si éramos felices, ella
habría respondido “seguro sí”, o me habría consultado con los ojos antes de
decir “sí”, o tal vez habría dicho directamente “sí”, volteando su largo pelo
rubio hacia mi lado para incitarme a confirmar a todos que éramos felices, que
yo también pensaba que éramos felices.
Pero éramos felices. Ya pasó mucho tiempo y
sin embargo, si alguien me preguntase si éramos felices diría que sí, que éramos
y creo que ella también diría que fuimos muy felices, o que éramos felices
durante aquellos años setentaicinco, setentaiséis, y hasta bien entrado el año
mil novecientos setenta y ocho, después del último verano.
Salía por las tardes, a las dos, o a las
tres. Siempre los martes, miércoles y jueves, después del mediodía, se
maquillaba, me saludaba con un beso, se iba a hacer puntos y no volvía hasta
las nueve de la noche.
A fin de mes, si había dinero, no salía a
hacer puntos. Entonces, también aquellas tardes de martes a jueves nos quedábamos
charlando, tomado té, o ella se encerraba en el cuarto para mirar televisión
mientras yo trabajaba, o me acostaba a descansar sobre la hamaca paraguaya que
habíamos colgado en el balcón.
Y si faltaba plata, en la primer semana del
mes hacía dos puntos cada tarde: se iba temprano al centro, hacía algún punto,
después volvía a nuestro barrio para hacer otro punto por Callao, y yo la
esperaba sabiendo que aquella noche llegaría más tarde.
Pero siempre teníamos dinero. Hubo
caprichos: el viaje a Miami, los muebles de laca con gamuza amarilla y la manía
de andar siempre cambiando de auto, esos fueron los gastos mayores de la época,
y como casi nunca nos faltaba plata, ella hacía puntos entre martes y jueves
las primeras semanas del mes, llegaba a casa bien temprano, me daba un beso y
se cambiaba y se encerraba a cocinar.
A veces pienso que por entonces cada día era
tan parecido a los otros, que por esa constancia y esa semejanza se producía
nuestra sensación de felicidad.
Salía temprano. Dejaba el taxi en
Veinticinco de Mayo y Corrientes y se iba caminando hacia Sarmiento; a veces se
entretenía un rato mirando una vidriera de antigüedades, monedas viejas,
estampillas. Serían las tres. Había por ahí hombres parados frente a las
pizarras de las casas de cambio, gente que copia en sus libretas las
cotizaciones, y el precio de los bonos y de los dólares de cada día. Alguno de ésos
la miraba.
Entraba al bar de la esquina de la bolsa. Se
hacía servir un té en la barra y generalmente alguien la veía y la reconocía y
la citaba. Los conocidos la citaban allí, en el bar de la Bolsa. Los hombres no
podían olvidarla con facilidad.
Si no conseguía cita, pagaba el té, dejaba
su propina, se iba caminado por Sarmiento, y en algún quiosco compraba revistas
francesas o brasileñas para mirarlas tomando su café en la confitería Richmond
de la calle Florida.
Ahí siempre alguien se le acercaba. De lo
contrario, poco antes de las cuatro, salía a recorrer Florida hacia la Plaza
San Martín mirando vidrieras, o demorándose en las cercanías del Centro Naval y
en los barcitos de la zona, llenos de oficiales de paso que dejan sus familias
en las bases del sur y sabían de ella.
Si no encontraba un oficial, seguía hasta
Charcas y pasaba por la vieja galería, donde nunca solía fallar, porque si los
mozos del snack bar la veían sola, le presentaban a los turistas que habían
andado por ahí buscando una mujer.
Una mujer. ¿Qué sabrían ellos qué es una
mujer? Yo sí sé. Sé que ella era una mujer. No sé si lo sabrán todos los
hombres que la encontraban en la Bolsa, en la Richmond, en el Centro Naval, o
en algún sitio de su camino entre la Bolsa de Comercio y la galería, pero sé
que algunos lo supieron, y fueron sus amigos, y casi amigos míos fueron —los
conocí—, y me consta que, por conocerla, algunos de ellos aprendieron qué es
una mujer.
