El
tren llegó cerca de las seis de la mañana de un día de noviembre húmedo
y frío. Y casi no se veía a causa de la niebla. Llevaba yo el cuello
del abrigo levantado y el sombrero metido hasta las orejas; sin embargo,
la niebla me penetraba hasta los huesos. El departamento de Leónidas se
encontraba en un barrio alejado del centro, en el sexto piso de un
modesto edificio. Todo: escalera, pasillos, habitaciones, estaba
invadido por la niebla. Mientras subía creí que iba llegando a la
eternidad, a una eternidad de nieblas y silencio. ¡Leónidas, hermano,
ante la puerta de tu departamento me sentí morir de dolor! El año
anterior había venido a visitarte, en mis vacaciones de Navidad...
"Cenaremos pavo, relleno de aceitunas y castañas, espumoso italiano y
frutas secas" me dijiste, radiante de alegría, "¡Moisés, Gaspar, estamos
de fiesta!" Fueron días de fiesta todos. Bebimos mucho, platicamos de
nuestros padres, de los pasteles de manzana, de las veladas junto al
fuego, de la pipa del viejo, de su mirada cabizbaja y ausente que no
podríamos olvidar, de los suéteres que mamá nos tejía para los
inviernos, de aquella tía materna que enterraba todo su dinero y se
moría de hambre, del profesor de matemáticas con sus cuellos muy
almidonados y sus corbatas de moño, de las muchachas de la botica que
llevábamos al cine los domingos, de aquellas películas que nunca
veíamos, de los pañuelos llenos de lipstick que teníamos que
tirar en algún basurero... En mi dolor olvidé pedir a la portera que me
abriera el departamento de Leónidas. Tuve que despertarla; subió medio
dormida, arrastrando los pies. Allí estaban Moisés y Gaspar, pero al
verme huyeron despavoridos. La mujer dijo que les había llevado de
comer, dos veces al día; sin embargo, ellos me parecieron completamente
trasijados.
—Fue
horrible, señor Kraus, con estos ojos lo vi, aquí en esta silla, como
recostado sobre la mesa. Moisés y Gaspar estaban echados a sus pies. Al
principio creí que todos dormían, ¡tan quietos estaban!, pero ya era muy
tarde y el señor Leónidas se levantaba temprano y salía a comprar la
comida para Moisés y Gaspar. Él comía en el centro, pero a ellos los
dejaba siempre comidos; de pronto me di cuenta que...
Preparé
un poco de café y esperé tranquilizarme lo suficiente para poder llegar
hasta la agencia funeraria. ¡Leónidas, Leónidas, cómo era posible que
tú, el vigoroso Leónidas estuvieras inmóvil en una fría gaveta del
refrigerador...!
A
las cuatro de la tarde fue el entierro. Llovía y el frío era intenso.
Todo estaba gris, y sólo cortaban esa monotonía los paraguas y los
sombreros negros; las gabardinas y los rostros se borraban entre la
niebla y la lluvia. Asistieron bastantes personas al entierro, tal vez,
los compañeros de trabajo de Leónidas y algunos amigos. Yo me movía en
el más amargo de los sueños. Deseaba pasar de golpe a otro día,
despertar sin aquel nudo en la garganta y aquel desgarramiento tan
profundo que embotaba mi mente por completo. Un viejo sacerdote
pronunció una oración y bendijo la sepultura. Después alguien, que no
conocía, me ofreció un cigarrillo y me tomó del brazo con familiaridad,
expresándome sus condolencias. Salimos del cementerio. Allí quedaba para
siempre Leónidas.
Caminé
solo, sin rumbo, bajo la lluvia persistente y monótona. Sin esperanza,
mutilado del alma. Con Leónidas se había ido la única dicha, el único
gran afecto que me ligaba a la tierra. Inseparables desde niños, la
guerra nos alejó durante varios años. Encontrarnos, después de la lucha y
la soledad, constituyó la mayor alegría de nuestra vida. Ya sólo
quedábamos los dos; sin embargo, muy pronto nos dimos cuenta que
debíamos vivir cada uno por su lado y así lo hicimos. Durante aquellos
años habíamos adquirido costumbres propias, hábitos e independencia
absoluta. Leónidas encontró un puesto de cajero en un banco; yo me
empleé de contador en una compañía de seguros. Durante la semana, cada
quien vivía dedicado a su trabajo o a su soledad; pero los domingos los
pasábamos siempre juntos: ¡Éramos tan felices entonces! Puedo asegurar
que los dos esperábamos la llegada de ese día.
