—¿Ya vio a sus nuevos vecinos? —me preguntó.
—No —dije, esperaba que con la suficiente brusquedad como para desalentar el diálogo.
Vieja víbora. Cada vez que me veía intentaba iniciar una
conversación.
Hasta me parece que vigilaba mis horas de salida para
acercarse a decirme algo. No las de llegada por suerte, porque vuelvo tarde del
estudio y a esa hora ella ya había hecho la limpieza de los paliers, la
escalera y el hall de entrada y se había ido.
Fue lo único que no me gustó del edificio. Todo lo demás es perfecto y lo supe en cuanto lo vi. Es un art déco muy gris, muy blanco y negro de los años treinta. A los lados de la puerta hay dos locales, una papelería y la oficina de un contador. En el primer piso, uno de los departamentos está alquilado por tres psicólogos y el otro por dos abogados. Todos tienen horas de consulta a la tarde cuando yo no estoy y se van cuando yo llego. Apenas si veo a alguien muy de tarde en tarde, buenas noches, buenas noches, qué frío, o qué calor hace, sí es cierto, qué barbaridad, adiós.
Segundo piso, dos departamentos, el mío y otro igual al mío,
pero desocupado. No tardé ni diez minutos en decirle al de la inmobiliaria que
sí, que lo compraba. Cómo habrá sido que me sugirió que diera otra recorrida y volviera
a mirarlo bien, sanitarios, pisos, zócalos, esas cosas. No me acuerdo si le
hice caso o no: ya lo había decidido.
Me mudé tres semanas después, cuando entregué el
departamento en el que había estado viviendo y cuando terminaron de pintar y
hacer algunos arreglos en el nuevo. Y ahí me encontré con la vieja víbora que
intentaba saber quién era yo, cómo me llamaba, de qué me ocupaba, con quién vivía,
qué edad tenía, en dónde trabajaba, cuánto ganaba, si tenía auto y todo otro dato
para compartir, supongo, con alguna congénere bífida del barrio. Nunca le di el
gusto y terminé por acostumbrarme a desairarla. Tengo que reconocer que no se
desanimaba así nomás, pero llegó un momento en el que dejó de molestarme y nos
limitamos a los buenos días.
Hacía más de dos años que vivía ahí cuando se ocupó el
otro departamento, el del segundo piso al lado del mío. Confieso que ni me
enteré de que tenía vecinos hasta que no vi el reflejo de la luz del comedor.
Supuse que era el comedor porque los dos departamentos son idénticos sólo que
al revés, como suele suceder. También confieso que sentí cierto desánimo. Había
sido una casa sosegada, silenciosa, tranquila a más no poder. Cuando yo salía
para el estudio la papelería estaba cerrada y el escritorio del contador también.
En el primer piso no había nadie, y la vieja víbora solía estar barriendo la
vereda. Cuando yo volvía la papelería estaba abierta, cosa que me venía muy
bien por si necesitaba algo, el escritorio del contador a veces también, pero
por poco rato, y en el primer piso ya no quedaba gente. Y la vieja, Dios sea
loado, se había ido hacía mucho. Los fines de semana el edificio era todo mío,
cosa que no me inquietaba en absoluto, al contrario. Podía poner música, ver
alguna película por televisión, escuchar la radio, y hasta podía dedicarme a
cosas más extravagantes como cantar, hacer tap dance, organizar fiestas negras,
deslizarme en patineta por el living, romper los platos contra las paredes,
levantar pesas, saltar a la cuerda. Por supuesto que nunca hice esas cosas
extravagantes, pero podría haberlas hecho.
Pensé en todo lo que podría haber hecho y no hice y ya no haría porque tenía vecinos a quienes considerar, cuando supe que había alguien en el departamento de al lado. Y como suele sucederle a la gente y más a una persona como yo que ama la privacidad, empecé a prestar atención a los ruidos.
