Un amigo mío camionero ha escrito en el cristal del parabrisas:
“Mujeres y motores, alegrías y dolores”. No digo yo que no tenga sus
buenas razones para decir que los dolores y las alegrías que le procuran
las mujeres tengan más o menos el mismo peso en la balanza de su vida.
Digo que, al menos por lo que se refiere a Matilde y a mí, esa balanza
andaba muy desequilibrada: por un lado, muy alto, el platillo de las
alegrías; por el otro, muy bajo, el platazo de los dolores. De modo que,
al final, tras un año de noviazgo de puras peleas, incumplimientos de
palabra, bribonadas y traiciones, decidí dejarla a la primera
oportunidad.
La oportunidad llegó pronto, una noche que la había citado en
la plaza Campitelli, cerca de su casa: Esa noche Matilde, simplemente,
no vino. Advertí entonces, tras una horita de espera, que sentía más
alivio que disgusto, y comprendí que había llegado el momento de la
separación. Incierto entre un dolor amargo y una satisfacción agraz,
medio contento y medio desesperado, me fui a casa y me acosté en
seguida. Pero antes de apagar la luz me santigüé, solemne, y dije en voz
alta:
-Esta vez se acabó, vaya si se acabó.
Este juramento hay que decir que me calmó, porque dormí de corrido
nueve horas y sólo me desperté por la mañana cuando mamá vino a avisarme
que preguntaban por mí al teléfono.
Fui al teléfono, al apartamento de enfrente, de una modista amiga. De inmediato, la vocecita dulce de Matilde:
-¿Cómo estás?
-Estoy bien -contesté, duro.
-Perdóname por anoche…, pero no pude, de verdad.
-No importa -le dije-, así que adiós… Nos veremos mañana… Te diré una cosa…
-¿Qué cosa?
-Una importante.
-¿Una cosa buena?
-Según… Para mí sí.
-¿Y para mí?
Dije tras un momento de reflexión:
-Claro, también para ti.
-¿Y qué cosa es?
-Te la diré mañana.
-No, dímela hoy.
-No me mates…
-Está bien… ¿Sabes por qué te he telefoneado hoy? Porque hace un día
precioso, es fiesta, y podríamos ir en moto al mar. ¿Qué te parece?
Me quedé incómodo porque no me esperaba esa propuesta tan cariñosa,
hecha con una voz tan dulce. Después pensé que, en el fondo, tanto daba
hoy como mañana: iríamos a la playa y yo, en lo mejor, le diría que la
dejaba y así me vengaría también un poco. Dije:
-Está bien, dentro de media hora paso a buscarte.
Fui a recoger el ciclomotor y luego, a la hora fijada, me presenté en
casa de Matilde y le silbé para llamarla, como de costumbre. Se
precipitó en seguida abajo, lo noté; normalmente me hacía esperar Dios
sabe cuánto. Mientras corría hacia mí atravesando la plaza, la miré y me
di cuenta una vez más de que me gustaba: bajita, dura, morenísima, con
la cara ancha por abajo como un gato, la boca sombreada de pelusilla,
los ojos negros, astutos y vivos, el pelo muy cortito, tan espeso y tan
bajo sobre la frente que evocaba el pelamen de un animal salvaje. Pero
pensé: “Desde luego que me gusta, me gusta mucho, pero la dejo”, y
advertí con alivio que la idea no me turbaba en absoluto. Cuando la tuve
delante, todavía jadeando por la carrera, me preguntó en seguida con
voz tierna:
-¿Qué? ¿Aún estás enfadado por lo de ayer?
Contesté huraño:
-Vamos, monta.
Y ella, sin más, subió al sillín de la moto agarrándose a mí con las dos manos. Salimos.
Una vez en la vía Cristoforo Colombo, entre los muchos automóviles y
motos del día festivo, con el sol que ya quemaba, empecé a pensar
sañudamente en lo que debía hacer. ¿Cuándo tenía que decirle que la
dejaba? Al principio pensé que se lo diría en cuanto llegásemos a la
playa, para estropearle la excursión y a lo mejor traerla inmediatamente
después a Roma: una idea vengativa. Pero después, pensándolo mejor, me
dije que, a fin de cuentas, también me estropearía la excursión a mí
mismo. Mejor, pensé, disfrutar de la vida y -¿por qué no?- de Matilde
hasta cierto momento, digamos que hasta las dos, después de comer. O
bien, incluso, esperar al final de la excursión y decírselo mientras
regresábamos, por esta misma vía Cristoforo Colombo, sin volverme, así,
como por azar. O incluso también esperar a llegar a Roma y decírselo en
la puerta de su casa: “Adiós, Matilde. Te digo adiós porque hoy ha sido
la última vez que hemos estado juntos”. Entre tantas ideas no sabía cuál
escoger; al final me dije que no debía hacer planes; en el momento
oportuno, no sabía cuál, se lo diría. Entre tanto Matilde, como si
hubiera adivinado mis reflexiones, se apretaba fuerte a mí, e incluso me
había cogido con la mano la piel del brazo, como pellizcándome, con ese
pellizco que se llama mordisco del asno, y que en ella era una
demostración de afecto. La oí, después, decirme al oído con una voz
alegre y tierna:
-¡Eh! ¿Sabes que tienes que ir al peluquero? Con tanto pelo ni hay sitio para un beso.
