I
—Ya hay nieve en el
monte Fuji. Eso es nieve, ¿verdad? —dijo Jiro.
También Utako miró al
Fuji desde la ventana del tren.
—¡Cierto! ¡La primera
nieve!
—No son nubes,
¿verdad? Es nieve —insistió Jiro.
El Fuji estaba
envuelto en nubes. La nieve de la cumbre tenía en el cielo encapotado un color
semejante al de una nube blanca.
—¿Qué día es hoy?
¿Veintidós de septiembre?
—Sí. Mañana estaremos
en mitad del Higan, en pleno equinoccio de otoño.
—Me pregunto si todos
los años por esta época cae nieve en el monte Fuji. Tal vez la primera nevada…
—después de decir esto, Jiro, como si se hubiera dado cuenta de algo, añadió—:
Un momento, no podemos saber si ésta es la primera nevada. Es la primera vez que
vemos en este año al monte Fuji. Pero es probable que antes haya nevado.
—Creo que salió en el
periódico. Había una gran fotografía con una frase que decía: «Primer
maquillaje del monte Fuji».
—¿El periódico de
cuándo?
—Me parece que el de
esta mañana. No fue la edición vespertina de ayer.
—Pues yo no lo vi.
—¡Ah! ¿No? Entonces
es que recibes un periódico distinto del nuestro.
—Pues será eso
—comentó irónicamente Jiro.
—La foto era idéntica
a como se ve aquí. Me acuerdo que decía que la habían tomado desde el avión del
periódico. Las nubes se veían tal cual…
Jiro se quedó
callado. En vista de lo cual Utako continuó diciendo:
—Si salió en el
periódico de la mañana, la foto debió ser tomada ayer. Y ayer las nubes estaban
dispuestas de la misma manera. Qué raro, ¿no?, con lo rápido que se mueven las
nubes, que la disposición sea la misma.
Jiro, sin embargo, no
creyó que Utako hubiera visto una fotografía del monte Fuji tan detenidamente
como para afirmar: «La forma de las nubes es la misma».
Prueba de ello era
que Utako sólo miró al Fuji cuando Jiro dijo: «Ya hay nieve en el monte Fuji».
Hasta entonces ni siquiera se había percatado del él. Si era verdad que una
foto que decía «Primer maquillaje del monte Fuji» le había llamado tanto la
atención, Utako, viajando en un tren cuyo destino era Ito, debió haber visto el
Fuji mucho antes que Jiro.
El tren ya había
pasado Oiso.
Utako, pues, había
recordado la fotografía en el periódico de esa mañana después de haber visto el
monte Fuji, cuando Jiro le dijo: «Ya hay nieve en el Fuji». Pocas personas
tienen razones para observar con tanto detenimiento una fotografía del monte
Fuji en el periódico.
Pero si era cierto
que hoy las nubes tenían la misma disposición que ayer, como decía Utako, tenía
uno razones para sentirse sobrecogido por la naturaleza.
Aunque tal vez era
normal que Utako, después de montarse en el tren con Jiro, olvidara la
fotografía del monte Fuji en su primera nevada, pese a lo mucho que la había
conmovido en la mañana.
Utako había sabido
esa mañana que iba a tomar un tren con Jiro hacia Odawara. Muy probablemente
guardó el recuerdo de la fotografía del periódico para poner el tema de la
nieve cuando llegasen a un sitio desde donde se divisara el monte. Sin embargo,
quizás le faltaran ánimos para hacerlo.
Utako había estado
enamorada de Jiro siete u ocho años antes. Se casó, sin embargo, con otro
hombre del cual se había divorciado hacía poco. Ahora iba con él camino de
Hakone. Tenía muchas cosas en qué pensar.
—El periódico decía
que la nieve llegaba hasta la octava estación. Aquélla debe ser la octava
estación… —mientras seguía hablando de la primera nevada en el monte Fuji,
Utako observaba el perfil de Jiro.
Fue en el momento en
que Jiro dijo sorprendido que había nieve en el Fuji cuando por primera vez le
pareció a Utako que esa voz, como en otra época, se llenaba de vida.
En el trayecto desde
Tokio hasta aquí, cuando Jiro respondía a los comentarios de Utako, su voz
sonaba monótona. Utako pensó que Jiro estaba deprimido.
Él seguía
contemplando el monte Fuji desde la ventana.
Utako se había
adelgazado terriblemente. Jiro sentía la tentación de observar esa delgadez en
detalle. No era necesariamente un sentimiento cruel. Era más bien amor. Sin
embargo, cuanto más quería verla menos podía contemplarla.
—Sobre lo que
estábamos hablando hace un momento… —dijo Utako.
Utako volvió a llevar
la conversación desde el Fuji a sus propios asuntos.
—¿Te refieres a
Someya?
—Sí —contestó Utako
y, haciendo una pausa, continuó—: En lo que a mí respecta en este momento, y en
lo posible, me gustaría mirar las cosas con tolerancia, sin pensar en lo que
pueda suceder.
