La
vieja no cambió de posición hasta que él estuvo casi dentro del patio; entonces
se levantó y apoyó una mano cerrada en un puño en la cadera. La hija, una
muchacha grandota con un vestido corto de organdí azul, lo vio de pronto y dio
un respingo; comenzó a patear y a señalar y a emitir sonidos inarticulados y
exaltados.
El
señor Shiftlet se detuvo justo dentro del patio, dejó la caja en el suelo y se
tocó el ala de sombrero para saludar a la joven como si esta se comportase
normalmente; luego se volvió hacia la anciana y se lo quitó. Sus cabellos,
morenos, largos y lacios, caían lisos a ambos lados desde una raya al medio
hasta la punta de sus orejas. La frente le cubría más de la mitad del rostro
que terminaba de pronto, con las facciones apenas proporcionadas, en unas
mandíbulas prominentes como una trampa de acero. Parecía un hombre joven, pero
tenía el aspecto de serena insatisfacción del que está de vuelta de todo.
—Buenas
tardes —dijo la anciana. Tenía el tamaño de un poste de cedro de la cerca y
llevaba un sombrero gris de hombre muy calado.
El
vagabundo se quedó mirándola sin decir nada. Giró sobre sus talones y se volvió
hacia la puesta de sol. Abrió lentamente ambos brazos, el que tenía entero y el
corto, para abarcar entre ellos una extensión del cielo y su figura formó una
cruz mutilada. La anciana lo observó con los brazos cruzados sobre el pecho
como si ella fuera la dueña del sol. La hija contemplaba la escena, con la
cabeza echada hacia delante, y sus manos pendían, gordas e inútiles, de las
muñecas. Tenía el cabello largo y dorado, y los ojos tan azules como el cuello
de un pavo real.
El
señor Shiftlet permaneció casi cincuenta segundos en esa posición, luego
recogió su caja, se acercó al porche y se dejó caer en el primer escalón.
—Señora
—dijo con firme voz nasal—, daría una fortuna por vivir donde pudiera ver el
sol hacer esto todas las tardes.
—Lo
hace todas las tardes —repuso la vieja, y se volvió a sentar.
La
hija también se sentó y observó al hombre con una mirada furtiva y precavida,
como si fuese un pajarraco que se hubiese acercado demasiado. Él se ladeó,
hurgó en el bolsillo de su pantalón y en un instante sacó un paquete de chiles
y le tendió uno. Ella lo cogió, lo desenvolvió y comenzó a mascarlo sin
quitarle los ojos de encima. El hombre ofreció otro a la anciana, pero ésta
levantó su labio superior para indicar que no tenía dientes.
La
pálida y aguda mirada del señor Shiftlet ya había revisado todo cuanto había en
el patio —la bomba cerca de la esquina de la casa y la alta higuera donde tres
gallinas se preparaban para dormir— y desplazó la mirada hacia el cobertizo,
donde vio la parte trasera y aherrumbrada de un automóvil.
—¿Conducen
ustedes? —preguntó.
—Ese
coche no s’ha movío en los últimos quince años —respondió la vieja—. El día que
murió mi marido, dejó de moverse.
—Ya na
es como antes, señora. El mundo está casi podrío.
—Tiene
razón —convino ella—. ¿Es usted de por aquí?
—Tom
T. Shiftlet —murmuró mirando los neumáticos.
—Mucho
gusto en conocerle —dijo la anciana—. Lucynell Crater, y la hija, Lucynell
Crater. ¿Qué hace usté por aquí, señor Shiftlet?
Él
juzgó que el coche debía de ser un Ford de 1928 o 1929
—Señora
—dijo, y se volvió hacia ella para dedicarle toda su atención—, permítame
decirle algo. Hay un doctor en Atlanta que cogió un cuchillo y sacó el corazón
humano, el corazón humano —repitió, inclinándose hacia ella—, del pecho de un
hombre y lo sostuvo en la mano —y extendió la mano, con la palma hacia arriba,
como si aguantara el leve peso de un corazón humano— y lo estudió como si fuera
un polluelo de un día, y, señora —dijo e hizo una larga pausa dramática durante
la cual adelantó la cabeza y sus ojos de color de arcilla brillaron—, ese
hombre no sabe más qu’ustedes o que yo acerca d’eso.
