“El camino a superar la timidez
es llegar a estar tan envuelto en algo
que uno se olvida de tener miedo”.
Lady Bird Johnson.
—Yo no ando saliendo a robar a nadie, eh —grazna el
muchacho—. Yo me subo a un colectivo a poner en la mesa un plato de comida a
mis hijos.
Un cartón con hilos y agujas hace equilibrio sobre la
rodilla de Carlos, que ocupa el asiento anterior a la puerta trasera del
colectivo. Agarra el blíster antes de que caiga al piso y se lo devuelve casi
de inmediato al vendedor, que va manoteando los cartones de agujas con
brusquedad, haciéndose lugar entre sirvientas, albañiles, punguistas, maestras
y lisiados: maquinaria humana, engranaje de carne oxidado por la húmeda y gris mañana
de otoño conurbano. Más húmeda y gris por ser lunes.
Suben unos pibes de secundaria con una botella cortada de
gaseosa, que no contiene gaseosa sino un extraño líquido amarillo. A juzgar por
la exaltación que muestran, una bebida alcohólica. Visten los típicos guardapolvos
desharrapados de los que están a punto de egresar. Pagan de mala gana y
desordenadamente lo que parece ser un boleto escolar. Y no todos son varones: se
distingue una chica, que avanza por el pasillo separándose de la manada. El
compañero que tiene la botella le grita con voz ronca:
—¡Eh, Yami! —le ofrece la botella con gesto tosco, derramando
líquido en el piso.
Ella hace que no con la cabeza y sigue camino al fondo del
colectivo.
Y otro de los compañeros:
—¡Qué ortibás el escabio! ¡Si la chechona te la tomás toda!
Espantado por semejante ofensa, Carlos agacha la cabeza como
si quisiera enterrarla; algo le dice que algún pasajero debe salir a defender a la chica. Los compañeros festejan la
grosería y nadie en el colectivo se conmueve. Ni siquiera ella, que toma el
asunto como si nada. Hasta sonríe y murmura algo.
Carlos se atreve a levantar la vista y se topa con los ojos
grandes de la acusada. Tiene los cachetes opacos, el pelo blanqueado, el
guardapolvo escrito. Le sostiene a él la mirada con audaz desparpajo; y Carlos,
vencido por el coraje de ella, disimula desempañando la ventanilla con el puño
de la campera.
Al llegar a Constitución, el colectivo se bambolea evacuando
a buena parte del pasaje, como un culo gigante que se alivia de un gran bolo.
Cierto tufo escapa también por las tres puertas abiertas, y el aire, muy de a
poco, vuelve a ser respirable. El asiento pegado al de Carlos queda vacío, y lo
ocupa la colegiala. Los que venían con ella se desparraman por el colectivo,
sobre todo en el asiento trasero. Entonan con voz ahuecada consignas de cancha,
cambiándole la letra a la canción que aturde por el altavoz del celular de uno
de ellos.
Carlos quiere mirarla, pero no se atreve. Esa contradicción le
contractura los músculos del cuello y los ojos. Aunque, con visión periférica,
percibe algunos detalles. Como por ejemplo los considerables pechos.
Qué tetas, piensa, y se avergüenza de sólo pensarlo. Si la
chica lo llegara a rozar con el brazo, se muere. Y, si lo llega a rozar con el
muslo…
Sus pensamientos son interrumpidos:
—No abrís un poquito —dice ella señalando con la cabeza la
ventanilla.
Carlos abre de inmediato, y también de inmediato se
arrepiente de ser tan aparatosamente solícito.
Es que la joven no le resulta indiferente. Se siente incluso
avergonzado por no haber podido sostenerle la mirada hace unos minutos.
—Gracias —dice ella, quien definitivamente no se parece en
nada a los demás inadaptados.
Y él se mantiene estoico soportando la repentina llovizna en
la cara. Pero a ella no la mira. Tampoco le responde. Simplemente, no puede. Y
ella, acaso sorprendida por el silencio de él, lo examina de soslayo. Carlos
sabe que ella lo espía y, petrificado, no aparta la cara de la ventana. El pelo
humedecido se le pega a la frente. La chica vuelve a lo suyo y se empieza a
acicalar las uñas.