—Ajá.
—Seguir resentida con
Someya no me va a servir de nada.
—Tienes toda la
razón.
—Si pienso en la
forma como se produjo la separación, creo que al principio fue mi culpa. O
bueno, no sólo al principio. Viéndolo bien, yo tuve parte de la responsabilidad
en todo.
—Pero si vas a mirar
a las personas con tolerancia, ¿no sería mejor empezar por ti misma?
—¡Perfecto! Decimos
que vamos a ser tolerantes con los demás para poder tratarnos bien a nosotros
mismos —comentó Utako con una sonrisa.
Utako de muchacha
tenía una sonrisa clara. La sonrisa de la Utako de ahora se torcía tristemente.
Una de las comisuras de los labios se levantaba levemente con un movimiento
nervioso.
—Pero eso no es lo
único. Estoy agotada y no me quedan ánimos. Tal vez cuando estamos cansados la
tolerancia es la actitud más cómoda.
—¿Fue eso en lo que
se convirtió la vida con Someya? ¿En una pelea continua?
—Así fue. Cuando las
cosas se desvían en una pareja no hay nada ya que la pueda salvar. Pero, tal
vez fui yo la que aguantó más. Porque la que permanece en casa y soporta todo
es la mujer…
—Sin embargo parece
que te fue muy duro romper con Someya. Mucho más que cuando rompiste conmigo.
—¡Ah! ¡Qué cruel
decir esas cosas ahora! En aquellos tiempos yo no comprendía nada. Es ahora
cuando debo sobrellevar el haberme separado una vez de ti.
Jiro se quedó sin
palabras.
—Lo que tuve que
soportar hasta el momento de la separación fue más doloroso que la separación
misma.
Jiro asintió.
—Además están los
hijos.
—Sobre los hijos ya
te había preguntado antes —dijo Jiro. Y dejando de mirar la nieve del Fuji fijó
los ojos en la cara de Utako y escupió estas palabras—: Puesto que mencionas
hijos: tus hijos de ahora seguirán creciendo aunque tú no estés con ellos. Pero
cuando te separaste de mí matamos un hijo por habernos separado.
Jiro pensó que
hubiera sido mejor no haber dicho estas palabras.
Los párpados
inferiores y las mejillas de Utako temblaban de miedo. Aun la punta de sus
dedos se estremecía.
—En aquella época yo
no sabía nada de niños.
Jiro, al ver que los
ojos de Utako se llenaban de lágrimas, le dijo:
—Sí, supongo que
tienes razón. Pero más que otra cosa la culpa fue de la guerra. Eso es lo que
creo.
Utako sacudió la
cabeza.
—Cuando me dijeron
que estaba embarazada me sentí profundamente confundida. Tan confundida estaba
que no podía entender absolutamente nada.
Una vez más, los ojos
de Utako se llenaron de lágrimas.
Utako no recordaba el
hijo muerto que había tenido con Jiro. Sólo pensaba en los dos niños que había
dejado en casa de Someya.
—Para mí es un hecho que estabas profundamente
confundida. Pero fue quizás por ese embarazo por lo que nos separamos los dos…
—dijo Jiro.
Utako se esforzó por
recordar al hijo de Jiro olvidando por un rato a los hijos de Someya.
Sin embargo, el hijo
de Jiro le había sido arrancado tan pronto como lo dio a luz y no pudo
preguntar nada sobre su paradero.
Sucedió en el año en
que terminó la guerra. Los padres de Utako sospecharon de su embarazo y
descubrieron su relación con Jiro. Con este pretexto la familia toda abandonó
Tokio y se refugió en una aldea pequeña del campo. Puesto que allí no conocían
a nadie, simplemente dijeron que habían traído a su hija ya casada para que
pudiese dar a luz en el campo.
El padre de Utako
permanecía en Tokio la mayor parte del tiempo a causa del trabajo. La madre
condujo a Utako a un Tokio que era blanco de bombardeos aéreos. Utako llevaba
al niño en sus brazos. Habían ido con el propósito de abandonarlo. Utako
ansiaba encontrarse con Jiro pero al otro día de haber entregado el bebé a un
desconocido, regresaron al campo.
Después de terminada
la guerra, le contaron a Utako que el niño había muerto en el lugar en donde
había sido adoptado.
—¿Pero sí habrá
muerto realmente? —dijo Utako.
Jiro miró hacia otro
lado.
—De vez en cuando
pienso en qué puede pasar si todavía está vivo.
—Estoy seguro de que
está muerto.
—Si estuviese vivo y
me lo encontrase en algún sitio, ¿podría reconocerlo?
—Ya está bien de
hablar de un niño muerto.
Jiro no tenía deseos
de hablar con Utako no sólo del bebé muerto sino de ninguna otra cosa sucedida
en el pasado.