En primer lugar, era raro que se oyeran ruidos de manera que tenía que acostumbrarme; y en segundo lugar, no sé si para eso, para acostumbrarme, o por pura curiosidad, quería saber a qué obedecían los ruidos, si eran voces, pasos, cacerolas en la cocina, libros en el living, llantos, risas, patadas, o qué. En otras palabras, qué era lo que pasaba al lado. Se me ocurrió, cómo no se me iba a ocurrir, que habría un ocupante o una ocupante que guardara su intimidad como yo guardaba la mía, celosamente; al precio de la soledad, sí, pero sin dar lugar a la invasión de los demás. Durante unos días pareció como si los ruidos de al lado me dieran la razón. Pero después dos cosas: la vieja que me habló de “sus vecinos” una mañana, y yo que la noche anterior había oído voces por primera vez. Entonces, claro, había en el departamento más de una persona.
Supuse que me encontraría con alguien en el palier o en
la escalera alguna vez y así fue. Tardó, el encuentro, digo, pero una tarde de
invierno alguien me precedió en la escalera y al llegar al palier hubo un
buenas noches.
—Buenas noches —contesté mientras él y yo poníamos la
llave en la cerradura de cada departamento.
Era un tipo canoso, de sobretodo oscuro, que llevaba los guantes en la mano izquierda, cosa que no me extrañó porque hacía un frío húmedo y desagradable. Fue todo lo que pude ver. Y lo que pude oír fue que tenía una voz gruesa, bien modulada. Actor, pensé. No, locutor. También pensé: dentro de poco me voy a parecer a la vieja víbora, tratando de averiguar cosas de la gente. Cerré la puerta y me olvidé del asunto. Hacía frío, como dije, las ventanas estaban cerradas, vidrios y persianas porque anochecía temprano, y no se veían reflejos de luz ni se oían ruidos ni voces. Además, yo tenía mucho que hacer, qué me iba a andar ocupando de los vecinos.
Un par de veces más me encontré con el canoso, buenas noches, parece que el tiempo va a mejorar, y bueno es la época, claro, buenas noches.
La época, eso justamente fue lo que me jugó la mala
pasada. Yo me iba olvidando de que tenía vecinos, sólo que llegó la primavera y
abrí las ventanas y ellos también las abrieron.
Casi no me acuerdo de mi lectura escolar de La Divina Comedia pero creo que al infierno se va entrando de a poco. Quiero decir que la cosa es desde el principio muy trágica pero que se va poniendo peor a medida que el camino serpentea hacia abajo. Así fue.
—¡Estúpida! —le reconocí la voz: ése era el canoso—. ¡Sos una estúpida, mirá lo que hiciste!
La respuesta fue un gimoteo con algunas palabras que no se distinguían bien. Después hubo un silencio. La noche era estupenda, una verdadera noche de primavera, ideal para un poco de música, música festiva, alegre, como de campanillas o castañuelas o panderetas. Estaba pensando qué disco poner cuando la mujer de al lado le gritó al canoso:
—¿Ves cómo sos? Esta vez vos tenés la culpa.
Todo lo de agradable, profundo, atractivo que tenía la voz del canoso, lo tenía la voz de la mujer de chirriante, sosa, aguda, metálica. Una voz de cotorra, de caricatura, de chusma de conventillo: una voz que salía de la garganta, que no sabía de respiración ni de diafragma ni de resonancia.
—Calláte, ¿querés? —dijo él.
La mujer se calló y no hubo nada más por esa noche, salvo
ruido de platos, de agua en la pileta, pasos, esas cosas normales, hasta que se
apagaron las luces. Pero yo no puse música, ni Boccherini ni Telemann, ni nada.
Me fui a dormir pensando Dios mío, si esto sigue así voy a tener que cerrar las
ventanas, no voy a poder salir jamás al balcón, no voy a poder usar ya nunca más
el living o el comedor, por lo menos no en primavera ni en verano; me voy a
tener que encerrar en el dormitorio o en la cocina hasta que llegue el invierno
otra vez.
No siguió así, no: se puso peor. A la noche siguiente
ella le reprochaba algo a él cuando yo llegué. Abrí la puerta y oí los gritos.