Digo la verdad, esas palabras y el pellizco me hicieron cierto
efecto. Pero de todas formas pensé: “Sigue, sigue… Ya es demasiado
tarde”.
Una vez en Castelfusano cogí hacia Torvaianica, donde sabía que no
había balnearios, que sólo agradan a quienes van al mar a ponerse
morenos, sino nada más que matorrales y la playa desierta. Al llegar a
un sitio muy solitario, con un monte bajo que pululaba, verde e
intrincado, por el declive hasta la tira blanca de la playa, dejé la
moto en el borde del camino; y después corrimos juntos a más no poder
por los senderos, rodeando los gruesos arbustos batidos por el viento,
hasta el mar. La llevaba de la mano, pero este gesto cariñoso lo había
impuesto ella; y yo la dejé hacer; así me sentí de nuevo enternecido,
como en los buenos tiempos en que la quería. Pero me di cuenta de que
seguía decidido a dejarla, y esto me devolvió la confianza.
-Voy a desnudarme detrás de aquella mata -dijo ella-. No mires.
Y yo me pregunté si no sería cosa de decírselo ahora; recibiría la
ducha fría justo en el momento en que estaba desnuda, llena de la
felicidad que le daba aquel sitio tan bonito y la excursión al mar. Pero
cuando me volví hacia ella y vi asomar por la mata sus hombros
delicados, con los brazos levantados, y quitarse la falda por la cabeza,
se me fueron las ganas. Tanto más cuanto que ella decía, siempre con su
voz cariñosa:
-Giulio, no te creas que no me doy cuenta; me estás mirando.
Así fuimos a tumbarnos en la arena, yo boca abajo y ella hacia
arriba, con la cabeza en mi espalda como en un cojín. El sol quemaba mi
espalda, la arena me quemaba el pecho y su cabeza me pesaba en la
espalda, pero era un dulce peso. Ella dijo, tras un largo silencio:
-¿Por qué estás tan callado? ¿En qué piensas?
Y yo contesté espontáneamente:
-Pienso en lo que tengo que decirte.
-Pues dilo.
Estaba a punto de decirlo de veras cuando ella, voluble como las
mariposas que vuelan de una flor a otra y nunca se dejan coger, dijo de
pronto:
-Mira, mientras tanto úntame los hombros, que no quiero quemarme.
Renuncié una vez más a hablar y, cogiendo el frasquito de aceite, le
unté la espalda desde el cuello a la cintura. Al final ella anunció:
-Me duermo. ¡No me molestes!
Y me quedé turulato de nuevo, pensando que, en el fondo, no le importaba nada saber lo que quería decirle.
Matilde durmió quizás una hora; después se despertó y propuso:
Caminemos a lo largo del mar. Es pronto para bañarse, pero al menos quiero mojarme los pies en el agua.
Volvió a cogerme de la mano y juntos corrimos a través de la playa
hacia la orilla. Las olas eran grandes y ella, siempre de mi mano,
empezó a dar carreritas hacia adelante y hacia atrás, según las olas
avanzaran o refluyeran, entre un viento que soplaba con fuerza, gritando
de alegría cada vez que una ola, más rápida que ella, la embestía y le
subía hasta media pierna. No sé por qué, al verla tan feliz, me dieron
unas ganas crueles de estropearle la felicidad y grité fuerte, para
superar con la voz el estruendo de mar: “Ahora te digo esa cosa”. Pero
ella, de forma imprevista, me abrazó repentinamente con fuerza,
diciéndome: “Cógeme en brazos y llévame al medio del agua, inténtalo,
pero no me dejes caer”. De modo que la cogí en brazos, que pesaba mucho
aunque era pequeña, y avancé un poco entre toda aquella confusión de
olas que se cruzaban, montaban unas sobre otras y refluían. Mientras
tanto me preguntaba por qué ella había hecho este gesto; y concluí
diciéndome que, con su intuición femenina, había adivinado que lo que
quería decirle no le iba a gustar. Ahora, desvanecido el peligro de
oírme decir aquella cosa, me invitaba a volver a la orilla. Volví y la
dejé con delicadeza en la arena; me dio un beso en la mejilla, diciendo:
-Y ahora comemos.