—Es
verdá —dijo la anciana.
—Vaya,
si cogiera ese cuchillo y cortara todas las puntas del corazón, todavía no
sabría más qu’ustedes o que yo, se lo aseguro. ¿Qué s’apuestan?
—Na
—respondió la anciana sabiamente—. ¿De dónde viene, señor Shiftlet?
Él no
contestó. Metió la mano en el bolsillo y sacó un saquito de tabaco y un estuche
de papel de fumar; lió un cigarrillo con destreza, a pesar de hacerlo con una
sola mano, y se lo puso bajo el labio superior. Luego sacó una caja de cerillas
de madera y prendió una en la suela de su zapato. La mantuvo encendida como si
estudiase el misterio de la llama mientras ésta descendía peligrosamente hacia
su piel. La hija empezó a alborotar y a señalar la mano del hombre y a agitar
un dedo ante él, pero justo cuando la llama estaba a punto de quemarle se
inclinó con la mano ahuecada sobre el fósforo como si fuera a prender fuego a
su nariz y encendió el cigarrillo.
Lanzó
al aire la cerilla apagada y expulsó una bocanada gris en el atardecer. Su cara
adoptó una expresión taimada.
—Señora
—dijo—, hoy día la gente hace cualquier cosa. Puedo decirle que me llamo Tom T.
Shiftlet y que vengo de Tarwater, Tennesse, pero usted nunca m’había visto
antes, así que ¿cómo sabe que no estoy mintiendo? ¿Cómo sabe que no soy Aaron
Sparks, de Singleberry, Georgia, o cómo sabe que no soy George Spèeds, de Lucy,
Alabama, o cómo sabe que no soy Thomson Bright, de Toolafalls, Mississippi?
—No sé
na d’usté —musitó la anciana, fastidiada.
—Señora,
a la gente no l’importa cómo se le miente. Tal vez lo mejor que puedo decirle
es que soy un hombre, pero, dígame, señora —añadió e hizo una pausa y su tono
se tornó aún más lúgubre—, ¿qué es un hombre?
La
anciana empezó a pelar una semilla.
—¿Qué
lleva en esa caja d’hojalata, señor Shiftlet? —preguntó.
—Herramientas
—respondió echándose hacia atrás—. Soy carpintero.
—Bueno,
si viene aquí pa trabajar, podré darle comida y un lugar pa dormir, pero no
puedo pagarle. Se lo advierto antes de que empiece.
No
hubo una respuesta inmediata ni ninguna expresión especial en el rostro del
hombre. Se apoyó contra el madero que sostenía el tejado del porche.
—Señora
—dijo con lentitud—, p’algunos hombres ciertas cosas significan más qu’el
dinero.
La
anciana se meció en su silla sin hacer comentario alguno y la hija observó el
gatillo que subía y bajaba en la garganta del señor Shiftlet. Este dijo a la
anciana que el dinero era lo único que interesaba a la gente, pero que él no
sabía para qué estaba hecho el hombre. Le preguntó si el hombre estaba hecho
para el dinero o para qué. Le preguntó si sabía para qué estaba hecha ella,
pero la anciana no contestó y siguió meciéndose y se preguntó si un hombre con
un solo brazo podría colocar un tejado nuevo en la casita del jardín. Él hizo
muchas preguntas que ella no contestó. Le explicó que tenía veintiocho años y
que había hecho muchas cosas en la vida. Había sido cantor de gospel, capataz
en el ferrocarril, ayudante en una casa de pompas fúnebres y había estado tres
meses en la radio con Uncle Roy y los Red Creek Wranglers. Contó que había
luchado y dado su sangre en las Fuerzas Armadas de su país y visitado todas las
tierras extranjeras, y en todas partes había visto gente a quien no le
importaba si hacían las cosas así o asá. Dijo que a él no le habían criado de
esa manera.
