viernes, 17 de junio de 2016

EL COCHE FÚNEBRE ENTRÓ EN LA CASA DE ENFRENTE de Beatriz GUIDO

Las cosas sucedieron así. Mi hermana Julieta vino con la noticia: alguien había muerto en la casa de enfrente.
—Si allí no vive nadie... —dijo mi hermano José María—. La gente entra y sale, pero nadie se queda...
—Yo lo vi —protestó ella—. Te digo que vi el auto fúnebre entrar por una de las puertas.
—¿Y no salió por la otra? —pregunté—. Siempre salen por la otra puerta.
—No lo sé. Sólo lo vi entrar. No llevaba ni una flor, y había una mujer al lado del que manejaba.
—¿Por qué no subimos a la terraza? Desde allí podremos ver cuando saquen al muerto.
Subimos y nos escondimos detrás de la balaustrada de leones. Hacía un calor infernal. Nos sacamos las enaguas y nos atamos pañuelos mojados en la frente.
—No hay coronas de flores en la puerta —dijo José María.
—Los que allí mueren van derecho al infierno —agregó Julieta—. ¿Recuerdas lo que decía la Payita?
Cuando venía la Payita, nuestra madre abría los cuartos que daban a la calle, que permanecían todo el año cerrados. Por las porcelanas, decía mi madre. Pero nosotros sabíamos que eso no era cierto. Ella misma quitaba las fundas de los muebles y, subida a una escalera, el lienzo que cubría las arañas. Yo la seguía por los cuartos
—¿Quién es ésta? —preguntaba ante la descolorida fotografía en su marco de terciopelo rojo.
—Ésa es la Payita a los diecisiete años... ¡Hace tanto tiempo!
—¿Y esta otra?
—Ésa soy yo. La que está a mi lado es la pobre tía Celina. La retrataron el día de su último baile, bajando las escaleras, en el primer descanso.
—¿Por qué no vivimos aquí, de este lado? —pregunté.
—Por la casa de enfrente.
—¿Qué tiene la casa de enfrente?
—Nada. Pero no deben mirarla. Es el infierno —agregaba distraídamente.
Aquella puerta oscura, siempre entornada, ¿sería realmente la entrada del infierno? ¿O lo decía sólo para asustarnos?  Y aquel entrar y salir de gente misteriosa, aquellos automóviles cerrados, aquellas mujeres que se escondían el rostro en las manos, ¿serían condenados? ¿A qué? ¿Y por qué? ¿Y por qué escapaban siempre? ¿Qué ocurría allí dentro?
Pero la llegada de la Payita nos hacía olvidar todo: mi madre sacaba de la vitrina las tazas de porcelana para el chocolate y las cucharitas de plata. Nos recogían el cabello, con cintas de colores y nos sentaban en los almohadones de la sala, bordados con los nombres; de nuestras tías. Extasiadas, seguíamos la conversación, dejando enfriar el chocolate en las tazas, oyendo el tintinear de las cucharitas, rodeadas del olor a jazmines y sándalo de las maderas de las vitrinas.
—Eran otros tiempos, Payita, Ahora todo es distinto. ¿Recuerdas aquella vez aquí?
—Esta casa es maravillosa. No hay otra en Buenos Aires, Tantos recuerdos...
—Sin embargo, quisiera mudarme. La casa de enfrente, ¿sabes? Pero, ¡a dónde ir! Somos tantos: los chicos, las tías, las criadas. Esa casa de enfrente —repetía—. Hemos hecho todo lo posible, pero ha sido inútil. Nos miran irónicamente y sonríen. Vivimos en la parte de atrás... como si nos hubieran desalojado.
De pronto, advertían que estábamos allí, sentadas sobre los almohadones, en el suelo, y callaban o cambiaban de tema.
Pero yo no escuchaba ya. La casa de enfrente, esa casa de dos portones, visitada todo el día por aquellos misteriosos seres, me fascinaba. La voz de mi madre y la de la Payita se disolvían, y sólo quedaba aquella casa, cada vez más grande y más próxima, que veíamos desde la ventana, a través de los visillos, como un ser vivo.
—Ahora sale —gritó Julieta, a mi lado.
El coche fúnebre salió lentamente por una de las puertas. Al lado del chofer había una mujer.
—Ni una flor —comentó Julieta.
—Sin cortejo —agregué.
Nos miramos, y sin pronunciar una sola palabra, bajamos al invernadero y arrancamos jazmines, begonias y heliotropos, hasta formar un ramo, y aprovechando la hora de la siesta  —todos dormían en la casa—, salimos a la calle por la puerta de servicio. Golpeamos en uno de los portones. Después de unos minutos, un hombre pequeñito, en mangas de camisa, asomó la cabeza.
—¿Qué quieren? —dijo— Váyanse. ¿Qué quieren aquí?
—Traemos flores para el muerto —tartamudeé.
—¿Qué pasa? —dijo una voz desde el interior.
—Son dos chicas que traen flores... Es el estúpido ese de la cochería. Le tengo dicho que no entre con el coche —agregó riendo—: Éstas se creyeron que hay un velorio.
Entonces oímos un grito desde la vereda de mi casa. Era José María. Tiramos las flores y echamos a correr.
Las cosas que sucedieron después no tienen importancia. Nadie creyó la historia del coche fúnebre y nos encerraron varios días en nuestro cuarto.
Mi madre sollozaba:
—iMis jazmines! ¡Mis heliotropos!
Sin embargo, creo que volveríamos a dejar sin flores el invernadero si otra persona muriera en la casa de enfrente.

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