El tránsito se congestiona y al colectivo le cuesta avanzar:
algo interfiere el paso. Algunos pasajeros ansiosos se levantan para entender
mejor qué los detiene.
—Un piquete —dice una joven.
—Para variar —dice un hombre.
—Son un cáncer —dice una mujer.
Todos en el colectivo se indignan por el grupo de
encapuchados armados con palos que se ha adueñado de la avenida. El bloqueo de
los manifestantes se vaticina eterno y peligroso.
Carlos se inquieta. Junta fuerzas para pedirle a la chica
que lo deje pasar: las aglomeraciones lo asfixian, y más si no puede alejarse
por sus medios cuando lo necesita.
Ella mira en todas direcciones. Resopla.
—Puta —murmura.
Y a él lo avergüenza asumir que ella le habla. Entonces
sigue mirando por la ventanilla sin darse por aludido. Quiere bajarse, piensa
que podría caminar las veinte cuadras que le quedan hasta la biblioteca. Pero
no hay caso, no se atreve a pedirle permiso. Maldición. Sólo tiene que decir la
palabra “permiso”, y pararse un poquito en un ademán de querer pasar. Pero… ¿y
si ella se niega? Si le dijera, por ejemplo: “¿Qué hacés si no te dejo pasar?”.
Él no podría soportarlo. Lo soportaría con una persona cualquiera, pero ella ya
no es cualquiera para él: Carlos erige, en lo más profundo de su intimidad,
remotas conjeturas vinculantes con la mujer que tiene a su lado. Sí, se ve con esa perfecta desconocida
caminando de la mano por un campo florido en primavera. Se imagina besándola delicadamente
en la comisura de los labios. Leyéndole sus poemas. Porque eso sí: él escribe,
se expresa por escrito.
La chica se da vuelta y busca respuesta en sus compañeros.
Ellos se golpean unos a otros, procuran tocarse el culo entre sí mientras
vociferan obscenidades de connotación sexual. En su mayoría, de tenor sodomita.
Resignada, ella vuelve la vista al frente.
—Qué tarados —dice.
Carlos la oye, pero no reacciona. Si no le resultara tan
bella, quizá se atrevería a responder alguna cosa. Le viene a la cabeza un
párrafo de la novela “Las partículas
elementales” de Michel Houellebecq que le ha quedado grabado en la memoria:
"¿Qué había cambiado en realidad
desde su propia adolescencia? Tenía los mismos deseos, y era consciente de que
lo más probable era que no pudiera satisfacerlos. En un mundo que sólo respeta
a la juventud, los seres son devorados poco a poco.".
Carlos prefiere disimular la vergüenza fingiendo interesarse
en el paisaje apocalíptico que se ve por la ventanilla, cuando el sonoro escape
de aire del freno de mano del colectivo precede a la apertura de las puertas.
—¡Llega hasta acá! —anuncia el chófer.
Los pasajeros se le van al humo, lo increpan, le preguntan
por qué no sigue. El conductor hace gestos elocuentes señalando la
concentración que se ve adelante. Increpando indignada, la gente baja del
colectivo. Los compañeros de la chica se empujan como bárbaros por la puerta
trasera. Al bajar, el último le palmea a ella la nuca.
—¡Eh, guacha, dale!
—¡Pedazo de pancho, la concha de tu mad…! —grita ella
mientras trata de cazar la mano del descarado.
—¡Hasta acá! —repite el colectivero, mirando por el
retrovisor.
Carlos no puede más, necesita salir de ahí. Se incorpora, y
suplica que la chica se aparte y lo deje pasar. Ella, más por propia voluntad
que por satisfacer la necesidad de él, se levanta del asiento y va y viene por
el pasillo. Mira hacia afuera y se golpea las caderas. Carlos aprovecha para
salir del asiento doble.
—Qué vas a agarrar —le pregunta ella al chófer.
—Agarro San Juan hasta el bajo —dice el conductor—. Pero
igual ya está fuera de servicio.