Una
luna gorda y amarilla apareció en las ramas de la higuera como si fuera a
dormir allí con las gallinas. Dijo que un hombre debía ir al campo para ver el
mundo entero y que ojalá viviera en un lugar tan desolado como ese, donde todas
las tardes pudiera ver ponerse el sol como Dios lo había ordenado.
—¿Está
casao o soltero? —preguntó la anciana.
Hubo
un largo silencio.
—Señora
—dijo él al final—, ¿dónde se puede encontrar una mujer inocente hoy día? Yo no
andaría con la escoria que puedo recoger.
La
hija estaba muy encorvada, con la cabeza casi inclinada sobre las rodillas,
observándolo a través de una puerta triangular que había hecho con su cabello;
de pronto cayó al suelo y comenzó a lloriquear. El señor Shiftlet la enderezó y
la ayudó a sentarse de nuevo en la silla.
—¿Es
su hija? —preguntó.
—La
única que tengo —respondió la anciana—, y es la criatura más dulce de la
tierra. No la dejaría por na del mundo.Y además es lista. Barre, guisa, hace la
colada, da de comer a las gallinas y trabaja con el azadón. No la dejaría ni
por un cofre de joyas.
—No
—dijo él con tono afable—, no deje que ningún hombre se la lleve.
—El
hombre que venga por ella —afirmó la anciana— tendrá que quedarse por aquí.
En la
oscuridad, los ojos del señor Shiftlet se habían quedado fijos en el parachoques
del automóvil que destellaba en la distancia.
—Señora
—dijo alzando el brazo corto como si pudiera señalar con él la casa, el patio y
la bomba—, no hay na roto en esta plantación que no pueda arreglar, hasta con
un brazo inútil. Soy un hombre —agregó con dignidad— aun cuando no esté entero.
¡Yo poseo —dijo tabaleando con los nudillos sobre el suelo para subrayar la
inmensidad de lo que iba a decir— una inteligencia moral! —y su rostro atravesó
la oscuridad hacia un rayo de luz que escapaba por la puerta y se quedó mirando
a la anciana como si a él mismo le sorprendiera esa verdad imposible.
Ella
no se dejó impresionar por la frase.
—Le he
dicho que puede quedarse y trabajar a cambio de comida —dijo—, si no l’importa
dormir en ese coche.
—Señora
—dijo él con una sonrisa de satisfacción—, ¡los antiguos monjes dormían en sus
ataúdes!
—No estaban tan avanzados como nosotros —repuso la anciana.
A la
mañana siguiente empezó a trabajar en el tejado de la casita del jardín,
mientras Lucynell, la hija, sentada sobre una piedra, lo observaba. Apenas
había transcurrido una semana de su llegada al lugar cuando los cambios que
había hecho ya podían apreciarse. Había arreglado las escaleras de la entrada y
de la parte de atrás, construido un nuevo corral para los cerdos, reparado una
cerca y enseñado a Lucynell, que era por completo sorda y nunca había
pronunciado una palabra en su vida, a decir la palabra “pájaro”. La chica
grandota de rostro sonrosado lo seguía a todas partes, diciendo
“bbbbbbbiiiiirrrd” y dando palmas. La vieja los observaba a cierta distancia,
secretamente contenta. Se moría de ganas de tener un yerno.
El
señor Shiftlet dormía en el duro y angosto asiento trasero del automóvil, con
los pies saliendo por la ventanilla. Tenía su navaja de afeitar y un bote con
agua sobre una caja que le servía de mesita de noche, había colocado un pedazo
de espejo sobre la luna trasera y colgaba cuidadosamente la chaqueta de una
percha que había puesto en una de las ventanillas.