Algunas veces se le acercaban hombres de
civil fingiendo que buscaban citas, pero ella los descubría —tenía para eso un
olfato especial—, y les decía que se fuesen a alcahuetear a otra. Los
especiales, los de la división moralidad, la dejaban seguir. En cambio, los
oficiales nuevos de las comisarías, recién salidos de los cursos, se ofendían y
la llevaban detenida a la seccional. Allí tenía que hablar con los de guardia,
mostraba las fotos de publicidad, los documentos, las llaves de casa y las del
auto y los jefes le permitían salir.
¿Qué otra cosa podían hacer?
Una noche llegó a casa con un subcomisario.
Yo la esperaba trabajando frente a mi escritorio, y cuando oí la cerradura, miré
hacia la puerta para ver su carita sonriente y lo vi a él.
Parecía un profesor de tennis, o un vividor
de mujeres ricas. Él notó la expresión de mi cara al oír que me lo presentaban
como subcomisario y quedó sorprendido, igual que yo.
Me reconoció por aquella película de la Edad
Media —la del whisky— y como había pensado que ella vivía sola, miraba mi
kimono de yudo, veía el desorden de papeles sobre mi escritorio, y la miraba a
ella, averiguando.
Notó un papel de armar entre mis libros. Era
un papel americano, con los colores de la bandera yanqui y preguntó si fumábamos.
Ella dijo que estaba para ofrecer a las visitas y a él le pareció bien y siguió
curioseando entre los libros. Esa primera vez estuvo medio trabado, igual que
yo, que jamás esperé que me trajera un policía a casa.
Pero después nos hicimos amigos. Se
acostumbró a venir y nos telefoneaba desde el garage para anunciar que al rato
subiría a tomar algo, o a charlar.
Dejaba sus armas en el auto. Para ellos es
obligatorio llevar siempre la pistola en su funda de la cintura, o en esas
carteritas que usan ahora, pero él, por respeto a la casa, dejaba todo en el
garage.
A veces preguntaba por ella:
—¿Y Franca…? —Parecía amenazarme: “si decís
que no está, seguro que me muero…”.
Y yo le explicaba que estaría haciendo
puntos, que pronto llegaría, y lo invitaba con un whisky.
Para no molestar, él se quitaba los zapatos,
se acostaba en el sillón del living y se quedaba ahí mirando el techo hasta que
ella llegara, solo por verla, aunque estuviesen esperándolo en su oficina, una
sección especial de vigilancia que funcionaba cerca de casa en la época de la
presidencia de Isabel.
Parecía un instructor de tennis, o el
encargado de un yate de lujo. Siempre de sport, bronceado; tenía cuarenta y dos
años, pero parecía menor, de treinta o treinta y cinco. Se llamaba Solanas.
Fuimos bastante amigos. No es fácil ahora
confesar amistad hacia un policía, pero no ha sido el único. También siento
amistad hacia el inspector Fernández, de la Policía Federal, a la que llaman “la
mejor del mundo” aunque a él lo tenga destinado a una comisaría de mala
muerte, en un barrio donde jamás nada sucede.
A solanas lo había conocido haciendo puntos.
Le habrá cobrado, la primera vez, lo mismo que por entonces les cobraba a
todos; serían veinte, o veinticinco mil pesos: unos cien dólares, quinientos
millones de ahora. ¿Cómo decirlo si el valor del dinero cambia más que
cualquier otra costumbre de la gente…?
Desde que se hizo amiga de Solanas y lo
empezó a traer a casa, nunca volvió a cobrarle. Tampoco creo que haya vuelto a
acostarse con él: ella diferenciaba a los amigos de los puntos, y entre los
puntos distinguía bien a los clientes estables de aquellos hombres ocasionales
que aceptaba solo cuando veía que se le estaba yendo la tarde sin conseguir un
conocido.
Si los entraba a casa, significaba que ya
era amiga de los puntos. Saldrían del hotel, o del departamentito del hombre y
entusiasmados, irían a un bar para seguir charlando. Después, cuando llegaba la
hora de volver, ella querría volver —necesitaba volver—, se haría acompañar
hasta la puerta y si seguía la charla y les seguía el entusiasmo, lo hacía
subir a nuestro departamento.
