En el barrio de Flores, la persona que todos
conocían como el verdulero Cecilio Lamensa era en realidad el Ángel de la
Muerte. Desde luego, nadie estaba al tanto de esta circunstancia. Es usual que
en los pueblos y en los barrios el Ángel se haga pasar por un vecino y asuma
aspectos vulgares para no llamar la atención. Es cierto que, muy a menudo, la
Muerte despierta sospechas por el trato desdeñoso a los mortales. En el caso de
Lamensa, su condición de comerciante minorista venía a justificar un cierto
aire de superioridad.
Estos datos que estamos consignando jamás se
hubieran conocido a no ser por un episodio casual, ocurrido una tarde en la
avenida Rivadavia.
El distraído Lamensa iba a ser atropellado
por un ómnibus de la línea 53 cuando un empujón del ruso Salzman vino a
salvarlo. Lamensa no era mortal, pero de algún modo Se sintió en deuda con
Salzman. Se hicieron amigos y una noche, un poco mareado por unas tardías
Hesperidinas, el verdulero confesó a Salzman su verdadera condición. Agrego
además un amable ofrecimiento.
–Ya sabe, Bernardo, cualquier cosita me
avisa... Siempre se puede hacer algo...
Salzman no era un hombre de creencias ni de
escepticismos. Despreciaba los dictámenes. Todos los juicios del ruso estaban
suspendidos. Así, no comentó el caso con sus amigos para no tener que defender
o atacar las afirmaciones del verdulero. Muy pronto se olvidó del asunto.
Años después, mientras jugaban a la generala
en el Odeón, Lamensa lo consultó a la pasada.
—¿Usted es amigo del tuerto Espina?
—No —dijo Salzman—, apenas lo conozco. ¿Por
qué?
—Por nada —respondió el verdulero— no tiene
importancia.
Aquella noche, el tuerto Espina murió
repentinamente. Cuando se enteró, Salzman tembló de miedo.
Desde entonces trató de evitar a Cecilio
Lamensa pero el verdulero se le aparecía a cada momento con muestras de
simpatía y amistad.
Una madrugada, al bajar de un taxi en la
avenida Avellaneda, Lamensa surgió bruscamente desde atrás de un árbol. Perdido
cualquier escrúpulo mundano, Salzman salió corriendo. El verdulero lo alcanzó
un par de cuadras más adelante y le dijo, resoplando:
—No tema, Salzman, sólo deseo ayudarlo. Usted
sabe que le debo un favor.
—No me debe nada —declaró Salzman.
Lamensa insistió:
—Comprendo sus reparos pero si no acepta
pronto una compensación cualquiera por su gesto, me tendrá atrapado con un
favor pendiente. Y eso es algo que no puedo admitir.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó Salzman,
aterrorizado.
—Nombre una persona cuya muerte desee
postergar razonablemente.
En ese momento cruzó la calle el viejo
Vítale, un borracho que solía mendigar en los alrededores de la estación.
Olvidando a amigos y parientes, Salzman gritó:
El
viejo Vítale —y se escapó velozmente entre las sombras.
Unos meses después, en un asado, el músico
Ivés Castagnino tocó algunas canciones con su guitarra. El verdulero Lamensa,
que había escuchado silenciosamente, se atrevió a hacer un pedido.
—¿Conoce el vals "Orillas del
Plata"?
Castagnino lo tocó limpiamente, desde el
principio hasta el fin.
—Gracias —dijo Lamensa—. Ya nadie toca ese
vals.
Esa misma noche, perturbado esta vez por la
grapa Chissotti, el verdulero reveló su secreto a Castagnino y le ofreció, a
cambio de la emoción artística que había recibido, tener con él alguna
consideración profesional llegado el caso.
Castagnino también estaba un poco borracho.
Enseguida llamó a todos sus amigos, incluido el ruso Salzman, y dijo a los
gritos:
—Señores, les presento a mi amigo el Ángel de
la Muerte. Aquí donde lo ven, el caballero está en condiciones de conseguirnos
cualquier clase de acomodo, tanto sea para postergar la entrega de nuestros
rosquetes como para conseguir que las personas que nos molestan espichen cuanto
antes.
Todos rieron, pero Salzman vio alarma en los
ojos de Lamensa.
Desde ese día, la muchachada empezó a
burlarse del verdulero: lo llamaban "Cecilio La Parca" o
"Cecilio la Muerte" y hacían pedorreta a sus espaldas. Unos
vigilantes de la Comisaría 50 resolvieron meterlo preso con cualquier pretexto.
Y lo mantuvieron encerrado toda la semana. Durante ese lapso, nadie se murió en
el barrio de Flores.
Convertido en un personaje irrisorio, Lamensa
perdió su aire desdeñoso y señorial. Cerró la verdulería y dejó de aparecer por
los boliches y los bodegones. Una tarde lluviosa se cruzó con el ruso Salzman.
Con gesto abatido, le dio la mano y le dijo:
—Quería despedirme. Me voy de este barrio.
Por no ser ingrato he sido imprudente. Le agradezco su discreción. Para mi
desgracia, he sido trasladado a regiones inhóspitas, donde la muerte es cruel y
temprana. Adiós.
Cecilio Lamensa no fue visto nunca más en el
barrio de Flores. Otra persona, tal vez un panadero o un mozo de café, es ahora
la Muerte en esas calles.
Cuando Salzman llegó a su casa, le dijeron
que el viejo Vitale había muerto.
Dolina Alejandro
Bar del infierno.- Buenos Aires; Planeta 2005
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