Al
caer la tarde se sentaba en las escaleras y hablaba mientras la anciana y
Lucynel se mecían vigorosamente en sus sillas, cada una a un lado. Las tres
montañas de la anciana se alzaban negras contra el cielo azul oscuro y de vez
en cuando recibían la visita de varios planetas y de la luna después de que
esta abandonaba a las gallinas. El señor Shiftlet señaló que había mejorado la
plantación porque se había interesado personalmente por ella. Dijo que hasta
iba a hacer funcionar el automóvil.
Había
levantado el capó y estudiado el mecanismo, y dijo que podía afirmar que el
coche lo habían fabricado en esa época en que realmente sabían fabricarlos.
“Ahora —dijo—, un hombre coloca un tornillo y otr’hombre coloca otro tornillo,
y entonces tienes un hombre por cada tornillo. Por eso debes pagar tanto por un
coche: estás pagando a todos esos hombres. En cambio, si tuvieras que pagar a
un solo hombre, podrías conseguir un coche más barato y en el que s’ha puesto
un interés personal, y sería un coche mejor”. La anciana estuvo de acuerdo con
él en que así debería ser.
El
señor Shiftler aseguró que el gran problema del mundo era que a nadie le
importaba nada ni se paraba un momento a preocuparse por las cosas. Dijo que
nunca hubiera podido enseñar una palabra a Lucynell si no se hubiera preocupado
y dedicado el tiempo necesario.
—Enséñele
a decir otra cosa —dijo la anciana.
—¿Qué
quiere que diga? —preguntó el señor Shiftlet.
La
sonrisa de la vieja era amplia, desdentada e insinuante.
—Enséñele
a decir “querido” —respondió.
El
señor Shiftlet ya sabía lo que ella tenía en la mente.
Al día
siguiente empezó a trabajar en el automóvil y al atardecer le dijo que si ella
compraba una correa de ventilador lo haría funcionar.
La
anciana dijo que le daría el dinero.
—¿Ve a
esa chica? —le preguntó señalando a Lucynell, que estaba sentada en el suelo a
menos de un metro, mirándolo, los ojos azules aun en la oscuridad—. Si alguna
vez un hombre se la quisiera llevar, yo le diría: “¡No hay hombre en la tierra
que pueda arrancar de mi lado a esta dulce niña!”, pero si él me dijera:
“Señora, no me la quiero llevar, la quiero aquí”, yo le diría: “Señor, no tengo
na que reprocharle. Yo no dejaría pasar la oportunidad de tener un hogar y
conseguir a la joven más dulce del mundo. No es usté tonto”. Eso le diría.
—¿Qué
edad tiene? —preguntó el señor Shiftlet como de pasada.
—Quince
o dieciséis —respondió la vieja. La muchacha rondaba los treinta años, pero
debido a su inocencia era imposible adivinarlo.
—Sería
una buena idea pintarlo también —observó el señor Shiftlet—. No querrá que se
cubra de herrumbe.
—Ya
veremos —repuso la anciana.
Al día
siguiente se encaminó hacia el pueblo, donde adquirió las piezas que le hacían
falta y un bidón de gasolina. Avanzada la tarde, unos ruidos ensordecedores
escaparon del cobertizo y la anciana salió corriendo de la casa pensando que
Lucynell tenía otro ataque. Lucynell estaba sentada sobre una jaula de pollos
dando golpes con los pies y gritando: “bbbbbbiiiiiird, bbbbiiiiird”, pero el
alboroto que armaba quedaba ahogado por el estruendo del automóvil. Tras una
descarga de explosiones, emergió del cobertizo, majestuoso e imponente. El
señor Shiftlet estaba sentado al volante, muy tieso. Tenía una expresión de
seria modestia, como si hubiera resucitado a un muerto.
Esa
noche, meciéndose en el porche, la anciana fue derecha al grano.
—Quiere
usté una mujer inocente, ¿no es así? —preguntó, comprensiva—. No quiere saber
na de la escoria.
—Así
es, señora.
—Una
que no hable —continuó ella—, que no le conteste ni diga palabrotas. Se merece
usté esa clase de mujer. Allí está —y señaló a Lucynell, que estaba sentada con
las piernas cruzadas en la silla y se cogía los pies con las manos.
