Hace tres semanas hice algo amable por alguien. No puedo decir más que esto o de lo contrario le quitaré a lo que hice su valor verdadero y último. Solamente puedo decir esto: hice algo amable. En términos generales tenía que ver con dinero. No fue estrictamente una cuestión de «darle dinero» a alguien. Pero se acercó. Fue más bien una cuestión de «desviarle» dinero a alguien que estaba «necesitado». En mi opinión, esto es lo más que puedo especificar.
Esa cosa amable que hice la hice hace dos semanas y seis días. También puedo mencionar que yo estaba fuera de la ciudad; en otras palabras, no estaba donde suelo vivir. Pero, por desgracia, explicar por qué estaba yo fuera de la ciudad o dónde estaba o cuál era la situación general que estaba teniendo lugar pondría en peligro más todavía el valor de lo que hice. Así pues, le aclaré a la mujer que la persona que iba a recibir el dinero no iba a descubrir de ninguna forma quién se lo había desviado. Se tomaron medidas explícitas para que mi anonimato se incluyera en el acuerdo que condujo a la desviación del dinero. (Aunque el dinero, técnicamente, no era mío, el acuerdo secreto por el que lo desvié fue completamente legal. Esto puede llevar a preguntarse en qué sentido el dinero no era «mío», pero, por desgracia, no puedo explicar esto con detalle. Sin embargo, es cierto.) He aquí la razón. La ausencia de anonimato por mi parte destruiría el valor de aquel acto amable. En otras palabras, infectaría la «motivación» de mi gesto amable; en otras palabras, parte de mi motivación en el asunto ya no sería la generosidad, sino el deseo de gratitud, de afecto y de aprobación hacia mí. Desgraciadamente, ese motivo egoísta despojaría mi gesto amable de todo valor último y haría que yo fracasara de nuevo en mis esfuerzos por ser clasificado como persona amable o «buena» persona.
Por tanto, fui muy intransigente a la hora de que mi nombre se mantuviera en secreto en el acuerdo, y la mujer, que era la única otra persona que tenía algún conocimiento del acuerdo (y ella, debido a su trabajo, podía ser clasificada como un «instrumento» para la desviación del dinero), se mostró de acuerdo con aquello, a mi leal entender, por completo.
Dos semanas y cinco días más tarde, una de las personas por quienes yo había hecho la cosa amable (la desviación generosa de fondos estaba dirigida a dos personas —más específicamente, una pareja que tenía relaciones conyugales sin estar casados—, pero solamente una de ellas me llamó) llamó, y me dijo «hola» y me preguntó si por alguna casualidad yo tenía alguna idea de quién era responsable de __________________, porque quería decirle a esa persona «gracias» y que menudo regalo del cielo eran aquellos _______ dólares que le habían llegado, aparentemente, de ninguna parte de ______________________, etcétera.
Inmediatamente, después de haber ensayado aquella situación durante mucho tiempo, dije «no» con frialdad y sin mostrar ninguna emoción, y le dije que estaba llamando a la puerta incorrecta si estaba buscando que yo admitiera algo. Por dentro, sin embargo, la tentación me estaba matando. Como todo el mundo sabe, resulta muy difícil hacer algo amable por alguien y no querer de forma desesperada que ese alguien sepa que el individuo que lo ha hecho eres tú, y que se sienta agradecido hacia ti y que te apruebe, y que le diga a miles de otras personas lo que has «hecho» por él, de forma que todo el mundo te vea como a una buena persona. Igual que las fuerzas de la oscuridad, el mal y la desesperación que andan sueltas por el mundo, esta tentación a menudo vence nuestra resistencia.
Por tanto, llevado por un impulso, durante aquella llamada agradecida pero inquisitiva, sin prever ningún peligro, después de decir con mucha frialdad «no» y «la puerta incorrecta», dije que, aunque no tenía ni idea, sin embargo me imaginaba que a quienquiera que fuera el misterioso responsable de __________________ le encantaría saber cómo iban a usar el dinero que tanto necesitaban y que acababan de recibir: en otras palabras, si, por ejemplo, planeaban por fin comprar el seguro médico de su criatura recién nacida, o satisfacer la deuda por bienes de consumo en la que estaban metidos hasta el cuello, etcétera.
El hecho de que yo dijera aquello, sin embargo, fue en aquel instante fatídico interpretado por aquella persona como una insinuación indirecta por mi parte de que era yo, a pesar de mis negativas previas, el individuo responsable de aquel acto generoso y amable, y así fue como él, durante el resto de la llamada, me explicó con todo lujo de detalles cómo iban a aplicar el dinero a sus necesidades específicas, subrayando que era un regalo del cielo, y el tono de su voz emocionada me transmitió tanta gratitud y aprobación como algo más (más específicamente, un matiz casi hostil o avergonzado, o ambas cosas, no puedo describir de forma adecuada el tono específico que hizo que aquella voz emocionada me llamara la atención). Aquella efusión de emoción por su parte hizo que yo, por desgracia demasiado tarde, me diera cuenta de que lo que acababa de hacer, durante la llamada, era no solamente decirle que yo era el responsable del gesto generoso, sino decírselo de una forma sutil y astuta que sugería de forma eufemística, en otras palabras, que usaba el eufemismo «quienquiera que fuera responsable de __________________». Esto, combinado con el interés que mostré por cómo iban a «usar» el dinero, no podía ocultar a nadie la implicación de que yo era el responsable último y tuvo el efecto insidioso de insinuar que no solamente era yo el que había llevado a cabo aquel gesto tan generoso y amable, sino asimismo que yo era tan «amable» —en otras palabras, «modesto», «desprendido» y «no tentado por el deseo de obtener su gratitud»— que ni siquiera había querido que ellos supieran que yo era el responsable. Y para rematar la desgracia, además había dejado caer aquellas insinuaciones con tanta «sutileza» que ni siquiera yo, hasta más tarde —en otras palabras, hasta después de que se hubiera terminado la llamada—, me di cuenta de lo que había hecho. Por tanto, demostré una capacidad automática inconsciente y por lo visto natural de engañarme tanto a mí mismo como a los demás, lo cual, a un «nivel motivacional», no solo despojaba al gesto generoso que yo había intentado llevar a cabo de cualquier valor verdadero y me hacía fracasar nuevamente en mis intentos de ser sinceramente lo que alguien clasificaría como una persona «amable» o «buena» persona, sino que me hizo quedar ante mí mismo como alguien que solo podía clasificarse como «oscuro», «malvado» o «sin esperanza de convertirse sinceramente en alguien bueno».
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