El calor la asfixiaba. Desde el patio le llegaba el aroma de los
jazmines del país, penetrando y perfumando su piel. Se oía la estridente
sinfonía que producía el croar de las ranas. Corrió suavemente la cortina de
encaje; la negra Tomi, como Rosarito la llamaba, cruzaba su pesada silueta por
entre las vasijas repletas de flores y esquivando diestramente el aljibe, hacía
equilibrio con una gran fuente repleta
de pasteles que tenuemente brillaban de almíbar «Seguramente los lleva para las habitaciones
de la servidumbre, allí entre murmullos y suspicacias sobre la vida de los
patrones, entre risas pícaras y bebiendo chocolate o tés de yuyos humeantes,
vaciarían la bandeja, las muy diablas», pensó la joven.
La oscuridad iba cubriendo la ciudad, Rosarito apagó las velas del
candelabro y con una amplia capa negra se tapó el primoroso camisón de blancas
puntillas que cubría su juvenil cuerpo. Su pelo castaño quedó oculto bajo la
capucha del abrigo. Salió sigilosa, la noche nublada presagiaba lluvia, nada le
importaba, su ilustre Tata estaría charlando y bebiendo licores con sus amigos
en la sala, dejando caer miradas lascivas sobre las caderas y pechos de las
púberes esclavas. Su religiosa madre
rezaría el rosario, arrodillada ante el altar que dispuso en su cuarto,
rogando por la bendición de la virtud de su hija.
Se adentró por las calles barrosas, desoladas, apenas iluminadas. Sentía
la libertad en su cuerpo y en su alma. Salía a sentir la vida. Los olores eran
más fuertes lejos de las rejas y los muros de su poderosa familia. Las risas, el sonido de los tamboriles,
reemplazaban a las tertulias de intrigas políticas que predominaban en su
casa. Quedaban en otro espacio,
distantes, el sonido de su piano, el
aleteo de los abanicos de las damas que
tapaban el rubor ante un comentario indiscreto, el rum-rum de las sedas y
satenes, deslizándose por los baldosones.
Luego de andar unas cuadras, sintió unos pasos que se le aproximaban, su
cuerpo se estremeció, creyó desfallecer y se apoyó contra un viejo portal. Los
pasos se acercaban, luego el silencio. Todo era oscuro, pudo sentir el olor y
la calidez de ese cuerpo tan deseado que a su vez quedó impregnado del perfume
a jazmines de la joven. Las blancas puntillas resaltaban aún más entre las
caricias de las oscuras manos de José. El torbellino sensual de los
movimientos y las quedas palabras
amorosas fueron aquietando la pasión, de
manera sutil regresó el silencio, solo quedaba
la débil vibración de las respiraciones entrecortadas.
El regreso fue escondido, ligero. La llovizna cómplice atenuaba el poco
ruido que producían los pasos juveniles. Ya dentro de la casa, al pasar por la
habitación de la negra Tomi, escuchó la música y las risas. No soportó dejar de
compartir y sin dudarlo abrió la puerta y entró. Las negras transformaron sus
caras de alegría en las de terror, Rosario les hizo un gesto de silencio con su
dedo índice sobre su besada boca y un ademán como que sigan la fiesta y la
fiesta siguió. La niña tomó un pastel almibarado y lo comenzó a saborear
plácidamente, mientras Tomi le alcanzaba con sus morenas manos una taza de
humeante té. Se miraron, Tomi le sonrió y Rosarito satisfecha de tanto placer
observó que la negra tenía la misma sonrisa que su hijo José.***
*** Mención de Honor en concurso “1° CONVERGENCIA NACIONAL
DE CUENTOS JUNIN PAIS 2002) Editado en antología Editorial “EDICIONES DE LAS
TRES LAGUNAS”. Junín. Provincia de Buenos Aires.
Más de Ana María MANCEDA
Gracias, eres muy generosa Renate, cariños desde la Patagonia argentina
ResponderEliminarQuerida Ana, es un placer que estés en EL NARRATORIO.
ResponderEliminarUn abrazo.