—Así
es —admitió él—. No me daría ningún problema.
—El
sábado —dijo la anciana—, usté, ella y yo iremos en coche al pueblo y se
casarán.
El
señor Shiftlet cambió de posición en la escalera.
—No me
puedo casar en este momento —repuso—. To lo que uno quiere hacer requiere
dinero y yo estoy sin blanca.
—¿Pa
qué necesita el dinero? —preguntó la vieja.
—Hace
falta dinero —respondió él—. Hoy día hay gente que hace las cosas de cualquier
manera, pero, según yo lo veo, nunca me casaría con una mujer a la que no
pudiera llevar de viaje como si ella fuese alguien. Quiero decir, llevarla a un
hotel y agasajarla. No me casaría con la duquesa de Windsor —añadió con
firmeza— a menos que la pudiera llevar a un hotel y darle de comer algo bueno.
M’educaron d’esa manera y no hay na que yo pueda hacer al respecto. Mi madre
m’enseñó cómo debía comportarme.
—Lucynell
ni siquiera sabe que’es un hotel —musitó la anciana—. Escuche, señor Shiftlet
—dijo inclinándose hacia delante—, conseguirá usté un hogar y un pozo d’agua
profundo y la muchacha más inocente de la tierra. No necesita dinero. Le voy a
decir algo: no hay lugar en el mundo pa un hombre vagabundo, pobre, mutilado y
sin amigos.
Las
desagradables palabras se posaron en la cabeza del señor Shiftlet como una
bandada de águilas en la copa de un árbol. No dijo nada de inmediato. Lió un
cigarrillo, lo encendió y luego habló con voz serena.
—Señora,
un hombre está dividido en dos partes, cuerpo y espíritu.
La
vieja apretó las encías.
—Un
cuerpo y un espíritu —repitió él—. El cuerpo, señora, es como una casa: no va a
ningún lao; pero el espíritu, señora, es como un automóvil: siempre está en
movimiento, siempre…
—Escuche,
señor Shiftlet —repuso ella—, mi pozo nunca se seca y mi casa está siempre
caldeada en invierno y no hay ninguna hipoteca en este lugar. Puede ir al
juzgado y comprobarlo. Y allá, en el aquel cobertizo, hay un buen coche
—preparó el cebo con cuidado—. P’al sábado lo puede tener usté pintao. Yo
pagaré la pintura.
En la
oscuridad, la sonrisa del señor Shiftlet se estiró como una serpiente cansada
que se despierta al lado del fuego. Al cabo de un instante, se repuso y dijo:
—Tan
sólo digo qu’el espíritu d’un hombre es más importante pa él que cualquier otra
cosa. Tendría que llevar de viaje a mi esposa un fin de semana sin reparar en
gastos. Debo obedecer lo que me indica mi espíritu.
—Le
daré quince dólares pa un viaje de fin de semana —dijo la vieja con tono
desabrido—. Es lo único que puedo hacer.
—Eso
apenas servirá pa pagar la gasolina y el hotel —repuso él—. No llegaría pa la
comida délla.
—Diecisiete
cincuenta —dijo la anciana—. Es to lo que tengo, así qu’es inútil que trate de
exprimirme. Puede llevarse la comida d’aquí.
El
señor Shiftlet se sintió profundamente herido por la palabra “exprimir”. No
albergaba la más mínima duda de que ella tenía más dinero cosido al colchón
pero ya le había dicho que no le interesaba su dinero.
—Procuraré
que eso alcance —repuso, y se retiró zanjando así las negociaciones con la
anciana.
El
sábado, los tres fueron al pueblo en el automóvil, cuya pintura aún no se había
secado, y el señor Shiftlet y Lucynel se casaron en el juzgado con la anciana
como testigo. Cuando salieron, el señor Shiftlet comenzó a estirar el cuello.
Parecía malhumorado y resentido, como si lo hubiesen insultado mientras alguien
le sujetaba.