Cuando está comenzando una amistad, nada la
puede detener. Por eso, al nuevo amigo ella lo hacía pasar, lo presentaba, y el
hombre seguía hablando conmigo mientras ella se cambiaba y se encerraba a
cocinar para los tres.
Los que se hacían amigos cenaban en casa; a
los que no se querían ir, les preparábamos una camita en el living, y ahí dormían,
sin preocuparse por lo que hacíamos en nuestra habitación.
Hasta venir a nuestro departamento, nunca un
cliente sabía de mí. Yo en cambio sabía de ellos porque Franca me detallaba
todo lo que hacían con los puntos. Fue una época. Yo quería averiguar, conocer
más. Sentía curiosidad por entender qué había hecho cada tarde, y hasta trataba
de imitar, por la noche, lo que ella había estado haciendo con los puntos
durante el día.
Por eso conocí, sin haber ido nunca, todos
los hoteles que a ella le gustaban, y hasta podía imaginarme los
departamentitos de los solteros, y la decoración de los departamentos que
alquilan los casados para escaparse un poco de la mujer. Tenía de cada uno de
esos lugares una idea tan nítida como la de Franca, que se acostaba allí dos o
tres veces por mes.
Parece mentira, pero la gente, aun en las
cosas que hace más en la intimidad, se parece entre sí tanto como en las que
hace porque las vio hacer antes a los vecinos, a sus socios del club o a los
actores de las propagandas de la televisión.
Después dejé de averiguar. Ella me anunciaba
si había hecho algo poco común, aunque eso sucediera muy pocas veces.
Celos jamás sentí. Rabia sí; cuando pensé
que me mentía, o cuando sospeché que ella agregaba algún detalle para probar si
yo sentía celos.
Con el tiempo aprendí que así como yo nunca
le había mentido, ella tampoco a mí me había mentido, y por eso, si alguien
hubiera preguntado si éramos felices, habría dicho ella, igual que yo, que sí,
que éramos muy felices a pesar de las pequeñas peleas y de los celos.
Porque ella sí celos sentía.
—¿Qué hiciste hoy…? —preguntaba al llegar.
—Y… nada… —decía yo, mostrándole mi yudogui
impecable, el cinturón recién planchado, el escritorio cubierto de fichas y de
notas y el mate frío junto a mi cenicero lleno de filtros de cigarrillos
terminados.
—Nada… volvía a decirle, disimulando la
sonrisa que me hacía pensar que ella había andado por ahí creyendo que esa
tarde yo habría sido capaz de salir o de hacer algo diferente de cualquier otra
tarde de mi vida.
—¿Qué hiciste hoy? ¿Quién estuvo esta tarde?
—volvía a preguntar.
—Y… nadie, Franca, nadie —le repetía yo. ¿Quién
iría a estar?
—¡Mentiras…! —decía ella— ¡Mentiras! Te leo
en los ojos que hubo alguien.
—No. No hubo nadie, Franca —le decía, y ya
sin sonreír, porque sabía cómo iba a terminar todo eso, empezaba a mirarle los
ojos verdes, para que al comprobar que resistía su mirada, ella entendiese que
no tenía nada que ocultarle, que nadie había venido, y que yo, aquella tarde,
no había hecho nada distinto a lo de todas las otras tardes de la semana.
Entonces ella dejaba de mirarme. Sus verdes
se fijaban en la pared y yo veía solo la parte blanca de los ojos que empezaba
a nublarse por lágrimas mezcladas con rimmel aceitoso disuelto.
(Había algo loco en eso de mirar siempre hacia
un costado, siempre al mismo costado, como si la pintura de la pared, o la
pintura de los cuadros colgantes de la pared, pudiese responder sus preguntas:
“¿Quién vino?” “¿Dónde fuiste?”).
Y yo quería consolarla. Alzaba un brazo,
trataba de acariciarle el pelo, pero ella se volvía más hacia la pared y miraba
algún cuadro, o peor, al zócalo directamente. Gritaba:
—¡Ves que siempre mentís! ¿Ves que mentís?
—volvía a gritar, como si la pared le hubiese confirmado que yo mentía. (Yo no
mentía.)