Casi la vuelvo a cerrar y me voy a la calle otra vez, pero no: todo lo que yo
quería era estar en mi casa después de un día que había resultado bastante
pesado. Entré y cerré detrás de mí. Los vecinos estaban en plena función.
—¡Y no me digas que no lo hiciste a propósito! —gritaba
la mujer—. ¡Yo
te conozco, te conozco muy bien, lo hiciste para hacerme
rabiar y encima te reías! ¡Sos un desgraciado, eso sos, pero cuidáte, ¿eh?,
cuidáte porque uno de estos días hago la valija y me voy, ya vas a ver, y me va
a gustar saber qué vas a hacer sin mí!
—¡Terminála! —interrumpió él—. Terminála, hacé el favor.
Cuándo vamos a tener un día en paz, me querés decir.
—Sí, claro, terminála —chilló ella—, para vos sí que es fácil, total, te vas a la calle y yo me quedo aquí como una idiota deslomándome por vos. ¿Y vos qué hacés, eh? Decíme ¿qué hacés?
—Trabajar, qué querés que haga —dijo él cuando pudo.
Pero eso no era lo que ella quería. Ella quería seguir
peleando:
—Sé, trabajar. Trabajar es lo que vos decís pero uno de estos días te sigo y voy a ver en qué andás metido.
Él se puso sarcástico:
—Eso, andá, seguíme, ya vas a ver la vida loca que llevo
entre farras y champán, tirando manteca al techo, pero por favor, las cosas que
tengo que oír. ¿De dónde te creés que sale la plata para comprarte vestidos y
perfumes y chafalonías, de dónde? De mi trabajo sale, de ahí.
Ella lloraba:
—Sos un desalmado —dijo.
—Má sí —dijo él.
Y ahí terminó todo por esa noche. A la otra el camino que
serpentea hasta el último círculo pareció haber llegado a una meseta.
Abrí la puerta con mucho cuidado, como si pudieran verme
u oírme, y entré despacito. No se oía nada. Aleluya, pensé, no están. Pero
estaban: se veía el reflejo de la luz en el balcón. Y sin embargo había un
bendito silencio, nadie peleaba, nadie gritaba, nadie lloraba.
Como al rato él se rió.
—Andá —dijo ella—, no seas malo.
Pero no se peleaban: parecía que por fin iban a tener un día en paz, como quería él la noche anterior. Se reían los dos. Después se oyeron pasos, se apagó la luz, una puerta se cerró y yo puse Boccherini aunque la noche no era tan perfecta.
A la siguiente se gritaron de nuevo, pero en cuanto
empezaron yo cerré las ventanas y me fui a leer al dormitorio. A la otra también,
pero llovía a cántaros y casi no se oía lo que decían. Cuando la lluvia arreció
y empezó a soplar viento, cerré las persianas y ya no se oyó nada más.
Hubo una tregua. Durante unos días no los oí. Había ruidos, los ruidos de una vida doméstica común, pasos, platos, televisión por suerte no demasiado estridente, puertas que se cierran, agua, todo eso que habla de vida cotidiana y no de círculos del infierno. Casi pensé que todo se había arreglado.
Pero no, no se había arreglado nada. En lo peor del mes
de diciembre, cuando el aire pesa como toalla húmeda y no se puede ni respirar,
cuando yo abría las ventanas tratando de que entrara un poco del fresco que no
existía para este hemisferio, el camino del infierno empezó a descender de
nuevo. Mierda, pensé, esto no puede seguir así, o se van ellos o me voy yo. Me consolé
pensando que el dos de enero me iba de vacaciones.
Si no hubiera sido por esa perspectiva, esa noche voy,
les toco el timbre y les digo de todo. De todo fue lo que se dijeron ellos.
Ella, que lo odiaba, que no se explicaba por qué seguía viviendo con él, que él
era un canalla, un traidor, un mujeriego, borracho, jugador, inútil y no me
acuerdo qué otras lindezas. Él le dijo que si tanto lo odiaba y no se explicaba
por qué vivía con él, pues que se fuera, que él no la había llamado ni le había
pedido que se fuera a vivir con él, vamos, que se fuera de una vez.