II
Todavía no se habían
secado las lágrimas de Utako, por lo que tomaron un taxi desde Odawara. Tenía
rojos los bordes de los ojos. Aunque no había llegado a llorar, parecía como si
lo hubiese hecho. Tal vez se debía a que el cansancio del cuerpo y del alma
había afectado sus párpados. Con sólo decirle algo los ojos se le llenaban de
lágrimas.
Jiro hubiera querido
contemplar el rostro que Utako tenía en otro tiempo. Era doloroso mirar a la
Utako demacrada de ahora. Así, tratando de buscar en la Utako de ahora la Utako
de entonces y de intentar no ver a la Utako que tenía delante, también sus ojos
terminaron agotados. Jiro no sabía a dónde dirigir la mirada para no hacerla
sentir que estaba mirando su cara ojerosa.
Cuando se pasaron del
tren al automóvil, Jiro pensó que iba a sentir más las facciones de la Utako de
otros tiempos. Tal vez Utako iba a ser diferente de la del tren ahora que los
dos habían quedado solos en un automóvil.
De tal manera se
esforzaba Jiro por recuperar las facciones de la Utako de ayer, que su corazón
maquinaba argumentos como el siguiente: Hay un poeta que dice que cuando ha
pasado el tiempo y vuelve a cantar la voz de lo que una vez resonó, felicidad y
tristeza se funden en una sola canción. Pero ¿a qué le podríamos llamar
«canción»?, se preguntó Jiro.
El automóvil pasó
delante de las ruinas del castillo de Odawara. Jiro contemplaba el bosquecillo
que allí se extiende, cuando Utako dijo con voz queda:
—Jiro, ¿tú conoces a
la familia que adoptó al bebé?
Para poder hablar en
voz baja Utako reclinó el cuerpo sobre Jiro. Jiro buscó perplejo una respuesta:
—No hablemos más de
ese asunto.
—¡Ah! Entonces sabías
algo, ¿verdad? —dijo sorprendida Utako—. ¿Cómo hiciste para averiguarlo?
—Me lo contó tu papá.
Le llegó una carta que decía que el niño había muerto.
—¡Ah! ¿Mi papá?
—Creo que la
intención de tu papá fue decirme que con esto se había roto el lazo que nos
unía. En ese momento estábamos perdiendo la guerra y probablemente él estaba
desanimado. Se sintió culpable. Tal vez por eso pensó contármelo todo.
—¿Quieres decir que
mi papá te lo contó? —repitió Utako como si no pudiera creerlo.
Entonces se reclinó
suavemente sobre Jiro. Jiro no supo si Utako se le había acercado como atraída
por una cierta intimidad o se le estaba aferrando porque la había abandonado la
fuerza que la sostenía.
Al sentir el calor de
Jiro, Utako cerró los ojos.
Jiro esperó a que
Utako siguiera hablando. Como no decía nada susurró:
—Si quieres
reclinarte bien puedes hacerlo.
Utako movió la cabeza
pero no se apretó más a Jiro. Por el contrario, endureció un poco la espalda y
permaneció inmóvil.
—Aunque mi papá te
haya contado lo que pasó tampoco es que sepamos si lo que dijo es verdad o no.
Eso es lo que siento en este momento en que estoy contigo de esta manera —dijo
Utako pausadamente con voz queda.
Era como el susurro
de un enamorado. Al apoyar su cuerpo en Jiro las rodillas le estaban temblando.
Para controlarse, Utako habló del bebé que había tenido con Jiro pero
procurando evocar los niños que había tenido que dejar en casa de Someya.
Utako se dio cuenta
de que Jiro le tenía lástima y algo en ella se mantuvo inamovible, reacio a
entregar su corazón.
—Eso mismo pensé yo.
Pero la verdad de lo que me contó tu padre es un hecho —respondió Jiro.
Jiro recordaba haber
recibido una carta que hablaba de la muerte del bebé, ir a donde el padre de
Utako, preguntar por la dirección de la casa en donde lo habían adoptado y
haber ido hasta allí para expresar sus condolencias. De esto, sin embargo, no
contó nada a Utako.
De repente Jiro dijo
con fuerza:
—Pero no me
arrepiento de nada de lo que pasó entonces.
Utako se asustó y
pareció apartarse de Jiro pero inmediatamente se recostó en él como si hubiese
asentido a lo dicho.
—Y esto lo digo
aunque haya tenido consecuencias para tu vida matrimonial…
—¡No! ¡Nada de eso!
¡Todo lo contrario! —replicó Utako sacudiendo la cabeza—. ¡Eso no es cierto!
El automóvil había
salido del centro de Odawara. Corría por una calle con una hilera de cerezos.
—De parte de Someya
no hubo nada de eso —corrigió Utako lo dicho—. Si algo así hubiese sucedido
creo que no me habría venido contigo de esta manera.
El automóvil pasó
enfrente de los baños de Yumoto. Jiro había quedado en silencio. El trayecto en
automóvil de Miyanoshita a Gora resultó inesperadamente corto.