—No nena… No te miento… —juraba yo, riendo,
pero ella lloraba cada vez más fuerte y me decía entre sollozos que se iba a ir
con un punto que le había prometido un departamento en Manhattan, con otro que
la invitaba a un viaje por las islas del Caribe, o con aquel que le ofrecía
pasar el verano en su estancia del Brasil.
¿Cómo no iba a reír si siempre amenazaba
igual: el Brasil, las islas del Caribe, el departamentito “studio” en la isla
de Manhattan…?
Pero debía haber evitado reír. Era peor:
ella gritaba más:
—¿Ves…? —preguntaba—. ¡Te reís! —se respondía.
Y explicaba—: ¡Quiere decir que no te importa que me vaya…! Quiere decir que
vos no me querés… ¡Que nunca me quisiste! ¡Das asco!
—No nena… —hablaba yo—: ¡No peliés! —rogaba.
Yo había dejado de reír, pero ella no había dejado de llorar.
—¿Cómo que no peliés! —decía—. ¡Cómo querés
que no pelee si me mentís —Y me miraba y me gritaba—: ¡Sos insensible!
—protestaba cada vez más, gritando más.
Entonces yo miraba la hora y calculaba. Sentía
el paso del tiempo. Sentía que perderíamos la cena.
Y ella miraba mi escritorio —venía hacia mí—
y yo temía que comenzase a destrozar los libros, o a revolverme los papeles, o,
peor, que como muchas veces, acabara tirando el cenicero y mi mate al piso,
aunque después ella misma tuviese que juntar la ceniza y los restos de yerba, y
fregar la mancha verdosa que impregnaría la alfombra. Procuraba proteger mi
escritorio; cubría todo con mis brazos abiertos.
—¡No sigás…! —rogaba yo.
Pero seguía, ella. Tac, un libro. Trac: el
cenicero. Tlaf: el mate de boca contra la alfombra; todo caía. Y yo me
controlaba, me relajaba, trataba de calmarla. Imposible: nunca se calmaba.
—Calmáte amor… no sigas… —le pedía entonces,
hablándole contra la oreja.
Pero ella gritaba más: que la iba a matar,
que la quería matar. Y yo pensaba en los vecinos, intentando callarla, y
aplastaba su boca contra los almohadones. Era peor: se sacudía, gritaba más.
Entonces le vendaba la boca con mi cinturón,
cruzaba el cinturón bajo su pelo, por la nuca, y con sus cabos le ataba las manos
contra la espalda. Inmóvil, podía decirle lentamente que la quería, que nadie
había venido, que yo no había salido y que sabía que nunca me cambiaría por el
de Brasil, ni por nadie y ella dejaba de forcejear y yo apagaba la lámpara y me
desnudaba.
Le hablaba despacito. La desnudaba, y antes
de desatar el cinturón le acariciaba el cuello y los brazos para probar si
estaba relajada. Solo la castigaba si hacía algún ruido o intentos de gritar
por la nariz que pudiesen alarmar a los vecinos.
Cuando se ponía bien soltaba el nudo: la
besaba, le besaba los ojos y la cara, acariciaba todo su cuerpo y la sentía
todavía sollozar, o temblar —eran los ecos de tanto que había llorado y
gritado— y nos besábamos las bocas, y ella empezaba a reír porque reconocía en
mi boca el gusto de sus lágrimas mezclado con gusto de tabaco y de rimmel, y así
nos quedábamos por horas amándonos, hamacándonos hasta que el hambre, la sed o
mis absurdas ganas de fumar nos obligaban a separarnos.
Esas noches no cocinaba. Después del baño
bajábamos a un restaurant del barrio y nos sentíamos felices.
La gente, desde las otras mesas nos notaría
felices y pasábamos días y semanas enteras felices sin pelear.
Si le quedaban marcas, reprochaba:
—¡Qué van a pensar…! —decía, riéndose,
reconociendo que ella había tenido la culpa.
Y nos divertíamos pensando que a los puntos
de esa semana, las marcas del cuello, la espalda y las muñecas los entusiasmarían
más.
Decía que le contaba a algunos —a los que le
parecían más sensibles—, que el hombre que vivía con ella se emborrachaba y le
pegaba. Que algunas veces debían llevarla desmayada al hospital. Que no se
separaba ni se atrevía a abandonarlo porque el tipo era un asesino y que estaba
segura de que tarde o temprano terminaría matándola.
