Dice una
antigua leyenda sarda que el cuerpo de los hombres nacidos la víspera de
Navidad seguirá incorrupto hasta el final de los tiempos.
Éste era
precisamente el tema del que a la sazón se hablaba en casa del tío Diddinu Frau, un acaudalado labriego; Predu Tasca, el
prometido de su hija, preguntó:
—Y ¿de qué
sirve eso? ¿De qué puede servir el cuerpo cuando estemos muertos?
—Bueno
—respondió el campesino—, ¿acaso no es una gracia divina evitar que nos
convirtamos en cenizas? Cuando llegue el Juicio Universal, ¿no será algo
extraordinario encontrar intacto nuestro cuerpo?
—¡Uf! Y eso,
¿quién puede saberlo? —dijo Predu con aire escéptico.
—Escucha, querido
yerno —exclamó el campesino—, ¿te parece un buen tema para cantarlo esta noche?
Cabe decir
que tío Diddinu es un poeta improvisador, al igual que lo fueran su padre y su
abuelo; aprovecha con gusto cualquier ocasión para proponer un concurso de
canto improvisado a poetas menos hábiles que él.
—¡No es que
sea un tema muy alegre que digamos…! —dijo Maria Franzisca haciéndose la
ocurrente porque el novio la observaba.
—¡Tú, a
callar! ¡O te irás a dormir! —gritó el padre con rudeza.
Aunque
poeta, era un hombre tosco que trataba a su familia, y en especial a las hijas,
con una severidad casi salvaje. Suscitaba respeto y temor entre los suyos. En
presencia del padre, Maria Franzisca no osaba sentarse al lado de su Predu (por
lo demás, las costumbres del pueblo obligaban a los novios a guardar una
respetuosa distancia) y se avenía a coquetear con él desde lejos, seduciéndolo
con los movimientos de la bella y lozana mujer enfundada en el sugestivo
vestido de scarlatto o de orbace, y sobre todo, con la mirada de
sus ardientes ojos azul verdosos, grandes como almendras maduras.
Era la
víspera de Navidad: un día gris, cubierto si bien templado; soplaba un viento
de Levante que traía el lejano y enervante calor del desierto y una especie de
húmedo olor a mar. Parecía como si allende las montañas, sobre cuyas laderas
verdeaba la fría hierba invernal, y más allá del valle, donde los almendros
prematuramente florecidos se agitaban lanzando al viento casi con saña sus
pétalos blancos como copos de nieve, ardiese un gran fuego del que llegara el
calor sin vislumbrarse las llamas. Las nubes, que asomaban por las cimas de los
montes elevándose y expandiéndose incesantes por el cielo, parecían formadas
por el humo de aquel fuego invisible. Las campanas tocaban a fiesta; la gente,
un tanto trastornada por el viento de Levante, corría por calles y casas
organizando reuniones para festejar la Navidad; las familias se intercambiaban
regalos: lechones, corderos otoñales, carne, dulces, cascajo; los pastores
ordeñaban la primera leche de las vacas para obsequiar a los señores, y la
señora devolvía al pastor el recipiente lleno de legumbres, o de cualquier otra
cosa, cuidándose de no devolverlo vacío para evitar malos augurios al ganado.
Predu Tasca,
que también era pastor, sacrificó su mejor lechón, lo destripó, le untó la
corteza con sangre, lo rellenó de ramas de asfódelo, lo metió en un cesto y se
lo mandó de regalo a su novia. Y ella le dio un escudo de plata a la portadora
del regalo y metió en el cesto un dulce hecho de almendras y miel.
Por la noche
el novio fue a casa del tío Frau y agarró con fuerza la mano de la hija. Ella
se ruborizó, rió con deleite y la retiró: en la mano cálida por el apretón
amoroso encontró una moneda de oro.
Al punto
paseó por la casa mostrando en secreto a todos el buen regalo de Predu. Fuera,
las campanas repicaban, y el Levante expandía el sonido metálico en la noche
cálida y húmeda. Predu vestía su bonito traje de fiesta medieval con el jubón
de terciopelo azul y el gabán corto negro de orbace y
terciopelo finamente acolchado, el cinturón de piel bordado y los botones de
oro con filigrana.