Ella aulló. No gritó: aulló, y parece que el aullido había
sido una especie de carcajada de desprecio porque al segundo nomás empezó esta
vez sí a gritarle:
—¡Cómo que no me pediste! ¡De rodillas me pediste! ¡Me
rogaste, me suplicaste que me fuera a vivir con vos y yo que soy una tonta te
lo creí! ¡Te lo creí! ¡Te creí todo lo que me dijiste! Y hasta me fui a vivir
con vos a esa pocilga inmunda.
—Bien contenta tenés que estar de haber ido a esa pocilga
como vos decís. ¿O no te acordás de dónde venías cuando te encontré, eh? ¿Te
acordás o no, eh? Mucho hacerte la fina pero bien de abajo que te levanté.
Ella volvió a aullar y yo me fui al dormitorio, cerré la
puerta, me metí en la cama y traté de dormir. Cosa que no pude hacer porque tenía
hambre. Hambre, eso tenía. No había podido hacerme un bocado de comer gracias a
la pelea que habían montado esos chiflados en el departamento de al lado, pero no
era yo quien se iba a levantar para ir hasta la cocina, cocinar algo, llevarlo al
comedor y comer. ¿Comer con semejante batalla campal ahí al lado? Ni pensar.
Finalmente me dormí.
Llegó el fin de año, lo pasé con amigos y el dos de enero
me tomé unas vacaciones. Diez días, más no hubiera podido, con todo el trabajo
que había. Pero me vinieron de perlas. Allá tan lejos las peleas de mis vecinos
hasta me parecían divertidas. Y todavía me lo parecieron cuando los dos
primeros días se volvieron a pelear como perro y gato. Me duraba el buen humor
de los días de ocio.
Al tercero, cuando ya estaba trabajando como siempre y
empezaba a sospechar de nuevo que estaba transitando el camino que va hacia
abajo en ilustre compañía pero hacia abajo quisiera o no, un nuevo ingrediente
se agregó a la función. Se reconciliaron.
Supongo que después de cada pelea se reconciliaban, pero por lo menos hasta entonces lo habían hecho en silencio o en el dormitorio, lejos de mis oídos. Esa vez fue en el living y no pude dejar de oír. Llegó un momento en el que pensé que eran preferibles los gritos y los insultos. Yo estaba ahí, como si hubiera echado raíces en el piso, y en vez de indignación y fastidio como cuando se peleaban, me dio asco.
Esas cosas se hacen en la intimidad, en la penumbra, en
voz baja, lejos de los oídos del prójimo aunque claro, ellos no sabían que yo
estaba del otro lado de la pared, en la puerta del balcón de al lado,
escuchando. Se dijeron las cursis obviedades que se dicen las parejas cuando
empiezan a juguetear, cuando los dedos recorren un cierre sin abrirlo todavía,
cuando las bocas se juntan y se rechazan y vuelven a juntarse, cuando los
labios arden, cuando de las mejillas el rubor baja a la entrepierna y jugos se
destilan que quieren humedecer el cuerpo del otro, cuando los muslos se
deslizan sobre las sábanas arrugadas y los brazos buscan cómo llenar ese vacío
intolerable. Gemían y se reían y ella decía ay ay ay y él le preguntaba de quién
es esa boquita. Parecía un chiste. Un chiste viejo y malo, contado por
escolares en los baños del colegio para excitarse. Esos dos asquerosos habían
conseguido excitarme. Por un momento, ¿de quién es esa mariposita? dijo él y yo
ya me imaginaba a qué le llamaría mariposita y ella dijo tuya tuya tuya, por un
momento pensé en mi soledad y casi me dije que era preferible tener una pareja
de mierda con la que pelearse todas las noches a los gritos que no tener a
nadie. Y entonces ella dijo:
—Me la hice tatuar por vos, por vos, ¿te acordás?, cuando vos la mirabas a la loca esa de la Dafne que tenía una flor colorada tatuada acá, ¿te acordás?