Abrimos el paquete del almuerzo y comimos los bocadillos de ternera
que mi madre me había preparado. Después, durante dos horas, siempre la
misma canción. Yo tenía en la punta de la lengua lo que quería decirle,
pensaba decírselo porque el momento me parecía favorable, estaba a punto
de decirlo cuando ella, de pronto, me hablaba de forma cariñosa o hacía
un gesto imprevisto, o incluso me quitaba la palabra de la boca. Varias
veces me volvió la idea de una de esas mariposas blancas de la col, que
en primavera son las primeras y las más inasibles, feliz de quien
consigue echarles mano. Después, cuando ya desesperaba de llegar a mi
declaración, me propuso de golpe y porrazo:
-Bueno, dime ahora esa cosa.
Estaba a punto de abrir la boca cuando ella gritó:
-No, no me la digas, espera, déjamela adivinar. Veamos: ¿quieres decirme que me quieres mucho?
-No -respondí.
-¿Entonces quieres decirme que soy muy mona y te gusto?
-No.
-Entonces, ¿que nos casaremos pronto?
-No.
-Estas son las tres únicas cosas que me interesan -dijo ella sacudiendo la cabeza-. Basta, no quiero saber nada.
-No, tengo que decirte que…
Pero ella, tapándome la boca con la mano:
-Chitón, si quieres que te dé un beso.
¿Qué podía hacer yo? Me quedé callado; y ella quitó la mano y puso sus labios, en un beso largo que me pareció sincero.
Al final habíamos hecho de todo: tomado el sol, dormido, un semibaño,
habíamos hablado; pero no le había dicho aquella cosa y ya sólo nos
quedaba irnos. De modo que nos vestimos cada uno detrás de su mata y yo
una vez más, mientras me metía los pantalones, pensé que ese era el
momento adecuado. Me levanté y dije con voz natural:
-Lo que quería decirte, Matilde, es esto: he decidido dejarte.
Pronunciadas estas palabras miré hacia la mata tras la que ella se
ocultaba, pero no vi nada. El viento ahora soplaba más fuerte que nunca y
sólo se oían, en aquel lugar desierto, la voz del viento, baja y
modulada, y el estruendo del mar. Matilde parecía que no estaba, como si
mis palabras la hubieran hecho desvanecerse en el aire, como los
torbellinos de arena que el viento levantaba sin tregua de las dunas
blancas y empujaba hacia arriba, hacia el monte bajo. Dije: “Matilde”,
pero no obtuve respuesta. Grité entonces: ¡Matilde!”, y tampoco
contestó. Inquieto, incluso un poco asustado, pensando que, quién sabe,
estuviera llorando de dolor, o quizá se hubiera desmayado, me puse a
toda prisa la camisa y corrí hacia la mata detrás de la cual debería
estar. No estaba: en la arena no vi más que su bolso y sus zapatitos
rojos. Pero justo en el momento en que me volvía llamándola, la sentí
que se me echaba encima, con violencia hasta el punto de que no pude
aguantar en pie y caí boca arriba, con ella. Matilde ahora se sentaba a
horcajadas en mi pecho y me decía:
-Repite lo que has dicho. Vamos, repítelo.
La arena me soplaba en la cara, punzante; ella reía sin parar y yo por fin contesté flojo:
-Bueno, no lo repito, pero déjame en paz.
Pero ella no se levantó en seguida y dijo:
-¿Y eso era todo? Te digo la verdad, creía que era algo más importante.
Después me soltó; me levanté yo también y, de repente, advertí que
estaba contento de habérselo dicho y de que no lo hubiera tomado en
serio y se lo tomara como una de las muchas bobadas que se pueden decir
entre enamorados. En resumen, volvimos a subir la pendiente cogidos de
la cintura. Y yo le dije que la quería mucho; y ella me contestó ya un
poco reservada, porque no se temía que la dejara: “También yo”. Poco
después corríamos de nuevo por la vía Cristoforo Colombo.
Pero al llegar a su casa me dijo, cogiéndome la mano:
-Giulio, ahora es mejor que no nos veamos unos días.
Me sentí casi desfallecer y consternado, exclamé:
-Pero, ¿por qué?
Y ella, con una buena carcajada:
-He querido hacer una prueba. Querías dejarme, ¿eh? Y luego, sólo
ante la idea de no verme unos días, pones una cara así de triste. Está
bien, nos vemos mañana.
Corrió hacia arriba y yo me quedé como un bobo, mirándola alejarse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario