Las cosas sucedieron así. Mi hermana Julieta
vino con la noticia: alguien había muerto en la casa de enfrente.
—Si allí no vive nadie... —dijo mi hermano
José María—. La gente entra y sale, pero nadie se queda...
—Yo lo vi —protestó ella—. Te digo que vi el
auto fúnebre entrar por una de las puertas.
—¿Y no salió por la otra? —pregunté—. Siempre
salen por la otra puerta.
—No lo sé. Sólo lo vi entrar. No llevaba ni
una flor, y había una mujer al lado del que manejaba.
—¿Por qué no subimos a la terraza? Desde allí
podremos ver cuando saquen al muerto.
Subimos y nos escondimos detrás de la
balaustrada de leones. Hacía un calor infernal. Nos sacamos las enaguas y nos
atamos pañuelos mojados en la frente.
—No hay coronas de flores en la puerta —dijo
José María.
—Los que allí mueren van derecho al infierno
—agregó Julieta—. ¿Recuerdas lo que decía la Payita?
Cuando venía la Payita, nuestra madre abría
los cuartos que daban a la calle, que permanecían todo el año cerrados. Por las
porcelanas, decía mi madre. Pero nosotros sabíamos que eso no era cierto. Ella
misma quitaba las fundas de los muebles y, subida a una escalera, el lienzo que
cubría las arañas. Yo la seguía por los cuartos
—¿Quién es ésta? —preguntaba ante la
descolorida fotografía en su marco de terciopelo rojo.
—Ésa es la Payita a los diecisiete años...
¡Hace tanto tiempo!
—¿Y esta otra?
—Ésa soy yo. La que está a mi lado es
la pobre tía Celina. La retrataron el día de su último baile, bajando las
escaleras, en el primer descanso.
—¿Por qué no vivimos aquí, de este lado?
—pregunté.
—Por la casa de enfrente.
—¿Qué tiene la casa de enfrente?
—Nada. Pero no deben mirarla. Es el infierno
—agregaba distraídamente.
Aquella puerta oscura, siempre entornada,
¿sería realmente la entrada del infierno? ¿O lo decía sólo para asustarnos?
Y aquel entrar y salir de gente misteriosa, aquellos automóviles
cerrados, aquellas mujeres que se escondían el rostro en las manos, ¿serían
condenados? ¿A qué? ¿Y por qué? ¿Y por qué escapaban siempre? ¿Qué ocurría allí
dentro?
Pero la llegada de la Payita nos hacía
olvidar todo: mi madre sacaba de la vitrina las tazas de porcelana para el
chocolate y las cucharitas de plata. Nos recogían el cabello, con cintas de
colores y nos sentaban en los almohadones de la sala, bordados con los nombres;
de nuestras tías. Extasiadas, seguíamos la conversación, dejando enfriar el
chocolate en las tazas, oyendo el tintinear de las cucharitas, rodeadas del
olor a jazmines y sándalo de las maderas de las vitrinas.
—Eran otros tiempos, Payita, Ahora todo es
distinto. ¿Recuerdas aquella vez aquí?
—Esta casa es maravillosa. No hay otra en
Buenos Aires, Tantos recuerdos...
—Sin embargo, quisiera mudarme. La casa de
enfrente, ¿sabes? Pero, ¡a dónde ir! Somos tantos: los chicos, las tías, las
criadas. Esa casa de enfrente —repetía—. Hemos hecho todo lo posible, pero ha
sido inútil. Nos miran irónicamente y sonríen. Vivimos en la parte de atrás...
como si nos hubieran desalojado.
De pronto, advertían que estábamos allí,
sentadas sobre los almohadones, en el suelo, y callaban o cambiaban de tema.
Pero yo no escuchaba ya. La casa de enfrente,
esa casa de dos portones, visitada todo el día por aquellos misteriosos seres,
me fascinaba. La voz de mi madre y la de la Payita se disolvían, y sólo quedaba
aquella casa, cada vez más grande y más próxima, que veíamos desde la ventana,
a través de los visillos, como un ser vivo.
—Ahora sale —gritó Julieta, a mi lado.
El coche fúnebre salió lentamente por una de
las puertas. Al lado del chofer había una mujer.
—Ni una flor —comentó Julieta.
—Sin cortejo —agregué.
Nos miramos, y sin pronunciar una sola
palabra, bajamos al invernadero y arrancamos jazmines, begonias y heliotropos,
hasta formar un ramo, y aprovechando la hora de la siesta —todos dormían
en la casa—, salimos a la calle por la puerta de servicio. Golpeamos en uno de
los portones. Después de unos minutos, un hombre pequeñito, en mangas de
camisa, asomó la cabeza.
—¿Qué quieren? —dijo— Váyanse. ¿Qué quieren
aquí?
—Traemos flores para el muerto —tartamudeé.
—¿Qué pasa? —dijo una voz desde el interior.
—Son dos chicas que traen flores... Es el
estúpido ese de la cochería. Le tengo dicho que no entre con el coche —agregó
riendo—: Éstas se creyeron que hay un velorio.
Entonces oímos un grito desde la vereda de mi
casa. Era José María. Tiramos las flores y echamos a correr.
Las cosas que sucedieron después no tienen
importancia. Nadie creyó la historia del coche fúnebre y nos encerraron varios
días en nuestro cuarto.
Mi madre sollozaba:
—iMis jazmines! ¡Mis heliotropos!
Sin embargo, creo que volveríamos a dejar sin
flores el invernadero si otra persona muriera en la casa de enfrente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario