Fue para él un día complicado e inútil. Desechable, como la idea que tuvo de la herencia de su padre. Un día que acababa donde empezó, en la estación de un pueblo incierto, varado como un fantasma en medio de la lluvia.
Había llegado a las siete de la mañana decidido a terminar el trámite. Convencido de que conseguiría rápidamente el certificado de defunción que le pidió el escribano. Primero quiso conocer la casa: cómo era, que muebles tenía, o tal vez ver algún retrato, o algo más para saber sobre su padre —del que sólo conocía una firma imprecisa estampada al pie de un giro bancario que cobraba mensualmente en el Banco Provincia.
Empezó el recorrido por la calle principal, ancha, que a esa hora estaba vacía, creyendo que la propiedad quedaría por el centro. Pero no era por allí, ni por las calles laterales por las que se demoraba pensando que tenía tiempo de sobra, hasta que un rayo partió en seco el cielo y empezó a diluviar justo cuando estaba en medio de la plaza. Tuvo que refugiarse en la entrada de la iglesia, no había ni un bar por ahí. A poco el chaparrón pasó y empezó a atacarlo la impaciencia. Entonces le preguntó la dirección a una mujer que salía de la iglesia, pero en vez de contestarle, la mujer se santiguó. El heredero cruzó hasta la comisaría y allí entre carcajadas, le dijeron que esa casa no atendía por la mañana y que quedaba por “las afueras”. Tuvo la sospecha de que su propiedad no estaba desocupada. Y diez cuadras más allá supo que lo que su padre (ese viejo rufián), le había dejado por herencia, era un caserón ruinoso, con un rojo farol de prostíbulo sobre la puerta angosta que parecía haber estado pintada de dorado en otro tiempo y ventanas con cortinas negras, por las que presintió ser espiado.
El heredero tembló; pensando que era de frío se abrochó la campera. Caminó las diez cuadras de vuelta hasta el asfalto con la llovizna en contra y un rosario de insultos en sus labios apretados.
Llegó al registro civil y pidió el certificado de defunción. La empleada demoró más de una hora en no encontrarlo. Y después tranquilamente, sin perder el ritmo con que mascaba su chicle, le dijo que debería buscarlo en la administración del hospital.
—¡La puta madre! ¿Cómo me haces perder el tiempo así, nena?
La empleada se encogió de hombros.
La administración del hospital estaría cerrada hasta las tres. Lo supo por un cartel colgado en la puerta, miro el reloj: la una y diez. No había nadie. Con la esperanza de que alguien apareciera el heredero esperó hasta las tres menos cuarto. Pueblo de mala muerte. No quiso perder el tren de regreso a Buenos Aires. Mandaría a un comisionista a hacer el trámite. Y después, él mismo se encargaría de vender ese rancho, con putas adentro y todo.
No pensó que ellas iban a resistir.
Volvió por la calle principal, continuaba vacía. Al fondo, se asomaba el edificio de la estación. El heredero caminó rápidamente esas cuadras, llegó empapado.
Llovía con fuerza sobre el techo de zinc de la sala de espera. El agua desbordaba las canaletas, bajaba por las paredes y siguiendo por un declive defectuoso inundaba el piso y se filtraba por sus zapatos. Con los pies encharcados en barro, el heredero sentía el frío subiéndole hasta la espalda. Se frotaba las piernas, pero no entraba en calor. Escupía en los charcos y se quedaba mirando como flotaba la saliva. Cuando se cansó de eso respiró profundo, pero el olor que llegaba desde los baños, lo obligó a salir.
Aspiró el aire helado y miró hacia el campo que se deshacía detrás de la lluvia. Se levantó el cuello de la campera y guardó en los bolsillos las manos apretadas en puño. A pesar del frío, esperaría afuera, bajo el alero.
Eran las tres de la tarde y el tren se demoraba.
El heredero caminó por el andén, lo recorrió de punta a punta, durante el tiempo que dura un cigarrillo. Iba y venía con pasos monótonos como el ritmo de la lluvia y como el silencio que acechaba detrás.
El reloj del andén seguía marcando las tres.
Quiso corroborar la hora en el suyo, pero no lo tenía puesto. Revisó los bolsillos de la campera y los del pantalón, y lo buscó en el maletín, sin encontrarlo. Había mirado la hora dos cuadras antes de llegar a la estación. Recordaba que a las tres menos cinco lo tenía en su muñeca, mientras cruzaba las vías para evitar subir a un puente destartalado. Volvió a buscarlo a la sala de espera, recorrió con la vista el piso y el banco dónde estuvo sentado, pero no lo encontró. Al baño no se había atrevido a entrar antes, así que no lo haría ahora. Salió de nuevo al andén y corrió hasta la puerta de la oficina de pasajes: golpeó dos o tres veces. No hubo respuesta y tampoco la esperaba. Corrió por el andén hasta la ventanilla: la encontró con un cartel que decía: Cerrado. Y, más abajo: Horario: de seis a quince horas. Definitivamente, no había nadie. Forcejeó con el picaporte y sus insultos se estrellaron en el vacío.
La lluvia era torrencial, ahora no se alcanzaba a ver la calle por la ventana de la sala de espera, tampoco las vías o el campo por el lado del andén. El heredero no acertaba a calcular la hora; serían las tres y cuarto, o las tres y veinte.
El tren se demoraba.
Se miró la muñeca desnuda y levantó la vista: el reloj de la estación marcaba las tres. El tiempo estaba quieto en el reloj sin tic tac.
—¡La puta madre!—
Su insulto rebotó en la soledad del andén. El frío perforándole la ropa, le hizo pensar que había pasado un siglo esperando allí.
Por la intensidad de la lluvia, no pudo oír los pasos cuando llegaron; pero sí las risas agudas de las dos mujeres, que se habían sentado en un banco detrás de él y conversaban ignorándolo.
¿Cuándo habían llegado?. La rubia, parecía una máscara. Tenía las arrugas surcadas por el rimmel y las tetas a medio salirse por el vestido ajustado y rotoso; le faltaban los dientes detrás de sus labios carmesí. La otra era pelirroja de mirada impertinente. Esa hizo una especie de saludo y sonriéndole con desprecio dijo: parece que el tren viene con retraso. Detrás de su voz, se oyó el silbato de la locomotora.
El heredero hizo el gesto de mirar la hora en su muñeca, sacudió la cabeza, y enseguida levantó la vista hacia el reloj del andén. Le pareció que el segundero empezaba a moverse. Jodido reloj.
El tren se oía cercano. Avanzaba a velocidad pitando como si no fuera a detenerse. El heredero se acercó hasta el borde de la plataforma. Y aunque lo sentía retemblar cerca, la lluvia espesa no lo dejaba verlo.
Un viento frío, como la incertidumbre, arremetió por la punta del andén.
Sintió el empujón. Pero no alcanzó a girar la cabeza, no pudo ver que quienes lo empujaban eran las dos prostitutas. Perdió el equilibrio cuando un taco agudísimo se le hundió justo en el hueco detrás de su rodilla.
Cayó de panza sobre las vías.
El tren se abría paso con ferocidad sobre los rieles, el heredero por un instante creyó ver su reloj perdido entre los durmientes.
Enterró la cara en el barro un segundo antes de que la locomotora lo devorara.
En los pueblos de mala muerte, el tren no se detiene cuando viene con retraso.
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