—Y por qué está fuera de servicio —dice ella de mal modo.
Atento al diálogo, Carlos se demora bajando por el estribo.
Pero el diálogo no prospera, y ella baja detrás de él.
Desde la calle, puede verse al colectivero cerrar las
puertas y prender un cigarrillo. Como dos huérfanos, Carlos y la chica quedan
parados uno al lado del otro.
La zona parece una típica locación de cine catástrofe. Se
oyen bombos y bombas de estruendo. Una horda de manifestantes se los lleva por
delante. La Policía ni siquiera intenta contener el caos. Hay corridas, detonaciones,
y se alzan columnas de humo en distintos puntos: neumáticos ardiendo, bengalas,
contenedores de basura incendiados; aunque la mayoría de los fogones proviene
de puestos de choripán.
Los compañeros de la chica juegan a que son manifestantes,
se mimetizan batiendo los brazos y desafinando cánticos futboleros que nada
tienen que ver con la consigna de la movilización. O sí. Se pierden entre el
humo y las banderas, y Carlos y la chica observan en silencio el panorama. La
llovizna ha cesado y un sol tímido se cuela entre las nubes.
Carlos normalmente abandonaría de inmediato ese lugar, pero
ahora no quiere irse. O, mejor dicho, no quiere dejar de estar junto a Ella. En la última media hora, aprendió
a disfrutar ese sutil olor a lavandina, ese léxico crudo…, su presencia. La
vida sin ella se le antoja vacía, inútil. Sí: él podrá estar loco por darle tal
relevancia a una desconocida, pero eso no cambia nada.
A pesar del barullo infernal, un silencio abstracto y
delator los desnuda. Carlos cree que es hora de demostrar y demostrarse que no
es un cobarde, y haciendo crujir su anquilosada mandíbula sonríe antes de
intentar una palabra.
Pero parece que la sonrisa sale rara, porque ella se lo
queda mirando:
—Vos sos retímido, ¿no?
Ser tímido es una cosa; ahora, que ella lo advierta tan
fácilmente…
Carlos se encoje como un chico lastimado. Clava la vista en
el pavimento, su viejo amigo. Su refugio. Ella tuerce la cabeza, lo examina, le
busca los ojos. Parece darse cuenta de que ha sido demasiado directa.
—A ver… —dice—. No me des bola, eh. Yo siempre digo giladas.
Él se endereza un poco, pero sigue con los ojos bajos. Segundos
después, impulsados por un acuerdo implícito, dan unos pasos juntos en dirección
improvisada. Caminan en silencio mientras la devastación se desarrolla ajena alrededor.
—¿Cruzamos de acá? —dice ella.
Cruzan el bulevar central hacia la colectora, esquivando
manifestantes que juegan a la pelota con un pedazo de neumático de micro. Ella
llega antes y lo apura desde la vereda:
—¡Dale!
Carlos camina rígido y desgarbado, algo tan simple como cruzar
la calle le supone un esfuerzo de coordinación. Ella lo espera en la vereda,
mirándolo como quien mira a un hermanito hacer tiernas payasadas. Él sube al
cordón, y quedan los dos a resguardo de un tránsito no menos violento por
atascado.
—Vení —dice ella.
Se acercan a una de las pocas vidrieras que no tiene la
persiana baja. En esa vidriera se exhiben celulares.
—Nah… —dice la chica señalando un smartphone—, ese está
repiola.
Carlos observa, cauteloso, un metro detrás.
—Y yo con esta poronga —sigue ella, batiendo un viejo y
destartalado celular de tapita.
Carlos tiene un as en la manga y lo va a tirar sobre la
mesa: mete la mano en el bolsillo de la campera, y de un estuche de felpa saca
el mismo modelo de celular.
—Ah, no podés ser tan pancho —dice ella, y le manotea el
teléfono.
Lo analiza, lo compara con el suyo. Sopesa los dos aparatos.
—¡La misma poronga! —dice.
Carlos estira la mano para recuperar su celular. Ella le
hace graciosos amagues como un calesitero a un niño que quiere sacar la
sortija. Por fin se lo devuelve, y Carlos, presuroso y avergonzado, vuelve a
guardarlo en la funda de felpa.