Él dijo algo así como pobrecita mía te dolió y ella dijo
siiiiiii, muuuucho muuuuuchito pero lo hice por voooooos.
Una mariposita, qué horror. Me pregunté adónde se la habría
hecho tatuar y por primera vez traté de imaginármela a ella y no pude y me di
cuenta de que nunca la había visto. A él sí, pero a ella nunca. Pobre mina,
pensé mientras todo estaba en silencio, pobre mina, hay que ver también, todo
el día metida en la casa, cualquiera se vuelve loca, a mí si me pasa eso me
ponen el chaleco y me llevan al manicomio sin escalas.
Ella gritó. Fue un grito de amor, no de batalla, y él
dijo algo, jadeando. No aguanté más. Me fui al dormitorio, cerré la puerta, me
desnudé, fui al baño y me di una ducha fría. Para cuando salí, con un toallón a
modo de túnica, todo había terminado y ellos hacían planes.
—¿A Mar del Plata? —preguntó él.
—Adonde vos quieras, mi amor.
Me fui a dormir y di ciento y una vueltas en la cama sin
poder pegar un ojo. A las dos de la mañana decidí que me mudaba. A las tres tenía
el diario abierto sobre las rodillas y leía los avisos de departamentos en
venta. A las cuatro tiré el diario y le presté atención a un dolor que me nacía
en el centro del cuerpo y se derramaba por mis brazos y mis piernas como almíbar.
No, no me iba a mudar: tenía que seguir ahí, oyéndolos gritarse y sintiendo esa
mezcla de furia y fascinación y fiebre y repulsión y preguntándome por qué estaba
yo de este lado y ellos del otro.
A las cinco logré dormirme.
Al otro día compré el diario camino al estudio y me prometí que revisaría atentamente las ofertas de departamentos. Cuando volví a casa no se oía nada. Comían en silencio. En buena armonía, me dije. No todo silencio es armonía: a la madrugada me despertaron los gritos. Me levanté y fui a escuchar. Ella decía otra vez que lo odiaba.
—No me importa —decía él casi con tranquilidad—. ¿Sabés una cosa? No me importa, no me importa nada de vos, ni si me odiás ni si dejás de odiarme. Por mí hacé lo que quieras. Vos no me importás nada. Sos una basura y siempre lo fuiste. Cuanto antes te vayas, mejor.
—¡No me voy a ir nada, no me voy a ir nada, no me voy a
ir nadaaaaaa!
—Bueno, no te vayas, me da lo mismo, me voy yo.
Se oyó el ruido de una cachetada.
—Pero ¿vos estás loca? —dijo él—. A mí no me ponés la mano, encima, ¿estamos? Asquerosa de mierda.
—¡Me escupiste! —gritó ella—. ¡Me escupiste!
—No te merecés otra cosa —dijo él, tranquilo de nuevo.
Ella pegó uno de sus aullidos y se oyó un ruido como de cuerpo que caía. Uy, pensé, la empujó. Alguien corría. Una puerta. Otra corrida.
—¡Salí! ¡Dejá eso! —gritó él.
Ella seguía aullando y siguió aullando durante un tiempo que me pareció insoportablemente largo. Pero terminó por calmarse. Él no decía nada y ella empezó a llorar. Lloraba fuerte, con sollozos y quejidos, se callaba un poco y volvía a llorar. Se me ocurrió que se iban a reconciliar y que yo los iba a oír y que eso era más de lo que yo podía aguantar. Chau, dije, que hagan lo que quieran, que franeleen, que se revuelquen, que se tiren por el balcón si se les da la gana, y me fui a dormir y qué raro, me dormí enseguida y me desperté con el tiempo justo para tomar un café negro demasiado caliente, ducharme e irme al estudio.
No podía dejar de pensar en ellos. Trabajaba en lo mío,
mal pero trabajaba, miraba a mi alrededor, veía lo mismo que veía todos los días,
y no podía dejar de pensar en ellos. ¿Él le habría preguntado por la
mariposita? Mientras yo dormía, ¿él la habría acariciado hasta que a ella se le
había pasado? ¿Ella le habría dicho que la mariposita era de él y sólo de él?