Algún
tiempo después transladaron a Leónidas a otra ciudad. Pudo renunciar y
buscarse otro trabajo. Él, sin embargo, aceptaba siempre las cosas con
ejemplar serenidad, "es inútil resistirse, podemos dar mil vueltas y
llegar siempre al punto de partida..." "Hemos sido muy felices, algo
tenía que surgir, la felicidad cobra tributo..." Ésta era la filosofía,
de Leónidas y la tomaba sin violencia ni rebeldía... "Hay cosas contra
las que no se puede luchar, querido José..."
Leónidas
partió. Durante algún tiempo fue demasiado duro soportar la ausencia;
después comenzamos lentamente a organizar nuestra soledad. Una o dos
veces por mes nos escribíamos. Pasaba mis vacaciones a su lado y él iba a
verme en las suyas. Así transcurría nuestra vida...
Era
de noche cuando volví al departamento de Leónidas. El frío era más
intenso y la lluvia seguía. Llevaba yo bajo el brazo una botella de ron,
comprada en una tienda que encontré abierta. El departamento estaba
completamente oscuro y congelado. Entré tropezando con todo, encendí la
luz y conecté la calefacción. Destapé la botella nerviosamente, con
manos temblorosas y torpes. Allí, en la mesa, en el último sitio que
ocupó Leónidas, me senté a beber, a desahogar mi pena. Por lo menos
estaba solo y no tenía que detener o disimular mi dolor ante nadie;
podía llorar, gritar y... De pronto sentí unos ojos detrás de mí, salté
de la silla y me di vuelta; allí estaban Moisés y Gaspar. Me había
olvidado por completo de su existencia, pero allí estaban mirándome
fijamente, no sabría decir si con hostilidad o desconfianza, pero con
mirada terrible. No supe qué decirles en aquel momento. Me sentía
totalmente vacío y ausente, como fuera de mí, sin poder pensar en nada.
Además, no sabía hasta qué punto entendían las cosas... Seguí
bebiendo... Entonces me di cuenta de que los dos lloraban
silenciosamente. Las lágrimas rociaban de sus ojos y caían al suelo, sin
una mueca, sin un grito. Hacia la media noche hice café y les preparé
un poco de comida. No probaron bocado, seguían llorando desoladamente...
Leónidas
había arreglado todas sus cosas. Quizá quemó sus papeles, pues no
encontré uno solo en el departamento. Según supe, vendió los muebles
pretextando un viaje; los iban a recoger al día siguiente. La ropa y
demás objetos personales estaban cuidadosamente empacados en dos baúles
con etiquetas a nombre mío. Los ahorros y el dinero que le pagaron por
los muebles los había depositado en el banco, también a mi nombre. Todo
estaba en orden. Sólo me dejó encomendados su entierro y la tutela de
Moisés y de Gaspar.
Cerca
de las cuatro de la mañana partimos para la estación del ferrocarril:
nuestro tren salía a las cinco y cuarto. Moisés y Gaspar tuvieron que
viajar, con grandes muestras de disgusto, en el carro de equipajes, pues
por ningún precio fueron admitidos en los de pasajeros. ¡Qué penoso
viaje! Yo estaba acabado física y moralmente. Llevaba cuatro días y
cuatro noches sin dormir ni descansar, desde que llegó el telegrama, con
la noticia de la muerte de Leónidas. Traté de dormir durante el viaje;
sólo a ratos lo conseguí. En las estaciones en que el tren se detenía
más tiempo, iba a informarme cómo estaban Moisés y Gaspar y si querían
comer algo. Su vista me hacía daño. Parecían recriminarme por su
situación... "Yo no tuve la culpa, ustedes lo saben bien" les repetía
cada vez, pero ellos no podían o no querían entender. Me iba a resultar
muy difícil vivir en su compañía, nunca me simpatizaron, me sentía
incómodo en su presencia, como vigilado por ellos. ¡Qué desagradable fue
encontrarlos en casa de Leónidas el verano anterior! Leónidas eludía
mis preguntas acerca de ellos y me suplicaba en los mejores términos que
los quisiera y soportara. "Son tan dignos de cariño estos infelices",
me decía. Esa vez mis vacaciones fueron fatigosas y violentas, no
obstante que el solo hecho de ver a Leónidas me llenaba de dicha. Él ya
no fue más a verme, pues no podía dejar solos a Moisés y a Gaspar. Al
año siguiente, la última vez que estuve con Leónidas, todo transcurrió
con más normalidad. No me agradaban ni me agradarían nunca, pero no me
causaban ya tanto malestar. Nunca supe cómo llegaron a vivir con
Leónidas... Ahora estaban conmigo, por legado, por herencia de mi
inolvidable Leónidas.