—Amigo, dejá de cirujear —dice ella sonriente—. Además, esa
bolsita…
Y él, como entiende perfectamente el significado de esas
palabras, ensaya en su mente diferentes versiones: “Llevás el celular con
fundita porque sos un viejo”. “Un flor de viejo pelotudo”. “Un cuarentón virgen
que se cree que una pendeja hermosa como yo le va a dar pelota”.
Como resultado de estas elucubraciones, los hombros de
Carlos declinan en ángulo agudo como techos a dos aguas. Los párpados acompañan
cayendo a media asta.
Ella advierte el derrumbe, y pregunta:
—Qué pasó.
Él niega, la mirada otra vez en el cemento. Le da vueltas a
aquella cita de Anatole France: “La
timidez es un gran pecado contra el amor”. Él del amor no sabe nada, pero
sí de la timidez. Y sabe que la timidez es una enfermedad. Una enfermedad de
mierda. Potencialmente mortal.
Ella lo mira.
—Escuchame —dice—: ¿Te van unas facturas?
Carlos levanta la vista.
—Nos sentamos más allá —ella señala los bancos de plaza que
bordean el bulevar de la 9 de Julio— alejados un poco de estos monos. —Y
agrega—: Ahora que salió el solcito.
Él advierte en ella la clara intención de levantarle el
ánimo.
—Bueno… —dice, y vuelve a agachar la mirada.
—¡Ah, te recabió, amigo!
A Carlos se le escapa la sonrisa de un niño a quien un
adulto lo convence de que su frustración es infundada y pasajera.
—Que se metan en el orto la gilada esa —dice ella cabeceando
hacia el smartphone que se ve a través del vidrio.
Retomando la caminata, Carlos junta valor. Dispuesto a
trasponer su límite, procura al menos no tartamudear. Y dice con voz apenas
audible:
—Vos cómo te llamás.
—Maira —responde ella de inmediato, acaso premiando la
osadía de que él haya hablado—. ¿Vos?
—¿Yo?
—No, mi abuela.
—Carlos. Me llamo Carlos.
Carlos examina en su memoria: Maira. ¿Qué nombre es ese?
Está acostumbrado a Josefinas, Haydeés, Estheres, Ineses. Jamás oyó de ninguna
Maira.
¿Qué más da? Pudo hablarle, que es lo único que importa.
—Maira Yamila —completa ella.
—¿Yamila?
Sigue hablando, no puede creerlo.
—En realidad, todos me dicen Yami —dice Maira—. Pero son
unos panchos. Vos decime Maira.
—Maira —repite él como si recitase poesía.
—Corte que me recabe cómo lo decís.
Carlos sonríe, ahora más aplomado. Aunque el corazón le
sigue latiendo rápido, y se siente tembloroso.
Caminan unas cuadras, sin decir mucho.
Un vendedor ambulante de medias los intercepta y le insiste
a Carlos para que le compre. Él se niega sin la suficiente vehemencia, y el
vendedor lo acosa.
—Dale, amigo, con todo respeto. Comprale a la señorita. Te
las dejo a cincuenta.
Después de casi media cuadra, Carlos le entrega dinero al
muchacho. Maira dice:
—No ves que no quiere comprar.
—Hacé tu trabajo, que yo hago el mío —dice el vendedor en
voz baja mientras busca cambio para darle a Carlos.
Carlos traga un nudo amargo. Quisiera poder decir cualquier
cosa, pero opta por fingir que nada oye. Concluida la transacción, el vendedor
se aleja.
—¡Por qué le compraste! —increpa ella—. ¿No ves que te
reesplotó?
Carlos desvía la mirada.
—Eh… Para ayudarlo. Bah, qué sé yo.
—¿Ayudarlo? —Maira niega contrariada—. Son reatrevidos estos...
—Bueno —dice Carlos, y le entrega a Maira el par de medias
de imitación.
—¿Qué? —Maira le clava unos ojos desconfiados—. ¿Me regalás?