A otros les hacía creer que se había
lastimado en una caída del caballo.
Tenía un caballo en el Club Hípico Alemán de
Palermo. Lunes y sábados se iba a practicar equitación. Le hacía bien eso a
ella, como a mí me hacían bien las prácticas de yudo.
Toda la gente debería practicar un deporte
violento: teniendo el cuerpo tenso y fortalecido se está mejor de la cabeza, se
respira y se duerme mejor, se fuma menos y la vida comienza a parecerse más a
lo que debe ser la verdadera felicidad.
El caballo era un alazán. Se llamaba Macri;
no sé por qué. Lo conocí un sábado, mientras la esperaba cerca del lago. Ella
desmontó, vino hacia mi trayéndolo por una rienda, y cuando dejé el auto para
besarla, el animal olió mi pelo, resopló, y se puso a golpear, nervioso, el
suelo con las patas.
Nunca, dijo ella, se había portado así. Era
un caballo que tenía fama de noble y manso, pero algo de mí debía ponerlo así,
porque las pocas veces que me tuvo cerca reaccionó igual: resoplaba, pisoteaba
nervioso el césped con sus cascos.
La seguían militares por Palermo. A ella no
el gustaban los militares, pero los lunes y los sábados —los días de ella—,
muchos van por ahí probando sus caballos.
Se le arrimaban. Trataban de hacer citas.
Siempre los rechazaba.
Nunca hizo puntos por Palermo, ni en el Hípico.
Para ella los caballos, especialmente su
caballo, eran una pasión.
El cuidador de Macri, lo supimos después,
era suboficial del Ejército. Se ocupaba de eso para reforzar su pequeño
sueldito de fin de mes.
Yo luchaba con un capitán. Por mi peso —sesenta
y dos kilos—, nunca encontraba en la academia con quién luchar. A veces probaba
con mujeres, pero no tenían técnica ni fuerza. Había muchachos jóvenes, de mi
peso, con fuerza y con técnica, pero sin la madurez y la concentración que se
logran en el yudo solo mediante años de práctica.
Entonces debía luchar con gente de más peso.
El capitán —setenta kilos— era un hombre moreno y bajito. Cuando Fukuma nos
presentó, y durante el saludo, miró mi cinturón y habrá pensado que el maestro
le pedía, como favor, que me probase. Gané los seis primeros lances seguidos.
Siempre ganaba.
Una tarde, practicando retenciones, le
apliqué algunas técnicas de hap-kido y lo noté desesperado por salir. Cuando le
hacía un “ojal” con la solapa de su yudogui argentino de loneta, no bien sentía
que la circulación cerebral se le dificultaba, en vez de golpear para que lo
dejase salir, me clavaba sus ojitos negros reticulados de capilares rojos y yo
veía una mirada de odio distinta a la de Franca, no solo a causa del contraste
con el hermoso color verde de ella, sino también porque se entendía que en
aquel hombre nadie podría transformar el odio en un sentimiento más elaborado.
Mucha gente jamás comprenderá el deporte.
Ahora permiten federarse y competir en torneos a personas llenas de ideas
agresivas, a quienes la experiencia del triunfo y el fracaso no les sirve de
nada.
Habría que averiguar qué entiende alguien
por éxito y derrota antes de autorizarlo a combatir o darle un rango que
habilita para formar discípulos. De lo contrario, en pocos años, terminarán por
desvirtuarse los principios de las artes marciales.
Perder es aprender. Esto me lo enseñó
Fukuma, que lo aprendió del maestro Murita, dan imperial que nunca autorizó la
ostentación de colores de rangos en su dojo.
“Si yo tuviera tanta fuerza y tanta
habilidad…” —decía ella, refiriéndose a mis palancas y mis técnicas.
Pero jamás pudo aprender. Compró kimono, pagó
matrícula y el primer mes de un curso con Fukuma, pero al cabo de cuatro meses
desistió reconociendo que no alcanzaba a comprender los fundamentos de nuestro
deporte.
Franca había nacido para los caballos.
Calculó Olda Ferrer que yo podría ganar una
fortuna instalando un gimnasio.