—Cuando vine en tren
la última vez me pareció larguísimo. Estábamos en verano. Unas hortensias
gigantes llenaban el jardín de la estación del tren. ¡Estaban bellísimas! —dijo
Jiro.
—¿Viste en el camino
de venida que las higanbana están florecidas? —comentó Utako.
En Gora, las
residencias que pertenecieron a lo que se conoció como el zaibatsu, fueron
convertidas en albergues después de la guerra. El que eligieron era uno de los
muchos que allí había. En el jardín quedaban algunos árboles de un bosque que
existió en otro tiempo en esa planicie. La casa no era el tipo de construcción
propio de un albergue.
Los dueños habían
tenido reparos a la hora de cortar árboles que habían estado creciendo allí
desde cuando la planicie estuvo cubierta de bosques naturales.
La habitación a donde
fueron llevados Utako y Jiro estaba sombreada de árboles.
Ninguno de los dos
conocía el nombre de esos árboles. Sin embargo, les produjo una sensación de
paz sentarse a contemplar los innumerables troncos que había cerca de la
baranda.
—¡Qué lindo sitio!
¿No? Me parece estar soñando —dijo Utako maravillada mirando a Jiro—. Más que
un sueño me parece haber despertado de una pesadilla. ¡Qué vida tan espantosa
la que he tenido!
—¡Bonito sitio
escogimos! —comentó Jiro sencillamente.
—Sí, todavía quedan
sitios así —dijo Utako contemplando las numerosas rocas del jardín y pensando
en traer de paseo a los niños. A pesar de que después tendría que separarse de
ellos, imaginaba lo bueno que sería llevarlos con calma a divertirse un día
entero en un sitio como éste. Después podría despedirlos.
—Cuando mi casa se
quemó en los bombardeos de Tokio, alquilé una habitación en un templo budista
en el campo por los lados de Musashino. Un maestro de uta había extendido un
tatami en la bodega que quedaba del otro lado del jardín. Algunas veces venían
a tocar el tambor y la flauta. Cuando oía ese tambor y esa flauta me acordaba
de ti. Me dolía hasta el alma.
Los ojos de Utako
brillaron de felicidad.
—¿Te acompañaba tu
mamá?
—Sí. Mamá y mi
hermana mayor. Estábamos los tres.
—¿Y tu hermana cuándo
se casó?
—Hace como unos
cuatro años.
¿Cuándo se casaría
Jiro? Utako no lo había preguntado todavía. Se había propuesto no decir nada
sobre la esposa de Jiro.
Jiro continuó su
historia:
—El bonzo del templo
también practicaba uta. Parece que el maestro había venido a solicitud de él.
En una ocasión le alabé el canto al bonzo, quien me dijo que él no tenía
remedio porque la voz siempre le salía como si recitara sutras. El pecho se me
estremecía cuando el maestro gritaba yo o ho o cuando resonaba el tambor.
»Además de tener el
corazón destrozado estaba mal alimentado. Me sentía débil. Me parecía extraño
escuchar el golpe de un tambor y el sonido de una flauta en medio de una guerra
que estábamos perdiendo. Me parecía una cosa extraordinaria, ¿sabes? Tal vez
aquella gente no tenía otra cosa que hacer pero… a nosotros nos faltó esa
tenacidad para pensar que no teníamos más remedio que tocar flauta. Nos
derrotamos completamente además de perder la guerra.
—Yo era todavía una
niña que no entendía nada —dijo Utako y añadió—: Pero creo que tienes razón: yo
he debido estar allí, tocando la flauta contigo. Por no hacerlo terminé de esta
manera.
La muchacha del
servicio vino de nuevo a recomendarles que entraran al baño. Era la segunda vez
que lo hacía.
—Acabo de probar el
agua caliente. Pueden pasar… —dijo la muchacha.
—Gracias. Pero, no
trajimos toallas…
—Les llevaré unas al
cuarto de baño.
Cuando se marchó la
muchacha, Utako comentó con la cara encendida:
—¡Qué vergüenza!
¡Venirnos sin toalla! ¿Qué van a pensar de nosotros?
Jiro y Utako no se
habían visto hoy con el propósito de venir a Hakone.
Se habían citado en
Ginza y habían almorzado tarde. Cuando Jiro fue a despedir a Utako hasta la
estación de Shinbashi, mientras ella compraba el billete, él se puso a mirar el
horario de trenes de la línea del Tokaido.
—¿Qué te parece si
nos vamos ahora a Hakone? —le espetó sin aviso.
—¿Hoy…? ¿Ahora…?
Utako quedó como
clavada en el piso.
Jiro no tenía en
mente ningún propósito especial como para poner tensa a Utako cuando le
preguntó si iban a Hakone.
Era sólo que la veía
tan terriblemente acabada… Estaba sensible como si temiese algo y sus nervios
tan lastimados que se le notaba en la cara. Jiro se sintió incapaz de enfrentar
la despedida.