Después
de las once de la noche llegamos a mi casa. El tren se había retrasado
más de cuatro horas. Los tres estábamos realmente deshechos. Sólo pude
ofrecer fruta y un poco de queso a Moisés y a Gaspar. Comieron sin
entusiasmo, mirándome con recelo. Les tiré unas mantas en la estancia
para que durmieran. Yo me encerré en mi cuarto y tomé un narcótico.
El
día siguiente era domingo y eso me salvaba de ir a trabajar. Por otro
lado no hubiera podido hacerlo. Tenía la intención de dormir hasta
tarde; pero tan pronto como hubo luz, comencé a oír ruido. Eran ellos
que ya se habían levantado y caminaban de un lado a otro del
departamento. Llegaban hasta mi cuarto y se detenían pegándose a la
puerta, como tratando de ver a través de la cerradura o, tal vez, sólo
queriendo escuchar mi respiración para saber si aún dormía. Entonces
recordé que Leónidas les daba el desayuno a las siete de la mañana. Tuve
que levantarme y salir a buscarles comida.
¡Qué
duros y difíciles fueron los días que siguieron a la llegada de Moisés y
de Gaspar a mi casa! Yo acostumbraba levantarme un poco antes de las
ocho, a prepararme un café y a salir para la oficina a las ocho y media,
pues el autobús tardaba media hora en llegar y mi trabajo empezaba a
las nueve. Con la llegada de Moisés y de Gaspar toda mi vida se
desarregló. Tenía que levantarme a las seis para ir a comprar la leche y
las demás provisiones; luego preparar el desayuno que tomaban a las
siete en punto, según su costumbre. Si me demoraba, se enfurecían, lo
cual me causaba miedo, por no saber hasta qué extremos podía llegar su
cólera. Diariamente tenía que arreglar el departamento, pues desde que
estaban ellos allí, todo se encontraba fuera de su lugar.
Pero
lo que más me torturaba era su dolor desesperado. Aquel buscar a
Leónidas y esperarlo acechando las puertas. A veces, cuando regresaba yo
del trabajo, corrían a recibirme jubilosos; pero al descubrirme, ponían
tal cara de desengaño y sufrimiento que yo rompía a llorar junto con
ellos. Esto era lo único que compartíamos. Hubo días en que casi no se
levantaban; se pasaban las horas tirados, sin ánimo ni interés por nada.
Me hubiera gustado saber qué pensaban entonces. En realidad nada les
expliqué cuando fui a recogerlos. No sé si Leónidas les había dicho
algo, o si ellos lo sabían...
Hacía
cerca de un mes que Moisés y Gaspar vivían conmigo cuando advertí el
grave problema que iban a constituir en mi vida. Tenía, desde varios
años atrás, una relación amorosa con la cajera de un restaurante donde
acostumbraba comer. Nuestra amistad empezó de una manera sencilla, pues
yo no era del tipo de hombre que corteja a una mujer. Yo necesitaba
simplemente una mujer y Susy solucionó ese problema. Al principio sólo
nos veíamos de tiempo en tiempo. A veces pasaba un mes o dos, en que
únicamente nos saludábamos en el restaurante, con una inclinación de
cabeza, como simples conocidos. Yo vivía tranquilo por algún tiempo, sin
pensar en ella, pero de pronto reaparecían en mí viejos y conocidos
síntomas de nerviosidad, cóleras repentinas y melancolía. Entonces
buscaba a Susy y todo volvía a su estado normal. Después, y casi por
costumbre, las visitas de Susy ocurrían una vez por semana. Cuando iba a
pagar la cuenta de la comida, le decía: "Esta noche, Susy." Si ella
estaba libre, pues tenía otros compromisos, me contestaba, "será esta
noche" o bien, "esta noche no, mañana si está usted de acuerdo". Los
demás compromisos de Susy no me inquietaban; nada debía uno al otro ni
nada nos pertenecía totalmente. Susy, entrada en años y en carnes,
distaba mucho de ser una belleza; sin embargo, olía bien y usaba siempre
ropa interior de seda con encajes, lo cual influía notablemente en mi
ánimo. Jamás he recordado uno solo de sus vestidos, pero sí sus
combinaciones ligeras. Nunca hablábamos al hacer el amor; parecía que
los dos estábamos muy dentro de nosotros mismos. Al despedirse le daba
algún dinero, "es usted muy generoso", decía satisfecha; pero, fuera de
este acostumbrado obsequio, nunca me pedía nada. La muerte de Leónidas
interrumpió nuestra rutinaria relación. Pasó más de un mes antes de que
buscara a Susy Había vivido todo ese tiempo entregado al dolor más
desesperado, sólo compartido con Moisés y con Gaspar, tan extraños a mí
como yo a ellos. Esa noche esperé a Susy en la esquina del restaurante,
según costumbre, y subimos al departamento. Todo lo que sucedió fue tan
rápido que me costó trabajo entenderlo. Cuando Susy iba a entrar al
dormitorio descubrió a Moisés y a Gaspar que estaban arrinconados y
temerosos detrás del sofá. Susy palideció de tal modo que creí que iba a
desmayarse, después gritó como una loca y se precipitó escaleras abajo.
