestro aniversario, pero no era uno
más: éste era el número cincuenta. Los
años habían pasado como si fueran días,
desde el casamiento con tu impecable vestido de novia color rosa;con más felicidad que desdichas. Sin embargo,
no parecían tan lejos nuestras épocas de estudiantes.
A
veces el paso del tiempo es, o parece ser, un salto de un espacio hacia
otro. Sobre todo, como en este caso,
donde no sé por qué gracia del destino habíamos logrado una convivencia plena.
Nos complementábamos casi
perfectamente. La ausencia de discusiones no había sido ocupadas por vacíos de
soledad o aburrimiento.Es más, habíamos
aprendido a comunicarnos a través de los silencios.
Vivimos
nuestras vidas con plenitud. Tres chicos
(ya no tan chicos, ¿porqué será que para los padres sus hijos son siempre los
“chicos”?) y una nieta completaban nuestra existencia. Sobre todo Florencia que
nos hacía revivir los días de nuestra primer bebe y que nos agotaba con su
energía interminable. Felices abuelos,
dedicábamos ahora nuestro tiempo a paseos y lecturas.
Si
bien los años nos habían tratado muy bien, además de arrugas y malestares
varios, a mí se me habían presentado signos de esclerosis propias de la ed ad.
Por
suerte Mirta, mi compañera inseparable, controlaba que no dejara la hornalla de
la cocina abierta y sin encender. Aceptaba silenciosamente que llamara Diego a nuestro hijo Pablo o al
revés. En definitiva, ella sabía seguramente
a quien me estaba refiriendo. Tenía días
muy lúcidos como éste en el que por momentos sentía que tenía veinte años
menos.
Para
esta oportunidad habíamos decidido pasar el día solos. También, no lo dijimos, pero ambos lo
pensamos: teníamos el profundo deseo de hacerlo en la forma más espiritual
posible. Es
increíble, pero los silencios no eran tales.
El nivel de entendimiento se daba de tal manera que coincidíamos en forma telepática casi
permanentemente.
Durante
el día haríamos una caminata por el santuario de Schoenstatt, disfrutando de
sus jardines. Por la noche una cena en
“Pan y Cebolla”, allí donde tradicionalmente festejábamos nuestros aniversarios
comiendo como en casa en un ambiente cálido y silencioso.
Le
había mandado un ramo con cincuenta rosas y me había regalado una preciosa
remera verde, de esos colores fluorescentes que no me había atrevido a usar en
mis años jóvenes y que ahora me hacían sentir una falsa juventud.
Ella
conservaba su esencia femenina. Todavía
ocupaba más de media hora para maquillarse, apurándose, porque yo siempre
estaba listo antes y sabía que no me gustaba esperar. Sus ojos mantenían la inocencia de su
juventud. Su alma transparente y genuina
era mi mejor aliada.
Horas
más tarde llegábamos al santuario y nos
sumábamos a un grupo de jubilados que lo visitaba.
Mientras
esperábamos que se iniciara la visita guiada ocupamos una mesa en el parque y
compartimos unos mates con otra pareja.
Estábamos
sorprendidos por la belleza del lugar, por el cuidado de los jardines, por el
tamaño y la cantidad de casuarinas y cipreses. Entre mates, bizcochitos y elogios de hijos y nietos, pasó la media hora
que faltaba para el inicio del recorrido.
Nos
recibió la hermana Nidia en la oficina de recepción. Casi de inmediato fuimos capturados por la
dulzura y paz que transmitían su mirada y su voz. Logró, casi al instante, bajar el volumen del
murmullo del grupo que era numeroso. Nos
recorría permanentemente con su mirada. Sus ojos celestes parecían ejercer una
acción hipnótica sobre cada uno de nosotros. Como si nos transportara suave y
delicadamente, atrapados por no sé que efecto.
En
primer lugar nos relató la historia de
la congregación. Continuamos recorriendo
los pasillos repletos de flores. Caminábamos tomados de la mano, como siempre lo hacíamos. La búsqueda era inconsciente y automática. Si
la tenía a mi lado su mano y la mía se encontraban inmediatamente
entrecruzándose. De pronto, algo
sucedió. No alcancé a distinguir
que. La voz de la religiosa que nos
invitaba a recorrer el templo principal capturó mi atención.
Toda
una obra arquitectónica; moderna e
imponente y al mismo tiempo sobria: madera a la vista, mucho vidrio y vitreaux
con entrada de luz natural, poco típico para un templo. Inmensas puertas corredizas. En la entrada principal conjugaban tres niveles con una pasarela que permitía el
acceso al principal.
Posteriormente
bajamos al subsuelo. La particular voz de la hermana, el silencio casi
sepulcral, el ambiente místico, la luz difusa y tenue recreaban un ambiente
casi mágico. La mano de mi compañera era el ancla a la realidad.
Más tarde, nos dirigimos a la réplica de la
capilla de Schoenstatt que, según nos había explicado la religiosa, era
idéntica a cada uno de los ciento noventa asentamientos de la comunidad
distribuidos por todo el mundo; simplemente réplicas. Exactamente igual aquí
que en España, o Alemania...
Era
pequeña, las paredes blancas y el techo de pizarra roja recreaban un ambiente
muy acogedor. A la entrada, sobre el
portal, una frase: “Padre ven a nos tu reino” y un ojo tallado sobre madera. Tan poderoso y sugerente como el de la
hermana.