—¿Cuánto ganaría? —le pregunté.
—Mucho —decía ella, mientras su marido, un
psicoanalista, aconsejaba a Franca que me impulsase a tomar discípulos.
Para los psicoanalistas, poner un cartelito
y arreglar un local donde otra gente pague por asistir es un ideal de la vida
humana, que resulta aún más elevado si el lugar se llama “instituto” y el dinero
que los clientes pagan es mucho.
—¿Pero cuánto es mucho? —pregunté a la
Ferrer, que era una economista bastante conocida, y calculó una cifra:
—Diez mil, para empezar. Después más,
veinte, o treinta mil…
Dijo eso o cualquier otro número; no sé cuánto
valía el dinero por entonces. Recuerdo en cambio que Franca me guiñaba los
ojos, porque durante el mes anterior ella había producido treinta y cinco mil
sin poner instituto ni perder tiempo preparando discípulos incapaces de
alcanzar objetivo alguno.
Pero una vez casi me instalo. Se lo dije a
Fukuma. El viejo recomendaba que sí:
—¡Metéte! —dijo, y era gracioso oírlo,
porque a causa de su acento, “metéte” nos parecía una palabra japonesa,
mientras que a él le sonaría tan natural y tan argentina como cualquiera de las
palabras del español que siempre pronunciaba mal.
Sucedió en 1975. estaba intervenida la
universidad y echaban a los profesores porque en la facultad habían tolerado a
los grupitos de estudiantes que se mezclaron con la guerrilla.
Pensé que me despedirían también a mí. En el
segundo cuatrimestre cambié el turno de mis clases y comencé a dictar los teóricos
en este horario de lunes y sábados, entre ocho y diez de la mañana.
Con los nuevos horarios venían menos
alumnos, y como las autoridades de la intervención siempre llegaban tarde y
nunca me veían, se fueron olvidando de mí y no tuve necesidad de “meter” un
instituto.
Calculaba así: “si con cuatro horas semanas
gano mil, y con cuarenta horas ganaría diez mil, cambiar no me conviene”. Las
cifras son falsas: nadie recuerda cuánto ganaba entonces.
Hay
algo que se aprende con el estudio de las artes marciales: actuar sobre las
partes del enemigo que ofrecen menos resistencia.
Escribí “partes”. Una traducción correcta
del japonés habría elegido la palabra “puntos”.
Franca reiría si leyese estas notas.
Hablé una tarde con el capitán. Le conté lo
que ocurría en la Universidad y hablé de mis temores por mí, por Franca.
Prometió ayudarme.
Al tiempo, vino a decirme que había hecho
averiguaciones y que como yo no tenía antecedentes, no debía preocuparme.
Pero a mediados del setenta y siete, cuando
desapareció un chico del gimnasio al que también le había prometido que no
necesitaba preocuparse porque no tenía antecedentes, llamé a Solanas y él me
llevó, sin que Franca supiese, a la oficina aquella a blanquear.
“Blanquear” quería decir contar lo que uno
pensaba, lo que sabía que pensaban o hacían los otros y lo que pensaba que hacían,
pensaban o sabían los otros. El hombre de la oficina, un canoso muy alto que
debía ser el jefe, después de hablar y preguntar durante más de tres horas,
aconsejó que si algún día me llevaban tenía que convencerlos de que había
blanqueado y reclamar que revisaran mis hojas en el batallón trescientos y
pico.
Después Solanas me aclaró que haber
blanqueado no garantizaba nada, que no se podía poner las manos en el fuego por
nadie y que todo aquel trámite, “en el mejor de los casos”, podría ser una
ayuda.
Creo que todos vieron lo que fue pasando
durante aquellos años. Muchos dicen que recién ahora se enteran. Otros, más
decentes, dicen que siempre lo supieron, pero que recién ahora lo comprenden.
Pocos quieren reconocer que siempre lo supieron y siempre lo entendieron, y que
si ahora piensan o dicen pensar cosas diferentes, es porque se ha hecho una
costumbre hablar o pensar distinto, como antes se había vuelto costumbre
aparentar que no se sabía, o hacer creer que se sabía, pero que no se comprendía.