—¿Qué te pasa? ¿Qué tenés? —me preguntó Gabriela.
—Nada —dije—, un poco de cansancio.
—Qué habrás andado haciendo en La Paloma vos —dijo Gabriela riéndose.
¿Qué me pasaba? Nada, un poco de cansancio. ¿Qué tenía?
Nada, no tenía nada. Ellos se tenían, fuera como fuese, con peleas y odios y
todo, pero se tenían. ¿Yo qué tenía? Compañeras de trabajo, amigos, Dvorak y
Rameau. Nada, eso tenía: nada.
Cuando volví esa tarde, no se oía ni un suspiro. Sabía que estaban porque veía el reflejo de la luz del living en el balcón, pero no se oía nada. Ni ruido de platos, ni pasos, ni agua en la pileta. Puse música, despacito por si acaso, comí algo, leí y me fui a dormir.
Al día siguiente una de las psicoanalistas del primer
piso vino a decirme que a la vieja víbora
la habían internado con no sé qué problema y que teníamos que buscar quien la
reemplazara. Que si yo estaba de acuerdo en que ella, la psicoanalista,
contratara provisoriamente a la señora que le hacía la limpieza a ella, hasta
que a la vieja la dieran de alta. Le dije que sí, que cómo no, que claro, y que
me avisara cuánto había que poner, gracias, de nada, hasta luego.
La señora que le hacía la limpieza a la psicoanalista resultó un tesoro. Discreta, silenciosa, limpia y prolija, una maravilla. Deseé que a la vieja la tuvieran internada durante un año por lo menos. En el departamento de al lado seguía habiendo silencio. A la noche había luz, pero otra vez y por suerte para mí, no se oía nada.
Al principio no me di cuenta. Sabía que algo olía mal,
pero no sabía qué era. Pensé que me había dejado un resto de comida en algún
rincón de la heladera y la revisé estante por estante. Tiré unas tajadas de jamón
que me parecieron sospechosas y pasé un trapo húmedo con bicarbonato por toda
la heladera. Al otro día el olor era insoportable y cuando tocaron el timbre
pensé que era de nuevo la psicoanalista del primero pero no, era el contador de
la planta baja. Si yo no creía que había que llamar a la policía.
—¿A la policía?
—Sí, fíjese que sus vecinos no contestan y hace tres días
que la luz está prendida y este olor, francamente, creemos que algo grave ha
pasado.
—Oh, por favor —dije—, no me va a decir que él la mató.
Pero cuando le vi la cara dejé de sonreír. Estaba serio
el tipo, serio, preocupado, la frente fruncida y los ojos como amenazadores.
Pensándolo bien, sí, era posible que la hubiera matado. El olor, aunque yo no
me hubiera dado cuenta hasta ese momento, el olor era olor a muerto, no a jamón
rancio en mi heladera ni en la heladera de nadie.
—Está bien —dije—, sí, llamen a la policía.
No fui al estudio. Llamé y dije que me sentía mal, cosa
que no era del todo mentira.
Tocaron el timbre del departamento de al lado, llamaron a
los gritos, golpearon, trataron de mirar para adentro desde mi balcón y al
final echaron la puerta abajo. Como en las películas.
Como en las películas el contador se tapó la boca pero fue inútil, vomitó hasta el forro de las tripas ahí nomás en el palier. Como en las películas el cadáver del canoso estaba tirado en el living, hinchado, cubierto de moscas, el mango de una cuchilla de cocina saliéndole del pecho un poco a la izquierda. Yo también tenía ganas de vomitar pero me quedé mirándolo hasta que uno de los policías me dijo que me fuera, que ya me iban a llamar para interrogarme. Como en las películas.