Corrí tras ella y fue muy difícil calmarla. Después de aquel
infortunado accidente, Susy no volvió más a mi departamento. Cuando
quería verla, era preciso alquilar una habitación en cualquier hotel, lo
cual desnivelaba mi presupuesto y me molestaba.
Este incidente con Susy fue sólo el principio de una serie de calamidades...
—Señor
Kraus —me dijo un día el portero del edificio—, todos los inquilinos
han venido a quejarse por el insoportable ruido que se origina en su
departamento tan pronto como sale usted para la oficina. Le suplico
ponga remedio, pues hay personas como la señorita X, el señor A, que
trabajan de noche y necesitan dormir durante el día.
Aquello
me desconcertó y no supe qué pensar. Agobiados como estaban Moisés y
Gaspar, por la pérdida de su amo, vivían silenciosos. Por lo menos así
estaban mientras yo permanecía en el departamento. Como los veía tan
desmejorados y decaídos no les dije nada: me parecía cruel; además, yo
no tenía pruebas contra ellos...
—Me
apena volver con el mismo asunto, pero la cosa es ya insoportable —me
dijo a los pocos días el portero—; tan pronto sale usted, comienzan a
aventar al suelo los trastos de la cocina, tiran las sillas, mueven las
camas y todos los muebles. Y los gritos, los gritos, señor Kraus, son
espantosos; no podemos más, y esto dura todo el día hasta que usted
regresa.
Decidí
investigar. Pedí permiso en la oficina para salir un rato. Llegué al
mediodía. El portero y todos tenían razón. El edificio parecía venirse
abajo con el ruido tan insoportable que salía de mi departamento. Abrí
la puerta, Moisés estaba parado sobre la estufa y desde allí bombardeaba
con cacerolas a Gaspar, quien corría para librarse de los proyectiles
gritando y riéndose como loco. Tan entusiasmados estaban en su juego que
no se dieron cuenta de mi presencia, Las sillas estaban tiradas, las
almohadas botadas sobre la mesa, en el piso... Cuando me vieron quedaron
como paralizados.
—Es
increíble lo que veo, —les grité encolerizado—. He recibido las quejas
de todos los vecinos y me negué a creerlos. Son ustedes unos ingratos.
Pagan mal mi hospitalidad y no conservan ningún recuerdo de su amo. Su
muerte es cosa pasada, tan lejana que ya no les duele, sólo el juego les
importa. ¡Pequeños malvados, pequeños ingratos...!
Cuando
terminé, me di cuenta de que estaban tirados en el suelo deshechos en
llanto. Así los dejé y regresé a la oficina. Me sentí mal durante todo
el día. Cuando volví por la tarde, la casa estaba en orden y ellos
refugiados en el closet. Experimenté entonces terribles remordimientos,
sentí que había sido demasiado cruel con aquellos pobres seres. Tal vez,
pensaba, no saben que Leónidas jamás volverá, tal vez creen que sólo ha
salido de viaje y que un día regresará y, a medida que su esperanza
aumenta, su dolor disminuye. Yo he destruido su única alegría... Pero
mis remordimientos terminaron pronto; al día siguiente supe que todo
había sucedido de la misma manera: el ruido, los gritos...
Entonces
me pidieron el departamento por orden judicial y empezó aquel ir de un
lado a otro. Un mes aquí, otro allá, otro... Aquella noche yo me sentía
terriblemente cansado y deprimido por la serie de calamidades que me
agobiaban. Teníamos un pequeño departamento que se componía de una
reducida estancia, la cocina, el baño y una recámara. Decidí acostarme.