Mientras
escuchaba las palabras de la religiosa, que relataba detenidamente las
características de la capilla, sentí profundizarse el efecto hipnótico que
parecían producir. Esa cadencia, ese tono... Sentí un suave mareo, no quise
preocupar a Mirta... Sentí un vacío, una
sensación extraña. De pronto, me di
cuenta que no entendía lo que pronunciaba la hermana, es más, sus rasgos habían
cambiado... Al apretar mi mano no
encontré la de mi compañera, traté de ubicarla recorriendo el lugar con una
rápida mirada pero no pude hacerlo...
Intenté,
entonces, dar con alguna persona del grupo de jubilados y caí en la cuenta que
no podía reconocer a ninguno. Salí,
entonces, de la capilla en busca de mi esposa.
Recorrí los corredores y jardines sin percibir siquiera que algo había
cambiado. Al no poder dar con ningún
conocido intenté detener a un visitante:
- Buenas tardes, perdone,
¿Usted pertenece al grupo de jubilados “los años jóvenes?" Pregunté a un desconocido, tratando de dar
con el grupo al que nos habíamos integrado.
- Entschuldigung, ich verstehe
Sie nicht. Respondió
Absorto
y desorientado por la respuesta no atiné a nada, simplemente di la vuelta y
seguí caminando a través de los floridos corredores, ya no me atreví a detener
a otro visitante. Lucían extraños, más
altos, muy rubios, tez muy blanca, ojos claros... .
No
podía entender lo que estaba pasando. Me
dirigí entonces a la oficina de recepción, allí preguntaría por la hermana
Nidia. Al detenerme en la puerta vi en
las carteleras avisos que no podía comprender: “Öffnungszeiten
von 8 bis 19 Uhr”, “ Rauchen nicht gestattet”.
Intenté
una nueva comunicación con la hermana que daba información a los visitantes, la
respuesta resultó tan incomprensible como la anterior.
Sólo atiné a regresar a la capilla,
realizaría una nueva búsqueda de Mirta o de la hermana Nidia.
Ingresé,
estaba repleta. Una religiosa, que no
era Nidia se dirigía a los presentes, supongo que con explicaciones del
lugar. ¡Pero ahora podía comprender lo
que decía! Estaba hablando italiano, era
el idioma paternal y lo entendía a la
perfección. ¿Pero, que era lo que estaba
sucediendo? ¿Es que me había vuelto
loco? ¿O sería que la esclerosis me estaba haciendo delirar?
Comprendía lo que estaba relatando la hermana: Estábamos
en una réplica exacta de la capilla de Schoenstatt...Salí presuroso del lugar y me dirigí
nuevamente a ver la cartelera de la oficina de recepción: ¡Los avisos estaban
en italiano! ¿Estaba teletransportado?,
¿teleloco?, ¿teleesclerótico o qué?...
Volvía
una vez más a la capilla cuando me sorprendió algo húmedo y pegajoso que manchó
mi remera ¡Era lo único que faltaba! ¡Si hasta las palomas se habían empeñado
en hacer de este al día más desgraciado! Ahora la explicación se estaba dando
en francés. No lo entendía, pero el
idioma era inconfundible.
El
cielo lucía diferente. Los jardines
también. ¡Si estábamos en pleno
verano!, ¡Cómo podía ser que los árboles tuvieran las hojas amarillentas! Recorrí presuroso los corredores para
ingresar nuevamente a la capilla.
Llegué,
procuré ubicar el lugar en el que me había sentado originalmente. Estaba
perdiendo la calma. No lograba reconocer
a nadie. Intentaría salir nuevamente. No lo pude hacer, en el exterior se desataba
una tormenta feroz. Quedé inmóvil unos
instantes, luego busqué un lugar, me senté y me abandoné. Relajado, luego de tanta tensión. Resignado a no poder resolver la situación,
simplemente me entregué a ella, como quien se entrega a la muerte.
Entredormido
y vencido por el cansancio, escuchaba frases incomprensibles en idiomas
desconocidos. Las religiosas que
hablaban aparecían y se desvanecían,hasta que, de pronto, escucho:
- Y entonces los invito ahora
a disfrutar de una caminata por los jardines de Schoenstatt y a disfrutar de
este día espléndido...
Y la
calidez inconfundible de la mano de mi
compañera inseparable que me guiaba hacia la salida... ¡Lástima la remera
nueva...!
Publicado en: Nueva Literatura argentina 2005
Editorial De los Cuatro Vientos (2005)
Editado en: http//:cuentosdeperegrino.blogspot.com
Lo vuelvo a leer, y sigo pensando que este cuento está "angelado"
ResponderEliminarRenuevo las felicitaciones para Osvaldo (ya sabe que es mi favorito) y bravo por la publicación Renate!
Abrazo enorme!!!
Un gustazo tenerlos a los dos por aqui.
ResponderEliminarOtro abrazo enorme Bee!
Me siento enormemente halagado por el reconocimiento de las creativas y "Superproductoras" Bee y Re. Les quiero contar que este relato surgió de un ejercicio que nos indicó Myriam Boyer (con quien estrenó novela mañana)y esta inspirado y dedicado a la mujer de mi vida. Cuando lo escribí, esa proyección parecía algo lejana; hoy ya no lo es tanto...
ResponderEliminar