El largo
cabello negro, bien peinado y untado con aceite de oliva, le caía sobre las
orejas; como ya había bebido vino y anís, brillaban sus ojos negros y ardían
sus labios rojos entre la tupida barba negra. Era bello y rozagante como una
deidad campestre.
—Bonas tardas —dijo sentándose al lado de su suegro delante
del hogar, donde ardía un tronco de encina—. El Señor os conceda cien
navidades. ¿Cómo lo estáis pasando?
—Como los
viejos buitres que han perdido las garras —respondió el orgulloso campesino,
que comenzaba a envejecer. Y recitó estos famosos versos:
S’omine cando
est bezzu no est bonu…
Fue entonces
cuando se habló de la leyenda de los nacidos en la noche de Navidad.
—¡Iremos a
la misa —exclamó el tío Diddinu—, y a la vuelta daremos cuenta de una buena
cena, y después cantaremos!
—Incluso
antes, si quiere.
—¡Antes, de
ninguna manera! —respondió el tío Diddinu, golpeando el bastón contra la piedra
del hogar—. Mientras dura, ha de respetarse la Santa Vigilia; nuestra Señora
sufre los dolores del parto y nosotros no debemos cantar, ni comer carne. ¡Oh,
buenas noches, Mattia Portolu! Siéntate allí y dime quiénes faltan por venir.
¡Maria Franzisca, trae la bebida! Dales de beber a estos corderillos.
La muchacha
escanció la bebida e, inclinándose ante el novio y ofreciéndole el vaso
centelleante como un rubí, lo embelesó con una mirada y una sonrisa ardientes.
Entretanto, el recién llegado nombraba a los amigos que habían de llegar.
Las mujeres
se afanaban ya en preparar la cena en torno al hogar situado en el centro de la
cocina, marcado por unas tiras de piedra sobre el suelo. De una parte se
sentaban los hombres; de la otra, cocinaban las mujeres; la mitad del lechón
regalado por Predu Tasca estaba ensartado en un largo espetón, y un suave humo
oloroso se expandía por la cocina. Llegó otro par de viejos parientes, dos
hermanos que se habían negado a casarse para no dividir su patrimonio; parecían
dos patriarcas, con cabellos largos y rizados que les caían sobre las largas
barbas blancas; más tarde llegó un joven ciego que tanteaba y rozaba las
paredes con un fino bastón de adelfa.
Uno de los
viejos hermanos agarró a Maria Franzisca por la cintura, la empujó hacia donde
se encontraba el novio, y dijo:
—¿Qué
hacéis, corderitos de mi corazón? ¿Por qué estáis tan alejados como las
estrellas? Cogeos de la mano, abrazaos…
Los dos
jóvenes se miraron apasionadamente; pero el tío Diddinu alzó la voz de manera
estruendosa:
—Déjalos en
paz, viejo ariete: no necesitan tus consejos.
—¡Lo sé; ni
los tuyos tampoco! ¡Ellos sabrán cómo aconsejarse mutuamente! —respondió el
anciano.
—Si así
fuera —afirmó el campesino—, tendría que espantar a este joven como se espanta
a las moscas. ¡Tráenos de beber, Maria Franzisca!
La muchacha,
algo molesta, se deshizo de los brazos del anciano, y Predu dijo, al tiempo que
se colocaba la gorra y sonreía:
—¡Bien! No
se puede cantar, ni comer, ni hacer ninguna otra cosa… Aun así, ¿se puede
beber?
—Todo se
puede hacer porque Dios es grande —murmuró el ciego, sentado al lado del novio—.
Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena
voluntad.
Y bebieron,
y ¡cómo bebieron! Solo Predu humedecía apenas los labios en el borde del vaso.
Fuera repicaban las campanas; gritos y canciones vagaban con el viento. Hacia
las once todos se levantaron para asistir a la misa del gallo; solo quedó en la
casa la ancianísima yaya, que en su juventud había oído decir que en la noche
de Navidad los muertos vuelven para visitar la casa de sus parientes. Por esta
razón practicaba un antiguo rito: preparaba un plato de comida y una jarra de
vino para los difuntos. También aquella noche, apenas se quedó sola, se
levantó, cogió el vino y la comida y los dispuso en una escalera que subía del
patio a los aposentos superiores de la casa. Un vecino menesteroso, al tanto de
las creencias de la anciana, saltó el muro y vació el plato y la jarra.