Cuando entré en el cuarto, vi que ellos estaban dormidos en mi cama.
Entonces recordé... La última vez que visité a Leónidas, la misma noche
de mi llegada, me di cuenta que mi hermano estaba improvisando dos camas
en la estancia... "Moisés y Gaspar duermen en la recámara, tendremos
que acomodarnos aquí", me dijo Leónidas bastante cohibido. Yo no entendí
entonces cómo era posible que Leónidas hiciera la voluntad de aquellos
miserables. Ahora lo sabía... Desde ese día ocuparon mi casa y yo no
pude hacer nada para evitarlo.
Nunca
tuve intimidad con los vecinos por parecerme muy fatigoso. Prefería mi
soledad, mi independencia; sin embargo, nos saludábamos al encontrarnos
en la escalera, en los pasillos, en la calle... Con la llegada de Moisés
y de Gaspar las cosas cambiaron. En todos los departamentos que en tan
corto tiempo recorrimos, los vecinos me cobraron un odio feroz. Llegó un
momento en que tenía yo miedo de entrar en el edificio o salir de mi
departamento. Cuando regresaba tarde por la noche, después de haber
estado con Susy, temía ser agredido. Oía las puertas que se abrían
cuando pasaba, o pisadas detrás de mí, furtivas, silenciosas, alguna
respiración... Cuando por fin entraba en mi departamento lo hacía bañado
en sudor frío y temblando de pies a cabeza.
Al
poco tiempo tuve que abandonar mi empleo, temía que si los dejaba solos
podían matarlos. ¡Había tanto odio en los ojos de todos! Resultaba
fácil forzar la puerta del departamento o, tal vez, el mismo portero les
podría abrir; él también los odiaba. Dejé el trabajo y sólo me
quedaron, como fuente de ingresos, los libros que acostumbraba llevar en
casa, pequeñas cuentas que me dejaban una cantidad mínima, con la cual
no podía vivir. Salía muy temprano, casi oscuro, a comprar los alimentos
que yo mismo preparaba. No volvía a la calle sino cuando iba a entregar
o a recoger algún libro, y esto, de prisa, casi corriendo, para no
tardar. No volví a ver a Susy por falta de dinero y de tiempo. Yo no
podía dejarlos solos ni de día ni de noche y ella jamás accedería a
volver al departamento. Comencé a gastar poco a poco mis ahorros;
después, el dinero que Leónidas me legó. Lo que ganaba era una miseria,
no alcanzaba ni para comer, menos aún para mudarse constantemente de un
lado a otro. Entonces tomé la decisión de partir.
Con
el dinero que aún me quedaba compré una pequeña y vieja finca que
encontré fuera de la ciudad y unos cuantos e indispensables muebles. Era
una casa aislada y semiderruida. Allí viviríamos los tres, lejos de
todos, pero a salvo de las acechanzas, estrechamente unidos por un lazo
invisible, por un odio descarnado y frío y por un designio
indescifrable.
Todo
está listo para la partida, todo, o más bien lo poco que hay que
llevar. Moisés y Gaspar esperan también el momento de la marcha. Lo sé
por su nerviosidad. Creo que están satisfechos. Les brillan los ojos.
¡Si pudiera saber lo que piensan...! Pero no, me asusta la posibilidad
de hundirme en el sombrío misterio de su ser. Se me acercan
silenciosamente, como tratando de olfatear mi estado de ánimo o, tal
vez, queriendo conocer mi pensamiento. Pero yo sé que ellos lo sienten,
deben sentirlo por el júbilo que muestran, por el aire de triunfo que
los invade cuando yo anhelo su destrucción. Y ellos saben que no puedo,
que nunca podré llevar a cabo mi más ardiente deseo. Por eso gozan...
¡Cuántas veces los habría matado si hubiera estado en libertad de
hacerlo! ¡Leónidas, Leónidas, ni siquiera puedo juzgar tu decisión! Me
querías, sin duda, como yo te quise, pero con tu muerte y tu legado has
deshecho mi vida. No quiero pensar ni creer que me condenaste fríamente o
que decidiste mi ruina. No, sé que es algo más fuerte que nosotros. No
te culpo, Leónidas: si lo hiciste fue porque así tenía que ser...
"Podríamos haber dado mil vueltas y llegar siempre al punto de
partida..."
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