El niño que no
tenía perras gordas merodeaba por la feria con las manos en los bolsillos,
buscando por el suelo. El niño que no tenía perras gordas no quería mirar al
tiro en blanco, ni a la noria, ni, sobre todo, al tiovivo de los caballos
amarillos, encarnados y verdes, ensartados en barras de oro. El niño que no
tenía perras gordas, cuando miraba con el rabillo del ojo, decía: “Eso es una
tontería que no lleva a ninguna parte. Sólo da vueltas y vueltas y no lleva a
ninguna parte”. Un día de lluvia, el niño encontró en el suelo una chapa
redonda de hojalata; la mejor chapa de la mejor botella de cerveza que viera
nunca. La chapa brillaba tanto que el niño la cogió y se fue corriendo al
tiovivo, para comprar todas las vueltas. Y aunque llovía y el tiovivo estaba
tapado con la lona, en silencio y quieto, subió en un caballo de oro que tenía
grandes alas. Y el tiovivo empezó a dar vueltas, vueltas, y la música se puso a
dar gritos entre la gente, como él no vio nunca. Pero aquel tiovivo era tan
grande, tan grande, que nunca terminaba su vuelta, y los rostros de la feria, y
los tolditos, y la lluvia, se alejaron de él. “Qué hermoso es no ir a ninguna
parte”, pensó el niño, que nunca estuvo tan alegre. Cuando el sol secó la
tierra mojada, y el hombre levantó la lona, todo el mundo huyó, gritando. Y
ningún niño quiso volver a montar en aquel tiovivo.
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