Sin embargo, Jiro
anticipó que si se metían en el agua termal iba a verse obligado a mirar por
completo el cambio y devastación que había sufrido el cuerpo de Utako,
arruinado por un matrimonio de siete u ocho años.
Cuando Jiro salió
para el baño Utako no se había cambiado todavía a la yukata que proveía el
albergue. Ni siquiera se había quitado las medias.
III
Jiro no tenía deseos
de bañarse en el agua sulfurosa de la fuente termal por lo que, después de
sumergirse una vez, se sentó en el borde de la tina a mirar distraídamente
hacia afuera. El agua caliente que salía por las llaves en la zona de limpieza
estaba fresca, pero no le atraía la idea de usar el jabón suministrado por el
albergue.
—¿Puedo entrar?
—preguntó Utako.
—¡Claro! ¡Pasa! —le
respondió Jiro.
Utako corrió
ligeramente la puerta del vestíbulo del cuarto de baño y dijo mientras
permanecía de pie con una mano sobre la puerta:
—Estaba colgando tu
camisa cuando entró la muchacha del servicio y me dijo: «Señora, déjeme, yo se
la cuelgo. Pase al baño». Me hizo sentir incómoda.
Utako todavía llevaba
su sastre color marrón claro y traía la yukata colgada del brazo. Se quedó
mirando con inocencia en dirección a Jiro desnudo. Esto tomó por sorpresa a
Jiro.
—Puesto que éste es
un lugar de aguas termales, no nos perdonarán si no nos bañamos.
—Cierto —dijo Utako
y, enseguida, después de cerrar la puerta, se preparó, sin siquiera probar la
temperatura, para meterse en el agua.
Jiro sólo alcanzó a
percibir el color de la piel. Después retiró la mirada. Su tez blanca tenía un
hermoso color.
Utako se sumergió
hasta el cuello y quedó inmóvil.
Jiro siguió mirando
en la misma dirección, hacia afuera. Unas flores blancas de trébol caían detrás
de una roca cerca de la ventana del baño. Utako dijo con un movimiento de
hombros:
—A mí me resulta
extraño, a decir verdad. Mientras estuve viviendo con Someya no nos vimos ni
una sola vez. Pero tan pronto como me separo de él me encuentro de repente
contigo. Pienso que estas cosas deben pasar en el mundo. Pienso que tal vez un
dios así las dispone —y añadió alegremente—: Tú estabas en Tokio, ¿no es así? Por
muy extenso que sea Tokio, en siete u ocho años tuvimos que habernos encontrado
en algún sitio.
—Sin embargo, es
posible que nos cruzáramos sin darnos cuenta mientras caminábamos por aceras
opuestas, ¿verdad? Si uno de los dos lo advirtió, tal vez siguió de largo
haciéndose el desentendido o se escondió en la esquina siguiente…
—¿Que qué? ¿Uno de
los dos? ¿A quién te refieres? ¿A ti o a mí?
—Yo no estoy
diciéndote que haya sucedido de esta manera.
—Pero yo nunca salía
a la calle… Cuando los niños están pequeños, la mamá no puede salir de casa —se
corrigió Utako.
Utako recordó que
durante el tiempo de su matrimonio con Someya la asustaba pensar en cómo iría a
reaccionar si se llegara a encontrar con Jiro.
Por su parte, Jiro
recordó cuántas veces al final de la guerra, el corazón le había dado un vuelco
al percibir en un tren atestado de gente una silueta o un perfil parecido al de
Utako entre las personas que huían de los bombardeos, aunque sabía que Utako se
había refugiado en el campo.
—Cuando nos vemos con
alguien lo hacemos en sitios comunes, ¿verdad? Yo pensaba que si me encontraba
contigo tenía que ser en un lugar maravilloso. Pero la gente que nos vio
estrellarnos tuvo que haberse reído. No debimos parecer dos personas que se
encontraban después de siete u ocho años de haber sido separados —dijo riéndose
Utako.
Se habían encontrado
en la estación del tren de Shinbashi. Utako subía hacia el andén por las
escaleras cuando vio a un hombre parecido a Jiro que estaba a punto de montarse
al vagón. Al lanzarse hacia la puerta divisó la cara de Jiro mirando desde
dentro del tren. Las puertas se cerraron justo en el momento en que el cuerpo
de Jiro, que saltaba del vagón hacia afuera, y el de Utako, que iba a subir,
chocaban delante de la entrada.
Ese día prometieron
volverse a ver. Hoy era la segunda vez que se encontraban.
Utako comentó
poniéndose una mano sobre el esternón:
—Me he adelgazado,
¿verdad? —y añadió—: Sin embargo estoy un poco mejor que cuando volví del
campo.
—¡No me digas!
Al entrar en el agua
caliente retornó a Jiro la ternura que siente el hombre hacia la mujer que ha
dado a luz a sus hijos. Era como si viese la piel de una nueva mujer. Jiro
estaba perdiendo su rumbo.
