...
31 años
Al salir
del hospital sintió que la primavera le sacudía el cuerpo con una tropa de
aromas para obligarlo a levantar la cabeza y mirar su despliegue. Era
deslumbrante, sí, y arbitrario: jacarandaes cuajados de azul claro balanceaban
las ramas en una ingravidez general, relucían los parabrisas de los coches, el
polen y los vestidos y la brisa que deshacía peinados unían sus vigores, una
tibia alianza sinergética ponía la realidad a levitar, no, a rotar sobre un eje
variable, de modo que cada vuelta era un poco distinta a la anterior y nada,
nada podía preverse, ni la hora del próximo café ni el rumbo del pensamiento.
Como eso era justamente lo que Enzatti quería, perder el hilo, se dejó cercar
por el aire. Así envuelto, más frío por dentro que indiferente, se alejó del
hospital muy despacio convencido de que, como el rastro plateado de una babosa,
dejaba un trazo de visiones desunidas: el frasco invertido del plasma, apósitos
en la mesa auxiliar, el pedal de la camilla, relleno asomando por un tajo del
tapizado de la camilla, las venas hinchadas en la nariz del padre, el ceño
furiosamente arrugado, alguien con una hipodérmica. Era improbable que el padre
de Enzatti recobrara la conciencia; lo habían operado después de la caída y,
aunque una parte del cerebro estaba estropeada, los médicos se habían obstinado
en salvarlo y ahora respiraba, con los párpados entornados, no siempre
constante, más allá de la espera y el dolor. Entonces Enzatti dejaba atrás el
hospital cargado de una rencorosa levedad. No por la primavera, no por algo
cíclico. Madre muerta varios años atrás, ahora padre en el limbo, en la nada:
Enzatti caminaba suelto, como supurado por el mundo, sin origen ni explicación.
Nada de haber perdido un vínculo real: no había habido presagios, despedidas, no
había habido recapitulaciones. Apenas una caída de viejo, un golpe. Y Enzatti
en el mundo como una presencia inmotivada. No hijo de padre y madre, sino una
emanación de la vida, una exudación, algo que, más que morir, al final
terminaría evaporándose. Eso pensaba, sin espanto. Por el momento. Eran las
once menos diez, y a las doce tenía que ver al fabricante de juguetes Malamud.
Cruzó la calle. Se detuvo en la otra acera. "Ese bar", dijo entre
dientes. Y entró. En el espacio alargado, la gente no tenía más remedio que
aglomerarse entre el mostrador y un tabique con espejos: agotados parientes de
prostáticos, padres flamantes, enfermeras y proctólogos hermanados, entre el
olor a mostaza y el humo de la máquina de café, por la eternidad de un
intervalo. Al final del mostrador, ante el escurreplatos de aluminio, había un
taburete vacío. Acomodándose, Enzatti pidió vino. Vino blanco frío, y se lo
sirvieron no en vaso sino en copa. Un hombre que parecía huraño, o arrogante,
lo desmintió dirigiéndole una sonrisa. Había bajado el diario y dado un paso
hacia él, y lo miraba como si supiera que Enzatti había perdido los lazos con
su origen. En ese momento de intimidad enervante Enzatti bajó la vista, aunque
en seguida volvió a levantarla. Súbitamente el hombre dijo que lo disculpase,
pero que lo estaba observando porque, si bien no era tanto más viejo que él, al
verlo le había parecido verse a sí mismo en otro tiempo. Se rieron los dos.
Enzatti lo convidó a una copa de vino. Entonces el hombre dijo que no bebía
alcohol, y después del silencio hizo la pregunta: "¿Sabe por qué no
bebo?" "No", dijo Enzatti. "Entonces, mire", dijo el
hombre, "se lo voy a contar. Se lo cuento: una vez, hace años, yo tenía
que ir al hospital a ver a mi hermano, que había chocado con la moto. A mí me
hervía la cabeza por adentro, de la rabia, porque le había advertido que alguna
vez se iba a hacer puré, pero no quería desaprovechar la visita en reproches.
Sabía que mi hermano estaba grave, así que lo que más me importaba era
conversar, por más que él fuera a curarse aprovechar ese momento decisivo para
explicarle que yo le tenía un gran cariño y, dentro de lo posible, aclararle
cuestiones importantes de nuestra relación, y también hacerle ciertas
preguntas. Para que entienda lo fundamental que era para mí esa conversación, y
en el fondo para los dos, le explico que mi hermano y yo estábamos muy unidos
pero nunca, nunca habíamos dialogado. Por eso yo no quería desperdiciar la
visita en reproches, sobre todo con un hombre que tenía el cuerpo hecho bosta.
Así que, como yo era muy temperamental, para calmarme entré a un bar a tomar un
vaso de vino. Tomé dos vasos de vino, bien pancho, digamos, debo de haber
tardado unos tres cuartos de hora en meditar y tomar el vino. Y cuando llegué
al hospital, me dijeron que hacía siete minutos que mi hermano se había muerto.
Exactamente siete minutos", insistió el hombre. Enzatti se dio cuenta de
que no iba a poder mirarlo con franqueza. Este tipo es un boludo,
pensó. ¿Qué viene a contarme ?, y ni siquiera por piedad o
educación logró sonreír. Lo que hizo, entonces, fue sorber un poquito de vino,
tenerlo un rato bajo la lengua antes de tragar, y mientras tragaba levantar la
copa. Era una copa bombeada, el frío del vino la había empañado, y entre las
gotas que se escurrían hasta la base, se dio cuenta Enzatti, sobre el vidrio
convexo se acumulaban sin disputas las partes de ese mundo suspendido, el bar y
zonas de la calle. En la copa había enormes dedos de enfermeras culminando
brazos menguantes y al final diminutos, una pequeña caja registradora, un
remoto ventanal, distintas cabezas que en su diversidad minúscula parecían
inmóviles, y las campanas de vidrio con sándwiches y el ventilador del techo
arriba en retirada, y el suelo abajo en retirada, y la frente de Enzatti en
retirada, dejando el primer plano a la montruosa chatura de la nariz, tan
alejada de los ojos, todo definido y dispuesto en un fresco nimbo
verdeamarillo: la realidad acabada. Del otro lado de la copa, no excluido pero
aceptado a gatas, aleatorio, el hombre del hermano muerto parecía exigir un
comentario a su historia. "A mí ", dijo Enzatti, "no me espera
nadie. Yo ya fui al hospital, vengo de ahí. Yo puedo tomar todo el vino que
quiera." Pero no bajó la copa como quien ha dicho algo concluyente. En la
copa se ordenaban partes del mundo que la primavera había puesto a girar.
del libro "El fin de lo mismo", de Marcelo Cohen. Publicado en
1992 por Anaya y Mario Muchnik, Madrid y Alianza, Buenos Aires. ©1992 Marcelo
Cohen.
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