Se lo aprende en la vida, o en el dojo:
siempre es igual que antes. Para la gente, lo importante es vivir mirando hacia
donde los otros le señalen, como si nada sucediera detrás, o más adelante.
Si cuando sucedía aquello había que pensar
otra cosa, ahora, que hay que pensar en lo que entonces sucedía, indica que no
habrá que mirar ni pensar las cosas que suceden en este momento.
Ochenta y tres. Empieza otro año y llegan
nuevas promociones de alumnos. Cada cuatrimestre me parecen más jóvenes, más niños.
Es porque en mi memoria los alumnos de antes han seguido creciendo o
envejeciendo, aunque nunca los haya vuelto a ver.
En mi memoria crecen y encaneces muchachos y
muchachas que murieron poco después de aprobar el examen final, hace cinco o
diez años.
Mi memoria de mí continúa intacta. Me
imagino como el día que comencé en la cátedra, hace ya doce años.
Tenía veintisiete.
Franca tampoco envejeció. Tiene treinta y
nueve, mi edad. Hace puntos aún, pero jura que el marido no lo sabe.
Vive con él, con los hijitos que tuvieron
con él, y con la suegra que los cuida.
La veo muy pocas veces. Pregunto cómo no
pudimos seguir siendo felices.
Ella protesta que es feliz, que ya no siente
celos, y que ahora es él —el marido— quien siente celos.
Sabe que ella hacía puntos, pero no sabe, o
finge que no sabe, que sigue haciendo puntos ahora. Ella dice que él nunca
conocerá lo nuestro, porque si se enterase la echaría de la casa, le quitaría
los hijos o haría cualquier otra locura. Lo cree capaz.
Cuenta que salvo alguna situación en la que
debió entrar para satisfacer caprichos de los clientes, jamás ha vuelto a
acostarse con mujeres, y que yo fui la única por quien sintió algo fuerte y
sincero en la vida. Le creo.
Creer, o no creer, no me hace más ni menos
feliz.
Claudia volvió a leer hasta aquí y quiere
saber si éramos felices. Digo que sí:
—Como con vos. Igual que con vos, Claudia
—le digo y me parece que está por volver a llorar. ¿Llorará? A veces llora.
—No Claudia, celos no, por favor —le ruego,
porque siento que comienza a llorar.
Y ella me jura que no son celos de mí, ni de
la otra, sino celos de un tiempo en el que fuimos muy felices y ella no estaba
conmigo.
—Y ahora, Claudia —pregunto—: ¿No somos
felices?
Desde el rincón del living me mira sin
hablar. Recién llega de hacer sus puntos y se ha puesto a ordenar los discos. Después
de un rato dice:
—Sí… somos felices…Pero quisiera que todo
esto se te borre de la podrida cabeza…
Y yo soplo. (Algo así ha de haber sentido el
caballito de Franca Chardon). Ella no puede oírme, pero se acerca. Adivino qué
va a ocurrir.
Acerté.
Se arrima al escritorio. Espía lo que
escribo. Revuelve mis papeles y empieza, como siempre, a hablar de Franca.
—¡Esa puta…! Andaba con mujeres… ¡Se
encamaba con todas las putas reventadas de Buenos Aires…!
Cuando se pone así, Claudia siempre habla así.
Después me dice que soy una estúpida, una
imbécil, y vuelve a repetir que Franca era una puta.
—Igual que vos, mi amor —le digo. Estoy
serena. ¿Será necesario que alguna vez pierda el control y que me exalte para
calmarla?
—Dudás de mí —me dice y llora—: ¡No creés en
mí!
—No nena —digo—, nunca dudé de vos.
—Claro —responde—, es porque estás segura,
porque salís con otras… Porque te ves con esa puta de Franca… Por eso…
Y llora y habla a gritos. ¿Tendré que
interpretar? Interpreto:
—No nena, no es así. La que quiere salir con
otras debés ser vos… No yo… Yo estoy muy bien en mi escritorio… Te ponés mal…
estás haciendo esto —digo— para sentirte mal, para no estar mejor conmigo…
—Y ella… ¿Podía estar bien con vos?
—pregunta y me golpea el escritorio.
—Sí Claudia —digo temiendo que vuelva a
romper algo—, como vos: a veces podía, a ves, como vos hoy, ella tampoco podía…
Ella no sabe controlar sus reacciones.