—También cuando me
separé de ti en la época en que di a luz estuve muy flaca. Pero no tanto como
ahora. Después de todo era más joven.
Jiro creyó no
recordar con claridad el cuerpo de la Utako de entonces, aunque había pensado que
no iba a olvidarlo.
—Lo que pasa es que
yo estaba joven y eran aquellos tiempos. Me sentía como si yo fuera la única
persona que hubiera hecho algo malo. Por eso abandoné la idea de seguir
contigo. De eso estoy convencida. La guerra separó a numerosos amantes, a
muchas parejas de esposos.
Utako fue reclutada
para trabajar en una fábrica que hacía armas. Cada vez que se acuerda de ello,
le resulta difícil creer lo horrible que fue para ella, lo desgraciada y
castigada que se sintió de tener que ir embarazada a trabajar.
—Me casé con Someya
por circunstancias de la guerra sin saber de qué se trataba —dijo Utako, y los
ojos se le llenaron de nuevo de lágrimas—. Hoy en día, cuando digo estas cosas
el corazón me empieza a saltar violentamente. Unas veces Someya me golpeaba.
Otras discutíamos. Me agitaba y sufría tanto que pensé que me iba a morir si
eso seguía así —añadió Utako. Utako se cubrió el pecho con las manos, salió del
agua y se sentó en el sitio de enjuagarse.
—La guerra aplastó
nuestra juventud. Al menos yo te tuve a ti. Pero te hice sufrir…
—¡No! ¡Eso no es
cierto!
—Recuerda que me
dijiste que ibas a ser tolerante con la gente.
—Sí. Cuando regresé a
casa de mis padres entendí cuán débil estaba. Me di cuenta que si no intentaba
ver las cosas de esa manera no podría salvarme.
—Unas veces te odié
profundamente y otras me eché la culpa de todo. Pero en medio de la vida
miserable que llevaban los japoneses de entonces comprendí que lo que estaba
haciendo era tenerme lástima a mí mismo, sentir nostalgia de mi juventud. En
mitad de semejante horror de guerra yo había tenido una novia llamada Utako. Y
estaba aferrado a ella.
—¡Qué feliz me siento
al oírte!
De pie uno al lado
del otro se secaron el cuerpo.
Jiro sintió la
necesidad de robar una mirada a la silueta de Utako de espaldas. Por otro lado
le parecía extraño que Utako no mostrara curiosidad por su cuerpo. No parecía
querer mirarlo. Tal vez era modestia femenina. Tal vez era esa capacidad de
entrega que hace que una mujer pueda simplemente volver a vivir en el pasado.
Después de haber entrado juntos al baño la intimidad de Utako con él había
contagiado a Jiro. La cena fue silenciosamente agradable.
El apartamento tenía
dos habitaciones: una de seis tatami y otra de tres. Una vez que la muchacha
del servicio corrió la mesita de la cena hasta la habitación de tres tatami y
dejó preparadas las camas, los dos se acostaron. Aún era temprano.
—¿Quieres pasar la
noche conversando? —susurró Utako—. Pero no de cosas desagradables.
Jiro envolvió a Utako
en sus brazos y la atrajo hacia sí.
—¿Últimamente estás
durmiendo bien?
—¡Siempre estoy tan
cansada!
Jiro no supo si Utako
podía dormir porque estaba cansada o si no podía dormir por exceso de
cansancio.
—Abrázame como lo
hacías en otro tiempo —pidió Utako quedándose inmóvil.
—¿Cómo era que lo
hacía? —preguntó Jiro un poco perdido.
Utako se rió:
—¡Qué desilusión! ¿Ya
se te olvidó?
—¡Tú eras tan
tranquila!
—Es que no tenía idea
de nada.
Jiro entrecerró los
ojos. Intentó evocar los barrios de Tokio en llamas por los bombardeos. Recordó
los cadáveres destrozados. Era su método de mantener bajo control sus deseos.
Solía usar este método cuando su esposa estaba indispuesta y le daba resultado.
Una vez al terminar
la guerra fue con un amigo a un sitio de mala fama. La mujer había comenzado a
contar que se le había muerto la familia en un bombardeo. Jiro no le hacía
mucho caso. La mujer, viendo que parecía no creer lo que estaba diciendo, se
explayó en la descripción del estado de los cadáveres. Jiro no dudaba de que
las cosas que había visto fueran ciertas pero aun así no necesariamente tenían
que ver con ella. Recordó los cadáveres que él mismo había encontrado.
—¿Qué te está
pasando? —le había preguntado la mujer.
—Que le tengo alergia
a la guerra —había contestado Jiro simplemente.
También ahora,
mientras abrazaba a Utako como en otros tiempos, tuvo éxito el método de Jiro.
Utako buscó la
mejilla de Jiro en las tinieblas como si estuviese diciendo «¿Qué te está
pasando?».
—¿En qué estás
pensando?
—En una cosa
desagradable del tiempo de la guerra.