Carlos dice que sí con la cabeza, y ni la mira: simplemente
no puede sostener esa mirada. Maira se lo queda mirando: lo estudia; mientras
él sufre, ella quiere llegar a la verdad. Después, como si él hubiera aprobado
algún tipo de examen, ella se guarda el regalo en la mochila. Y le dice:
—Teneme, a ver.
Hace que él le tenga la mochila. Se saca el guardapolvo, lo
hace un bollo y lo mete adentro sin cuidado. Se sube bien la calza hasta que en
el pubis se le forma un tajo carnoso. Carlos no pierde ese detalle. Ella agarra
la mochila y se la cuelga de la espalda, las tiras enmarcando por el frente los
exuberantes pechos.
—Ahora sí —dice.
Y retoman la caminata.
—Ahí —dice ella, señalando una panadería—. Mirá.
Carlos asiente, y se acercan al negocio. Entran.
—Buenas —saluda Maira—, ¿me sirvo yo?
La obesa empleada le entrega una canasta de plástico con
migas en el fondo, y una pinza pegoteada de dulce de leche y crema pastelera. Maira
empuja en la canasta bolas de fraile y medialunas de grasa, y Carlos aprovecha
para espiarla de atrás. Ella deja la canasta sobre el mostrador de vidrio. La
panadera cuenta las facturas y las envuelve.
—Cuarenta y dos pesos —dice.
Carlos se apura a extender un billete de cincuenta: el
vuelto del vendedor de medias.
—Allá, en caja —dice la empleada, y señala un extremo del mostrador,
donde cuenta plata un vejestorio pintarrajeado con peluca negro azabache de
flequillo lacio.
—Eh —dice Maira—, la chocolatada la compro yo.
Carlos asiente. Paga, y salen de la panadería.
—Acá en la avenida que viene debe haber algún chino —dice
Maira.
Doblan por una avenida transversal, pero no encuentran
supermercados. Siguen caminando. Carlos lleva el paquete de facturas como si
contuviera algo digno de celo y honor. Maira lo estudia disimuladamente. La
altura de él la obliga a mirar hacia arriba. Y el andar de ella, por momentos
errático, hace que se encime a Carlos. De tanto en tanto, las manos de los dos
se rozan. Él siente deseos de tomar en su mano huesuda y fría la mano de ella,
que adivina cálida. Pero, por supuesto, no lo hace.
Carlos mira el reflejo que los dos proyectan al pasar
delante de las puertas de vidrio de un sanatorio. Es la primera vez que se ve
junto a una mujer. No cuentan las fotos de fin de año en la biblioteca con
alguna que otra compañera de trabajo. Las fotos con su tía Amelia, menos. Por
eso, la imagen que acaba de reflejarse en las puertas de esa clínica lo
revoluciona. Ese reflejo efímero salda en algo la deuda que la vida tiene con
él. Y él vuela a una altura que desconoce, no puede negar el vértigo.
—Ahí, mirá —dice Maira, señalando un súper chino en la
vereda de enfrente.
Pero Carlos se arrepiente de haber volado tan alto. Si ya se
sabe, tarde o temprano, los aviones caen.
Y ese pensamiento catastrófico no es espontáneo: lo trajo Aurora,
que camina hacia ellos.
Aurora es la madre de Marcelo, un viejo compañero de colegio
de Carlos. El “amigo” más cercano que tuvo. El único, en realidad. Y si bien él
y Marcelo llevan muchos años sin verse, reconoce de inmediato a la madre. Y
ella lo reconoce a él.
—Carlitos —dice Aurora, que deberá de andar por los setenta
largos—. Qué suerte que viniste, querido.
En un resquicio de la mente de Carlos se cuela un
pensamiento metafísico que versa sobre la cuestión de la casualidad y la
causalidad. Pese a su criterio cientificista, le cuesta creer que todos los
acontecimientos del día sean casuales.
—Hola, Aurora —dice tímidamente, y la saluda con un beso en
la mejilla.
Cautelosa, a dos metros, Maira observa.