Apenas
regresaron de la misa, jóvenes y ancianos se pusieron a cenar con alborozo.
Extendieron por el suelo largos sacos de lana y los cubrieron con manteles de
lino hilados en casa; en grandes recipientes de greda amarilla y roja humeaban
los macarrones cocinados por las mujeres, y en los tajos de madera Predu cortó
con destreza el lechón asado en su justo punto.
Todos comían
sentados en el suelo sobre esteras y sacos; una llama refulgente crepitaba en
el hogar, expandiendo resplandores rojizos sobre las figuras de los invitados;
parecía un cuadro homérico. Y ¡se bebía en abundancia!
Luego de
cenar, las mujeres, por rigurosa voluntad del amo, hubieron de retirarse; los
hombres, sentados o tumbados en torno al hogar, comenzaron a cantar. Estaban
todos rojos hasta las orejas, con los ojos lánguidos, y sin embargo brillantes.
El viejo campesino comenzó la pugna.
Duncas, gheneru
meu, ello ite naras,
Chi a sett’unzas
de terra puzzinosa…
—Entonces
—cantaba el viejo—, qué opinas, yerno mío: ¿es mejor quedar reducido a siete
onzas de polvo maloliente que encontrar intacto nuestro cuerpo el día del
juicio final?, etc., etc.
Predu se
ajustó la gorra y respondió:
—El tema es
tétrico —cantó—, pensemos en otra cosa: cantemos al amor, al placer, a las
hermosas Venus… en fin, a cosas alegres y agradables.
Todos,
excepto el campesino, aplaudieron la estrofa pagana; el viejo poeta se enojó y
contestó, en verso, que su adversario evitaba responder porque era incapaz de
tratar tan excelso asunto.
A
continuación, Predu volvió a encasquetarse la gorra y respondió, siempre con
versos en sardo:
—Y bien, ya
que así lo queréis, os respondo; el tema no me agrada porque es triste, no
quiero pensar en la muerte precisamente esta noche de vida y de alegría, pero,
ya que lo deseáis, os digo: en absoluto me preocupa si nuestro cuerpo queda
intacto o se convierte en polvo. ¿Qué somos, una vez muertos? Nada. Lo
importante es conservar el cuerpo sano y vigoroso mientras vivamos para
trabajar y gozar… ¡nada más!
El campesino
contestó. Predu continuaba insistiendo en los placeres y las alegrías de la
vida: los dos viejos hermanos aplaudían; incluso el ciego daba señales de
aprobación. El campesino fingía enfadarse, aunque en el fondo le complacía que
su yerno se revelara como un buen poeta. ¡Ah… continuaría la fama tradicional
de la familia!
Pero, al
tiempo que trataba de demostrar la futilidad de los placeres carnales, el tío
Diddinu bebía e incitaba a beber. Hacia las tres de la madrugada todos estaban
ebrios; solo el ciego, gran bebedor, y Predu, que apenas había bebido,
conservaban la lucidez.
Pero Predu
se había embriagado con su canto, y a medida que el tiempo transcurría temblaba
de gozo recordando una promesa de Maria Franzisca. Poco a poco se fue apagando
la voz de los cantores: el anciano comenzó a balbucir; el joven fingió caerse
de sueño. Todos terminaron amodorrados; solo el ciego seguía sentado, royendo
el tosco puño de su bastón.
De repente,
el gallo cantó en el corral.
Predu abrió
los ojos y miró al ciego.
«Él no me
ve», pensó, levantándose con cautela; y salió al corral.
Maria
Franzisca, que bajaba la escalera en silencio, se arrojó en sus brazos.
El ciego se
percató de que alguien había salido y pensó que sería Predu; sin embargo, no se
movió; antes, murmuró:
—Gloria a
Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.
Fuera, la luna corría
tras las nubes diáfanas y el viento de Levante esparcía el olor a mar y la
tibieza del desierto en la noche plateada.
Gracias por todo. En ustedes la solidaridad cultural no está en extinción nunca. Un abrazo.
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