Tampoco yo sé controlar mis no-reacciones. Si actuase como ella desea, todo sería
distinto. Más violento y confuso —más peligroso— pero tal vez sería mejor.
Apagaré la luz.
Veo su silueta moverse en la semipenumbra
del living y reconozco su intención. Amenazo:
—Si seguís, Claudia, sabés lo que te va a
pasar…
Pero sigue:
—Sos una mierda… ¡Sos una mierda! ¡Sos una
renga borracha y podrida como las cosas que escribís…!
Y grita. Grita cada vez más:
—Sos una puta como Franca… —Ahora todos los
vecinos la escucharán.
Odio las miradas indiferentes en el
ascensor, o en el palier. Atentos, educados, fingen no habernos oído nunca. Así
son ellos: viven fingiendo, ocultando lo que ocurre detrás. ¿Como en el cine?
Como en un cine. Como en la vida.
Que termine. Por los vecinos, pido. Que no
quiero más humillaciones con los vecinos, digo. Sigue:
—Podrida… Renga… ¡Como lo que escribís…! ¡Era
una puta…!
Grita más, sigue gritando hasta que dejo mi
silla, la sorprendo por atrás y le cruzo el antebrazo contra la boca haciendo
firme su muñeca con el cabo del cinturón. Ya no la pueden oír.
Grita por la nariz. Entiendo cada una de sus
sílabas: “Borracha”, “renga”, “podrida”, “curda”. ¡Tantas veces la oí!
La vuelco sobre los almohadones. Se arquea.
Golpea su frente y las orejas contra la alfombra y contra las patas del sofá.
No es fácil sujetarla. Se marcará.
Cuando termino de atar sus manos me desnudo,
manteniéndola quieta con mi pierna apoyada en su cintura. Chilla por la nariz,
sacude la cabeza. Todo retumba.
Después, desnuda, comienzo a desnudarla. No
es fácil; Claudia es fuerte —pesa cincuenta y ocho—, se mueve y se resiste.
Comienzo a acariciarla. Beso sus lágrimas. Beso sus ojos, beso su pelo húmedo y
siento el gusto de su sangre: otra vez se han abierto las cicatrices de la
sien. La abrazo.
Siento cómo se va calmando lentamente.
Entonces paso mis manos tras su espalda y desato el cinturón. La mano libre de
ella se clava en mi cintura, bajo la espalda. Me marca con sus uñas, pero se
está calmando.
Después se aquieta y nos besamos. Se mezclan
gustos en nuestras bocas: las lágrimas, la sangre, los restos de rimmel y de lápiz
de labios. Nos abrazamos más. Nos apretamos cada vez más y vamos abrazadas a la
hamaca o al cuarto, para hamacarnos, o acariciarnos. Ríe. Reímos juntas y más
tarde, después del baño, cuando salimos a comer, vuelve a reír al recordar la
escena de esta noche y yo río a la par y la gente nos mira reír.
¿Pensarán todos que somos muy felices?
Tal
vez.
Pero aquí nadie nos conoce. Los que solían
comer en estos restaurants ya no andan más por nuestro barrio.
—Todo cambia —le digo, y querría que
entendiese que no le estoy diciendo cualquier frase, que en estas dos palabras
hay una enseñanza que ella, algún día, deberá aprender.
—Soy feliz… —me dice, como si hubiera
comprendido y confiesa que si encontrase un hombre capaz de darle la cuarta
parte de la felicidad que ha tenido conmigo, se iría con él, porque soy una
borracha podrida que solo sabe destruir, y repite que soy una borracha, que algún
día me olvidará como seguramente Franca me ha olvidado.
Y yo río. (¡Tantas veces la gente del
restaurant me habrá visto reír…!) Río porque ella está simulando una pelea para
probarme —para provocarme—, pero cuando pregunta por qué río, miento y respondo
que me río de ella, porque si confesase que río de un país, de una ciudad, de
un restaurante y de sus mesas semejantes donde la gente come menús idénticos al
nuestro y todo nos parece natural, o real, ella no me creería, sentiría que la
engaño y hasta sería capaz de reiniciar otra de sus escenas de violencia.
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