—Qué lindo verte acá —solloza la mujer—. Con lo que
Marcelito te quiere.
Carlos no cree atinado confesar su ignorancia acerca de la
situación de Marcelo: nada buena será si la madre llora en la puerta de una
clínica.
Maira se mantiene a un lado y en silencio. La señora ni la
registra. Acaso por sus manifiestas diferencias —él es blanquito y educado, y
Maira…—, quizá la vieja no advierta que Carlos y la piba están juntos.
—Vení, querido —dice la mujer—. Pasá.
Agarra del brazo a Carlos y lo mete adentro del sanatorio.
Desde el interior, él se da vuelta y le hace gestos a Maira.
Pero el mismo reflejo que disfrutó hace un minuto para contemplar la imagen de
los dos, acaso ahora impida que ella lo vea a él.
—Ustedes ya son muchachones —dice Aurora, mientras esperan
el ascensor—. Tienen que cuidarse. Mirá lo que le agarró a Marcelo, pobrecito.
—La anciana se suena y habla con el pañuelo en la nariz—. Por no haberse hecho
los estudios esos de la próstata, ¿viste?
Carlos mira por encima del hombro y ve a Maira parada en la
vereda de la clínica.
—Vos cuidate, eh —sigue Aurora—. Mirá que ustedes ya no son
criaturas.
—Ajá —dice Carlos, y quiere salir corriendo.
—Se creía un pibe, y mirá. —Aurora aprieta el botón del
cuarto piso—. A cierta edad hay que sosegarse.
—Ajá.
Suben al ascensor.
—Eso trajiste… —pregunta la mujer, y apunta el mentón al
paquete engrasado en la mano de Carlos.
—Sí.
Carlos le entrega las facturas.
—¡Ay! Cómo les hace falta una mujer que los encarrile a
ustedes —dice Aurora sopesando el paquete—. Facturas… a quién se le ocurre.
***
Carlos aparta la vista de ese despojo en que se ha
convertido su amigo Marcelo, y espía por la ventana de la habitación. Llega a
ver a Maira parada en la vereda de la clínica mirando hacia adentro, las manos como
viseras laterales procurando eludir el reflejo. Con disimulo, le hace gestos
para que ella lo registre; pero Maira no mira hacia arriba. Aurora sí lo mira a
él con severidad. Carlos siente que le va a explotar el corazón, y no quiere
terminar ahí tirado como su amigo, con una enfermera metiéndole una chata por
debajo y diciéndole: “A ver, corazón, dámelo ahora”. Y antes de buscar justificaciones
o excusas, se atreve a decir cuatro palabras:
—Me tengo que ir.
Y sale disparado de la habitación. Así, sin más. Ante la
colérica mirada de Aurora, y la indiferencia de ese perfecto extraño que es hoy
Marcelo para él. Corre por el pasillo hasta un ventanal que da a la calle, ahí
donde espera Maira. Desesperado, le hace señas, pero ella no lo advierte. Y él pierde
la compostura: grita como un loco, empañando el vidrio fijo que impide que
cualquier sonido escape al exterior.
—¡Esperame! —grita—. ¡Maira, esperame!
La gente que hace cola para usar los ascensores lo mira con alarma.
Carlos se acerca y toca todos los botones. Finalmente, un ascensor abre sus
puertas y sale media docena de personas. Carlos va a subir con la otra gente,
pero dos macizos paramédicos con una camilla acusan prioridad.
—A ver —dice uno de ellos—. Permiso, señor.
El ascensor se completa con la camilla, los camilleros y
tres o cuatro personas que esperaban antes que Carlos. Resignado, él corre en
busca de la escalera, y baja lo más rápido que puede, como un caballito de
calesita que se va destartalando con velocidad imposible. Llegando al palier de
planta baja, patina peligrosamente hasta casi estrellarse contra el mostrador
de informes. Eyectado a la calle, devora con los ojos cada centímetro cuadrado
de avenida.
Nada. Maira no está.
Cruza trotando hasta el súper chino. Lo recorre íntegro dos
veces, góndola tras góndola. Sale, y vuelve a mirar en derredor.
Nada.
