Tomás estaba perdidamente enamorado de Lucía desde los ocho años, cuando ella entró al colegio donde él iba con sus hermanos. Lo que comenzó con un simple saludo cada vez que entraban al aula se convirtió en una profunda amistad que con el pasar del tiempo aumentaba en calidez y en amor. Tomás se animó a decirle a Lucía lo que sentía cuando ambos tenían catorce años y Lucía, muy despierta y perspicaz le sonrió, le acarició suavemente el pelo y muy segura le dijo que ya lo sabía. La amistad se convirtió en amor desde ese día; nadie que los viera caminar felices de la mano o abrazarse o besarse cada vez que se ponía el sol en la playa podría imaginarse lo que iban a tener que afrontar juntos. Lucía fue diagnosticada con cáncer de médula a los diecisiete años y el tratamiento que necesitaba era muy costoso e invasivo. Había mucha esperanza, la fe de Tomás era inquebrantable. Fue él quien se encargó de organizar cada evento para juntar el dinero y trabajó para ayudar a sus suegros día y noche. El amor que sentía por ella era el motor que lo impulsaba a luchar cada vez mas. Lucía pudo viajar a Estados Unidos para realizar el tratamiento pero antes de irse le prometió a Tomás que iba a volver. Te vas a dar cuenta –le dijo- porque cuando llegue el día voy a dejar una rosa blanca en tu puerta. Lucía no resistió el tratamiento. Murió tres meses después. Tomás se vio sumido en una profunda depresión. Se sentía en un pozo al cual iban tapando con tierra cada vez más. Lo único que hacía era preguntarse por qué o como iba a poder seguir con esa ausencia. Estaba recostado en su cama una mañana cuando una suave y cálida brisa, como el soplo de un ángel, entró por la ventana y le acarició la mejilla trayendo un aroma exquisito que lo hizo despertar. Si no hubiera estado tan negado a ver la realidad, quizás habría entendido que debía bajar a abrir la puerta para recoger la rosa blanca que allí lo esperaba cumpliendo la promesa de que jamás estaría solo.
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