Utako sospechó que
Jiro había pensado en su esposa. Jiro acarició suavemente el pelo de Utako.
Tuvo la sensación
natural de que tanto el viaje repentino a Hakone como el estar acostados en
mitad de la noche había sucedido como si lo hubieran planeado. Tal vez se debía
a que Utako se mostraba tan dócil. Sin embargo no cabía duda de que su actitud
se debía a que Utako estaba profundamente lesionada y había llegado al límite
del agotamiento.
—Si no hubiera habido
guerra habría estado así contigo todo este tiempo, desde aquella época hasta
este momento.
—Sin embargo, fue en
aquella fábrica en donde nos conocimos, ¿recuerdas? Sin guerra no hubieras ido
a la fábrica.
—Pienso que, si no
nos hubiéramos encontrado en la fábrica, con seguridad habría sido en otro
lugar.
Jiro era consciente
de que el pelo de Utako poseía un olor único, diferente del de las demás
mujeres. ¿Qué había cambiado a lo largo de siete u ocho años de matrimonio en
la niña suave de otro tiempo que había dado a luz a dos hijos? Jiro sintió
celos. Se sintió atraído. Pero de nuevo se llenó la cabeza con las imágenes de
cadáveres de la guerra.
Utako estaba tan
terriblemente demacrada que no fue capaz de despedirse de ella en la estación
del tren y terminó trayéndola hasta este lugar. El corazón de Jiro se decía que
también él tenía responsabilidad en ese desgaste. Trataba de convencerse a sí
mismo de que no estaba abrazando a Utako porque sintiera renacer el deseo por
ella.
Aun asumiendo que lo
que sentía no era deseo, a Jiro le pareció aterrador que la imagen de un
cadáver desgarrado por la guerra tuviese un efecto casi milagroso.
Utako se había
confiado a Jiro y era toda ternura. Sin embargo, también él empezó a sentir en
sus manos que la fuerza lo abandonaba como al cuerpo de ella. Sí, Utako parecía
relajada porque estaba tranquila. Pero al mismo tiempo se sentía triste, como
una llamita que se consume.
Cuando en la estación
de Shinbashi, Jiro de repente le había propuesto ir a Hakone, se había quedado
sin aliento. ¿Había sido ese un gesto sin motivo? En aquel momento la idea de
procurar resistir cuanto fuera posible había pasado por su cabeza como un
relámpago, pero ahora sólo pensarlo la entristecía. Utako permaneció quieta por
un rato. Después comenzó a sollozar y reclinó la cara en Jiro. Jiro quedó
sorprendido al sentir que las mejillas de Utako estaban bañadas en lágrimas.
Las enjugó con la palma de la mano.
—Lloro mucho,
¿verdad? —dijo riéndose—. Mis papás viven sorprendidos de eso.
—Tienes los nervios
completamente destrozados. Los divorcios son de verdad una cosa espantosa.
—Eso no es cierto.
Todo lo que uno tiene que aguantar hasta separarse es lo que es verdaderamente
duro. ¿No te lo había dicho ya? Cuando se rompen las amarras de tanto
sufrimiento, el cuerpo se siente como si flotara en el espacio.
—Seguro que yo
también tuve algo de culpa en que te fuera tan mal en el matrimonio. Pues a
escondidas yo rezaba por tu felicidad. Era una buena intención. Pero he debido
ser más exigente conmigo mismo.
—Eso nada tuvo que
ver contigo. Te dije que no quería hablar de cosas desagradables pero ¿no te
molesta si hablo un poco sobre lo que sucedió antes de mi separación de
Someya…? —dijo Utako buscando la mano de Jiro—. Ni en sueños imaginé que
hubiese un momento en el que oirías mi historia. Tampoco pensé que podría
llegar a encontrarte.
IV
Al despertar Jiro a
la mañana siguiente, Utako dormía de espaldas a él. Tenía las piernas
ligeramente dobladas. Vista desde atrás la silueta del cuerpo dormido tenía un
abandono inocente. Jiro sonrió y alargando la mano le rozó el cabello.
Utako se volvió
dormida para darle la cara. Jiro quedó sorprendido por esa sensibilidad y
retiró la mano. Pero Utako no se había despertado.
Los postigos
exteriores de las ventanas no tenían rendijas. Sólo había una débil claridad en
la habitación. Jiro se quedó mirando la cara de Utako y sintió revivir el amor
que en otro tiempo había sentido por ella. Tuvo la impresión de que su rostro
no había cambiado. Jiro cerró los ojos pero ya no tenía deseos de dormir más.
Se levantó y se fue a los termales.
Cuando regresó del
baño, Utako estaba acostada en mitad del lecho con los ojos abiertos.
—¿Ya fuiste a
bañarte? ¿Y no me despertaste?
—Son las nueve.
—¿Las nueve…? ¡Qué
descarada! ¡Hacía tiempo que no dormía de esta manera!
—Pues qué bueno.
Anoche te dormiste primero que yo. Como hacia las doce.