Después me enteré: la mujer había desaparecido. Se había
ido, presumiblemente llevando una valija porque su ropa no estaba. Los placares
estaban abiertos, los cajones tirados y había perchas y cajas desparramadas por
el suelo. No había zapatos ni carteras ni bijouterie ni cremas, polvos, sombras,
perfumes, esmaltes de uñas, shampoo, ni nada. Se había ido. No había dejado
nada de ella y nadie sabía siquiera cómo se llamaba porque el departamento
estaba a nombre de él. Lo había matado y se había ido llevándose la ropa y los
collares y los perfumes y las medias que él le había comprado; se había ido
para siempre y yo ya nunca iba a saber cómo era. A menos que la agarraran.
Pero no la agarraron. La buscaron, salieron las noticias
en los diarios, al principio en primera página, después en la seis, después en
la veintitrés y después dejaron de salir.
—Che, ¿no lo habrás matado vos, no? —me preguntó
Gabriela.
—No —dije.
La vieja víbora se murió. Sí, se murió. La habían
internado para una operación de vesícula y tuvo no sé qué, una infección,
peritonitis, septicemia, y se murió. Leonor, la señora que le hacía la limpieza
a la psicoanalista, ocupó su lugar con mis beneplácitos. Nunca se metió conmigo
ni me preguntó nada ni me hizo comentarios acerca de nada. Buenos días, buenos
días, y eso era todo.
Era de noche y hacía un mes que la mujer lo había despachado al canoso cuando oí pasos en el palier. No me asusté y eso que era sábado y nadie tenía por qué estar en el edificio salvo yo que había recuperado la privacidad de mi vida. No me asusté y abrí la puerta. El palier estaba oscuro, así que alargué el brazo y apreté el botón de la luz.
Había un tipo junto a la puerta del departamento de al
lado. No hacía nada, simplemente estaba ahí, parado, como esperando.
—No hay nadie —le dije.
Él me miró.
—Nadie —repetí.
Era alto y muy gordo. Muy blanco también. Alguna vez había sido rubio, pero ahora le quedaba una corona de pelos entre blancos y amarillentos alrededor de la calva brillante. Tenía una nariz respingada y una boca dócil y ojos claros. Estaba vestido con un pantalón gris y una remera azul desteñida y mocasines sin medias. El cinturón que le sostenía los pantalones quedaba muy abajo, como soportando ese vientre acuoso, expresivo, proa insolente cuando levantaba la cabeza. La carne blanca y fofa le asomaba por el borde del escote de la remera y se le desparramaba por encima del cinturón cada vez que se movía. Esa carne debía ser suave, suave y lampiña y rosada, blanda si alguien la apretaba, como la de los muñecos chillones, celuloide sonriente, goma hueca, una pesa de plomo en la panza que los hace ponerse de pie inesperadamente cuando alguien los echa a rodar.
—Ya sé —dijo—, ya sé que no hay nadie.
La voz se le arrastraba, baja y casi murmurante,
caricatura de una caricatura, forzando un timbre desacostumbrado, tratando de
mantenerla allí, obediente. Se me cerró la garganta.
—Andáte —le dije—, andáte de una vez.
—No —dijo él—, no me eches, no tengo adónde ir.
Hizo un movimiento como para separarse de la puerta y la
remera se le deslizó hacia un costado. La mariposa roja y azul estaba tatuada
en el brazo, un poco por debajo del hombro. Cuando él se movía, la mariposa se
movía; cuando estaba quieto, la mariposa se quedaba quieta.
—Aquí no podés quedarte —le dije.
—No tengo adónde ir —repitió.
—No, claro, me imagino que no.
—Vendí todo lo que tenía —dijo.
Pensé en las noches de Boccherini, en el reflejo de la luz del comedor de al lado en mi balcón, en los pasos que resonaban tan cerca pero no en los pisos de mi departamento, en mi dormitorio con la puerta cerrada contra todo lo que pudiera venir de afuera a herirme los oídos. Pensé, sobre todo, en el invierno que vendría. Me reí: qué diría Gabriela, qué dirían los psicoanalistas del primer piso. Abrí del todo mi puerta.
—Entrá —le dije.
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