—Esto
no m’ha gustado —dijo—. No es más que algo que una mujer hace en una oficina,
sólo papeleo y análisis de sangre. ¿Qué saben de mi sangre? Si me sacaran el
corazón y lo cortaran en pedazos, no sabrían na de mí. No m’ha gustao na.
—S’ha
cumplío la ley —dijo la anciana con aspereza.
—La
ley —replicó el señor Shiftlet, y escupió—. Es la ley lo que no me gusta.
Había
pintado el coche de verde oscuro con una franja amarilla bajo las ventanillas.
Los tres se sentaron en el asiento delantero y la anciana comentó:
—¿No
está guapa Lucynell? Parece una muñeca.
Lucynell
llevaba un vestido blanco que su madre había desenterrado de un baúl y se
tocaba con un sombrero panamá con una ramita de cerezas rojas en el ala. De vez
en cuando su expresión plácida cambiaba a causa de algún pensamiento travieso
como un brote de verde en el desierto.
—¡Se
lleva usted una joya! —dijo la anciana.
El
señor Shiftlet ni siquiera le dirigió la mirada.
Volvieron
a la casa para dejar a la anciana y coger la comida de aquel día. Cuando
estuvieron listos para partir, ella se quedó al lado de la ventanilla del coche
con los dedos cerrados sobre el vidrio. Las lágrimas comenzaron a brotar de las
comisuras de sus ojos y a rodar por las sucias arrugas de su rostro.
—Nunca
m’he separao d’ella dos días —dijo.
El
señor Shiftlet puso el motor en marcha.
—Y no
se la daría a ningún hombre, a excepción d’usté, porque he visto que actúa como
es debido. Adiós, querida —añadió aferrándose a la manga del vestido blanco.
Lucynell la miró y no pareció verla. El señor Shiftlet hizo avanzar el coche y
la vieja tuvo que sacar la mano.
Era un
mediodía claro, cálido, rodeado de un cielo azul pálido. A pesar de que el
automóvil no podía ir a más de cincuenta kilómetros por hora, el señor Shiftlet
se imaginó fantásticas subidas y bajadas y curvas cerradas, que solo estaban en
su cabeza, y se olvidó de la amargura de la mañana. Siempre había deseado un
coche pero nunca había podido comprarlo. Conducía muy deprisa porque quería
llegar a Mobile al anochecer.
De vez
en cuando interrumpía sus pensamientos el tiempo suficiente para mirar a
Lucynell sentada a su lado. Se había comido el almuerzo tan pronto como
partieron y ahora arrancaba las cerezas del sombrero y las arrojaba una a una
por la ventanilla. Él se sintió deprimido a pesar del coche. Había conducido
unos ciento sesenta kilómetros cuando decidió que ella debía de tener hambre de
nuevo y, al llegar a un pueblecito, estacionó frente a un local pintado de
color aluminio llamado The Hot Spot, la llevó dentro y pidió para ella un plato
de jamón y sémola. El viaje la había adormecido y, tan pronto como se sentó en
el taburete, descansó la cabeza sobre la barra y cerró los ojos. En The Hot
Spot no había nadie más que el señor Shiftlet y el muchacho tras la barra, un
joven pálido con un trapo grasiento al hombro. Antes de que le sirviera la
comida ella ya estaba roncando suavemente.
—Dáselo
en cuanto se despierte —dijo el señor Shiftlet—. Lo pagaré ahora.
El
muchacho se inclinó hacia ella, miró el cabello largo de un dorado rojizo y los
ojos dormidos entrecerrados. Luego levantó la vista y miró al señor Shiftlet.
—Parece
un ángel de Dios —murmuró.
—Estaba
haciendo autostop —explicó el señor Shiftlet—. No puedo esperar. Tengo que
llegar a Tuscaloosa.
El
muchacho se inclinó de nuevo y con sumo cuidado tocó con un dedo una hebra de
pelo dorado. El señor Shiftlet partió.