—¡Nueve horas! ¡Ah,
ah! ¡Qué bien me siento!
Utako se envolvió en
esa sensación y no se levantó enseguida.
—Te dormiste toda
acurrucada de espaldas a mí.
—¿Ah, sí?
—Tal vez tenías la
costumbre de dormir de espaldas a Someya.
—¿Será eso? —musitó
Utako. Y, levantándose, miró a Jiro a la cara.
Utako se fue a los
termales y no regresó hasta pasado un buen rato. Mientras la muchacha del
servicio arreglaba la habitación Jiro salió a caminar por el jardín.
Se recostó en el
tronco de un gran árbol y volviéndose a ella, que se maquillaba en la
habitación frente al espejo, le preguntó:
—¿Qué tal si vamos al
lago de Ashinoko?
—¿A Ashinoko?
—Tal vez la
superficie del lago refleje el Fuji cubierto con la primera nieve. Porque está
haciendo un tiempo magnífico.
—Además hoy es Higan,
¿verdad?
—Me contaron que de
aquí mismo sale el teleférico. Después hay un bus que lo lleva a uno hasta un
sitio en el que se puede tomar un barco que le da la vuelta al lago.
—¡Qué bueno! —dijo
Utako asomando la cabeza por un lado del espejo—. ¿Y tú vas a ir? Porque yo no
tengo ganas de moverme. Quiero quedarme aquí tranquila donde estoy.
—Pues, si es así, nos
quedamos.
Jiro subió desde el
jardín hasta donde estaba Utako.
—Te diste un baño
largo, ¿no?
—Desde los termales
se pueden ver las montañas maravillosamente. Me distraje contemplándolas. ¿Qué
habría pasado si hubiésemos venido cuando nos conocimos? Me senté a imaginar
que había venido contigo en ese entonces y a soñar con lo que habría sucedido.
—Ya veo —dijo Jiro
agachando la cabeza—. Pero antiguamente un hombre no podía ir a un balneario
acompañado de una muchacha, ¿o sí?
—Y ahora ella va sólo
para que la compadezcan y la velen.
Jiro no fue capaz de
responder.
—Pero, dejémoslo así.
Estuve pensando que las personas tienen las cosas que necesitan de acuerdo a
los tiempos. Y yo lo que más necesito en este momento es simpatía y consuelo.
Jiro y Utako tomaron
el desayuno tranquilamente. Pausadamente.
Utako sirvió el
desayuno que la muchacha del servicio había deslizado a través de la puerta. Y
esta espontánea intimidad pareció a Jiro maravillosa. Las palabras que Utako
había dicho acongojaron a Jiro. Sin embargo, no habían pasado la noche de esa
manera porque le hubiese decepcionado el cuerpo acabado de Utako o por temor a
consecuencias complicadas. No iba a negar tajantemente que hubiera habido algo
de eso, pero tampoco creía que las cosas fueran de esa manera.
Tal vez si hubiese
pasado una noche como ésta en compañía de una mujer a quien acabara de conocer,
se habría sentido incómodo a la mañana siguiente. Con seguridad no hubiera
tenido la intimidad que sintió con Utako. Pero también esto era algo difícil de
decir.
—Cuando nos
separamos, también yo creí desesperadamente que era el final. Pero entre los
dos todavía quedaba algo importante. Conservémoslo con cuidado.
—Hablas como quien
propone un enigma.
—Es que es como un
enigma.
—¿Un enigma
insoluble? ¿O un enigma que puede resolverse? —dijo Utako como haciéndose la
pregunta a sí misma mientras meneaba la cabeza.
—¿No crees que no hay
mayor felicidad que la de dos personas que se encuentran después de largo
tiempo de separación y se ven sin resentimiento?
—Eso es cierto.
Pasadas las dos de la
tarde Utako y Jiro tomaron el bus y se bajaron en Odawara. Desde la ventana del
tren que se dirigía a Tokio en dirección contraria a la de la víspera, los dos
volvieron a contemplar la primera nieve del Fuji.
—Ahora que no hay
nubes se puede ver todo el monte.
—Ahora que no hay
nubes se ve que sólo hay un parchecito de nieve en la cumbre. ¡Nada del otro
mundo!, ¿verdad?
—¿Sí crees? —dijo
Utako tocando desprevenidamente la mano de Jiro—. ¿No será porque ayer también
lo miramos? Hasta el monte Fuji puede resultar aburrido cuando se lo mira
constantemente.
Jiro comprendió que
Utako estaba sintiendo la despedida.
—¡Gracias por haberme
invitado a venir! Lo pasé muy bien. Seguro que ahora sí me voy a mejorar.
La intensidad de las
palabras de Utako nubló el entrecejo de Jiro.
—¡De verdad que sí!
—le aseguró Utako y tomó las manos de Jiro entre sus dos palmas.
Jiro siguió mirando la primera nieve del monte Fuji.
No hay comentarios:
Publicar un comentario