Entonces corre hacia la avenida principal.
Al llegar, presencia la desconcentración de los
manifestantes. El asfalto ha quedado alfombrado con los desperdicios de una
estampida de bestias. Carlos atisba el horizonte hacia los cuatro puntos
cardinales. Gira una y otra vez, hasta que por fin —asumiendo las sabias
palabras de Aurora— elige sosegarse.
Contrahecho, la sutil giba asoma de nuevo, la mirada pierde
propósito. La desesperación muta, de a poco, a un estado de aceptación y calma
cadavérica. Minuto a minuto, su estructura molecular se degrada hasta
reconvertirse en esa ruina de cada mañana frente al espejo del baño.
Todo vuelve a la normalidad.
Transpirado y agitado, reflexiona acerca de lo fácil que es
perder la cabeza. Mientras se compone la ropa que la precipitación le
desacomodó, decide que caminará hasta la biblioteca.
Al despuntar las primeras cuadras y reflexionar sobre todo
lo ocurrido, la cordura se impone, y considera atinado regresar a su refugio.
Paladea el alivio de encerrarse en su bunker, en su agujero de seguridad.
Llegará tarde, sí, pero puede recuperar en el turno vespertino: por la noche
hay poca gente, y se genera el ambiente propicio para la lectura. Aprovechará
para leer a Kierkegaard. Ahora mismo, siente a Anatole France bastante cursi.
Pero tiene algo duro atorado en la garganta que lo obliga a
llorar y le quita el aire.
Es que se está dando cuenta de que le faltó casi nada para
lograrlo. Por primera vez en su vida de mierda, soportó casi hasta el final, hasta casi
conseguir lo que deseaba.
Casi.
La tenía pero se le escapó.
En verdad no se le escapó: él la perdió. Él la dejó ir.
Se odia, y en esto no hay casi que valga: ya no puede más.
Se odia tanto que piensa en matarse. Matarse él mismo antes
de que la soledad y la maldita timidez lo acaben en lenta y atroz agonía.
¿Por qué no se plantó ante esa vieja puta de Aurora? ¿Por
qué no siguió su instinto? ¿Por qué no pudo decir no? ¡Por qué! ¡La reputísima madre, por qué!
El corazón le late irregular. Ahí están las extrasístoles de
nuevo. Y claro, no podían faltar. Mejor se muere ahora. Que lo mate la maldita
arritmia de una maldita vez.
Y una fibrilación viene a ratificar sus pensamientos. ¿Un
infarto? ¿Finalmente un infarto acabará con él? ¿Puede al fin confirmar que
desperdició su vida de principio a fin?
La palma derecha acude pronta al pectoral izquierdo. No, no
es fibrilación. Es el celular que le vibra en el bolsillo superior de la
campera. ¿Y cómo puede ser, si él no usa el celular en vibración?
—¡Hola! —dice. Y lo ha dicho con una voz que desconoce: una
voz explosiva que acusa ira y hartazgo. La voz del que se encuentra dispuesto a
todo, porque ya no le importa nada.
—¡Eh, amigo!
La estupefacción se manifiesta en el temblor de la mano que
sostiene el teléfono.
—¡¿Mmm-Ma-Maira?!
—Te fuiste con esa vieja, y me dejaste redegarpe.
Atontado, Carlos no responde. Ella sigue:
—Ya compré la chocolatada, venite a Congreso.
—Pero… cómo sabías mi teléfono.
—¡Todavía no te diste cuenta! Te lo iba a zarpar, pero….
La comunicación se corta.
Carlos observa atónito por unos segundos el ajado y rotoso
celular que tiene en la mano: el celular de Maira.
Los aviones no siempre
caen.
Levanta vuelo un centímetro antes del impacto. Resucita. Guarda
el teléfono de Maira en la funda de su propio celular, y apura el paso hacia
Congreso. Kierkegaard y Anatole pueden esperar, ellos sí están muertos.
"Tímido"
forma parte del libro "Los
que matan el tiempo y lloran en su entierro"
Vengo de releer el Omnibus de Cortázar, pero me gusta más este.
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