Se
sentía más deprimido que nunca mientras conducía solo. El atardecer se había
vuelto caluroso y sofocante y el campo era ahora llano. En el cielo, a lo
lejos, se preparaba una tormenta muy lentamente y sin truenos, como si se
dispusiera a drenar todas las gotas de aire de la tierra antes de caer. Había
momentos en los que el señor Shiftlet prefería no estar solo. Además, pensaba
que un hombre con automóvil tenía responsabilidades para con los demás y se
mantuvo alerta por si veía a alguien haciendo autoestop. De vez en cuando, veía
letreros que rezaban: CONDUZCA CON CUIDADO. LA VIDA QUE SALVE PUEDE SER LA
SUYA.
La
angosta carretera descendía a ambos costados hacia campos secos, y aquí y allá
surgían en un claro casuchas y alguna que otra gasolinera. El sol comenzó a
ponerse justo delante del coche. Era una bola rojiza que, a través del
parabrisas, parecía levemente chata en las partes superior e inferior. Vio a un
chico vestido con un mono y un sombrero gris parado en el arcén, aminoró la
marcha y se detuvo a su lado. El muchacho no tenía el pulgar levantado, tan
sólo estaba plantado allí, pero llevaba una maletita de cartón y el sombrero
puesto de una manera que indicaba que se iba para siempre de algún lugar.
—Hijo
—dijo el señor Shiftlet—, veo que quieres viajar.
El
muchacho no dijo ni que sí ni que no, pero abrió la portezuela y se sentó, y el
señor Shiftlet empezó a conducir. El chico tenía la maleta en el regazo y los brazos
cruzados sobre ella. Volvió la cabeza hacia la ventanilla, sin mirar al señor
Shiftlet. Este se sintió angustiado.
—Hijo
—dijo al cabo de un minuto—, tengo la mejor madre del mundo, así que supongo
que debes de tener la segunda mejor.
El muchacho
le dirigió una rápida mirada oscura y acto seguido volvió de nuevo el rostro
hacia la ventana.
—No
hay na más dulce —continuó el señor Shiftlet— que la madre d’uno. M’enseñó las
primeras oraciones sobre sus rodillas, me dio amor cuando nadie lo hacía, me
dijo lo que estaba bien y lo que no, y veló para que yo hiciera las cosas bien.
Hijo —añadió—, ningún día de mi vida he lamentao tanto como aquel en que
abandoné a mi madre.
El
muchacho se removió en el asiento pero no miró al señor Shiftlet. Descruzó los
brazos y puso una mano sobre la manija de la puerta.
—Mi
madre era un ángel de Dios —prosiguió el señor Shiftlet con voz crispada—. Él
la trajo del cielo y me la dio y yo la abandoné —sus ojos se nublaron al
instante con un velo de lágrimas. El automóvil apenas se movía.
El
muchacho se volvió con rabia en el asiento.
—¡Vete
a la mierda! —gritó—. ¡Mi vieja es una bolsa de piojos y la tuya es una zorra
apestosa! —y tras esto abrió la portezuela y saltó con su maleta a la cuneta.
El
señor Shiftlet quedó tan sorprendido que condujo lentamente unos cincuenta
metros con la puerta todavía abierta. Una nube exactamente del mismo color que
el sombrero del muchacho y en forma de nabo había descendido sobre el sol, y
otra, de aspecto más feo, se agazapó detrás del coche. El señor Shiftlet sintió
que toda la podredumbre del mundo iba a tragárselo. Levantó el brazo y lo dejó
caer sobre el pecho.
—¡Oh,
Señor! —rezó— ¡Aparece y limpia este mundo de las porquerías!
El nabo continuó descendiendo lentamente. Unos minutos más tarde, sonó de atrás, como una risotada, el estruendo de un trueno y unas gotas de lluvia fantásticas, como tapas de latas, se estrellaron contra la parte posterior del coche del señor Shiftlet. Se apresuró a pisar el acelerador y con el muñón fuera de la ventanilla corrió contra la lluvia galopante hasta Mobile.
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