viernes, 28 de septiembre de 2018

MIENTRAS SOPLA EL LEVANTE de Grazia DELEDDA

Dice una antigua leyenda sarda que el cuerpo de los hombres nacidos la víspera de Navidad seguirá incorrupto hasta el final de los tiempos.
Éste era precisamente el tema del que a la sazón se hablaba en casa del tío Diddinu Frau, un acaudalado labriego; Predu Tasca, el prometido de su hija, preguntó:
—Y ¿de qué sirve eso? ¿De qué puede servir el cuerpo cuando estemos muertos?
—Bueno —respondió el campesino—, ¿acaso no es una gracia divina evitar que nos convirtamos en cenizas? Cuando llegue el Juicio Universal, ¿no será algo extraordinario encontrar intacto nuestro cuerpo?
—¡Uf! Y eso, ¿quién puede saberlo? —dijo Predu con aire escéptico.
—Escucha, querido yerno —exclamó el campesino—, ¿te parece un buen tema para cantarlo esta noche?
Cabe decir que tío Diddinu es un poeta improvisador, al igual que lo fueran su padre y su abuelo; aprovecha con gusto cualquier ocasión para proponer un concurso de canto improvisado a poetas menos hábiles que él.
—¡No es que sea un tema muy alegre que digamos…! —dijo Maria Franzisca haciéndose la ocurrente porque el novio la observaba.
—¡Tú, a callar! ¡O te irás a dormir! —gritó el padre con rudeza.
Aunque poeta, era un hombre tosco que trataba a su familia, y en especial a las hijas, con una severidad casi salvaje. Suscitaba respeto y temor entre los suyos. En presencia del padre, Maria Franzisca no osaba sentarse al lado de su Predu (por lo demás, las costumbres del pueblo obligaban a los novios a guardar una respetuosa distancia) y se avenía a coquetear con él desde lejos, seduciéndolo con los movimientos de la bella y lozana mujer enfundada en el sugestivo vestido de scarlatto o de orbace, y sobre todo, con la mirada de sus ardientes ojos azul verdosos, grandes como almendras maduras.
Era la víspera de Navidad: un día gris, cubierto si bien templado; soplaba un viento de Levante que traía el lejano y enervante calor del desierto y una especie de húmedo olor a mar. Parecía como si allende las montañas, sobre cuyas laderas verdeaba la fría hierba invernal, y más allá del valle, donde los almendros prematuramente florecidos se agitaban lanzando al viento casi con saña sus pétalos blancos como copos de nieve, ardiese un gran fuego del que llegara el calor sin vislumbrarse las llamas. Las nubes, que asomaban por las cimas de los montes elevándose y expandiéndose incesantes por el cielo, parecían formadas por el humo de aquel fuego invisible. Las campanas tocaban a fiesta; la gente, un tanto trastornada por el viento de Levante, corría por calles y casas organizando reuniones para festejar la Navidad; las familias se intercambiaban regalos: lechones, corderos otoñales, carne, dulces, cascajo; los pastores ordeñaban la primera leche de las vacas para obsequiar a los señores, y la señora devolvía al pastor el recipiente lleno de legumbres, o de cualquier otra cosa, cuidándose de no devolverlo vacío para evitar malos augurios al ganado.
Predu Tasca, que también era pastor, sacrificó su mejor lechón, lo destripó, le untó la corteza con sangre, lo rellenó de ramas de asfódelo, lo metió en un cesto y se lo mandó de regalo a su novia. Y ella le dio un escudo de plata a la portadora del regalo y metió en el cesto un dulce hecho de almendras y miel.
Por la noche el novio fue a casa del tío Frau y agarró con fuerza la mano de la hija. Ella se ruborizó, rió con deleite y la retiró: en la mano cálida por el apretón amoroso encontró una moneda de oro.
Al punto paseó por la casa mostrando en secreto a todos el buen regalo de Predu. Fuera, las campanas repicaban, y el Levante expandía el sonido metálico en la noche cálida y húmeda. Predu vestía su bonito traje de fiesta medieval con el jubón de terciopelo azul y el gabán corto negro de orbace y terciopelo finamente acolchado, el cinturón de piel bordado y los botones de oro con filigrana.
El largo cabello negro, bien peinado y untado con aceite de oliva, le caía sobre las orejas; como ya había bebido vino y anís, brillaban sus ojos negros y ardían sus labios rojos entre la tupida barba negra. Era bello y rozagante como una deidad campestre.
Bonas tardas —dijo sentándose al lado de su suegro delante del hogar, donde ardía un tronco de encina—. El Señor os conceda cien navidades. ¿Cómo lo estáis pasando?
—Como los viejos buitres que han perdido las garras —respondió el orgulloso campesino, que comenzaba a envejecer. Y recitó estos famosos versos:

S’omine cando est bezzu no est bonu…

Fue entonces cuando se habló de la leyenda de los nacidos en la noche de Navidad.
—¡Iremos a la misa —exclamó el tío Diddinu—, y a la vuelta daremos cuenta de una buena cena, y después cantaremos!
—Incluso antes, si quiere.
—¡Antes, de ninguna manera! —respondió el tío Diddinu, golpeando el bastón contra la piedra del hogar—. Mientras dura, ha de respetarse la Santa Vigilia; nuestra Señora sufre los dolores del parto y nosotros no debemos cantar, ni comer carne. ¡Oh, buenas noches, Mattia Portolu! Siéntate allí y dime quiénes faltan por venir. ¡Maria Franzisca, trae la bebida! Dales de beber a estos corderillos.
La muchacha escanció la bebida e, inclinándose ante el novio y ofreciéndole el vaso centelleante como un rubí, lo embelesó con una mirada y una sonrisa ardientes. Entretanto, el recién llegado nombraba a los amigos que habían de llegar.
Las mujeres se afanaban ya en preparar la cena en torno al hogar situado en el centro de la cocina, marcado por unas tiras de piedra sobre el suelo. De una parte se sentaban los hombres; de la otra, cocinaban las mujeres; la mitad del lechón regalado por Predu Tasca estaba ensartado en un largo espetón, y un suave humo oloroso se expandía por la cocina. Llegó otro par de viejos parientes, dos hermanos que se habían negado a casarse para no dividir su patrimonio; parecían dos patriarcas, con cabellos largos y rizados que les caían sobre las largas barbas blancas; más tarde llegó un joven ciego que tanteaba y rozaba las paredes con un fino bastón de adelfa.
Uno de los viejos hermanos agarró a Maria Franzisca por la cintura, la empujó hacia donde se encontraba el novio, y dijo:
—¿Qué hacéis, corderitos de mi corazón? ¿Por qué estáis tan alejados como las estrellas? Cogeos de la mano, abrazaos…
Los dos jóvenes se miraron apasionadamente; pero el tío Diddinu alzó la voz de manera estruendosa:
—Déjalos en paz, viejo ariete: no necesitan tus consejos.
—¡Lo sé; ni los tuyos tampoco! ¡Ellos sabrán cómo aconsejarse mutuamente! —respondió el anciano.
—Si así fuera —afirmó el campesino—, tendría que espantar a este joven como se espanta a las moscas. ¡Tráenos de beber, Maria Franzisca!
La muchacha, algo molesta, se deshizo de los brazos del anciano, y Predu dijo, al tiempo que se colocaba la gorra y sonreía:
—¡Bien! No se puede cantar, ni comer, ni hacer ninguna otra cosa… Aun así, ¿se puede beber?
—Todo se puede hacer porque Dios es grande —murmuró el ciego, sentado al lado del novio—. Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.
Y bebieron, y ¡cómo bebieron! Solo Predu humedecía apenas los labios en el borde del vaso. Fuera repicaban las campanas; gritos y canciones vagaban con el viento. Hacia las once todos se levantaron para asistir a la misa del gallo; solo quedó en la casa la ancianísima yaya, que en su juventud había oído decir que en la noche de Navidad los muertos vuelven para visitar la casa de sus parientes. Por esta razón practicaba un antiguo rito: preparaba un plato de comida y una jarra de vino para los difuntos. También aquella noche, apenas se quedó sola, se levantó, cogió el vino y la comida y los dispuso en una escalera que subía del patio a los aposentos superiores de la casa. Un vecino menesteroso, al tanto de las creencias de la anciana, saltó el muro y vació el plato y la jarra.
Apenas regresaron de la misa, jóvenes y ancianos se pusieron a cenar con alborozo. Extendieron por el suelo largos sacos de lana y los cubrieron con manteles de lino hilados en casa; en grandes recipientes de greda amarilla y roja humeaban los macarrones cocinados por las mujeres, y en los tajos de madera Predu cortó con destreza el lechón asado en su justo punto.
Todos comían sentados en el suelo sobre esteras y sacos; una llama refulgente crepitaba en el hogar, expandiendo resplandores rojizos sobre las figuras de los invitados; parecía un cuadro homérico. Y ¡se bebía en abundancia!
Luego de cenar, las mujeres, por rigurosa voluntad del amo, hubieron de retirarse; los hombres, sentados o tumbados en torno al hogar, comenzaron a cantar. Estaban todos rojos hasta las orejas, con los ojos lánguidos, y sin embargo brillantes. El viejo campesino comenzó la pugna.

Duncas, gheneru meu, ello ite naras,
Chi a sett’unzas de terra puzzinosa…

—Entonces —cantaba el viejo—, qué opinas, yerno mío: ¿es mejor quedar reducido a siete onzas de polvo maloliente que encontrar intacto nuestro cuerpo el día del juicio final?, etc., etc.
Predu se ajustó la gorra y respondió:
—El tema es tétrico —cantó—, pensemos en otra cosa: cantemos al amor, al placer, a las hermosas Venus… en fin, a cosas alegres y agradables.
Todos, excepto el campesino, aplaudieron la estrofa pagana; el viejo poeta se enojó y contestó, en verso, que su adversario evitaba responder porque era incapaz de tratar tan excelso asunto.
A continuación, Predu volvió a encasquetarse la gorra y respondió, siempre con versos en sardo:
—Y bien, ya que así lo queréis, os respondo; el tema no me agrada porque es triste, no quiero pensar en la muerte precisamente esta noche de vida y de alegría, pero, ya que lo deseáis, os digo: en absoluto me preocupa si nuestro cuerpo queda intacto o se convierte en polvo. ¿Qué somos, una vez muertos? Nada. Lo importante es conservar el cuerpo sano y vigoroso mientras vivamos para trabajar y gozar… ¡nada más!
El campesino contestó. Predu continuaba insistiendo en los placeres y las alegrías de la vida: los dos viejos hermanos aplaudían; incluso el ciego daba señales de aprobación. El campesino fingía enfadarse, aunque en el fondo le complacía que su yerno se revelara como un buen poeta. ¡Ah… continuaría la fama tradicional de la familia!
Pero, al tiempo que trataba de demostrar la futilidad de los placeres carnales, el tío Diddinu bebía e incitaba a beber. Hacia las tres de la madrugada todos estaban ebrios; solo el ciego, gran bebedor, y Predu, que apenas había bebido, conservaban la lucidez.
Pero Predu se había embriagado con su canto, y a medida que el tiempo transcurría temblaba de gozo recordando una promesa de Maria Franzisca. Poco a poco se fue apagando la voz de los cantores: el anciano comenzó a balbucir; el joven fingió caerse de sueño. Todos terminaron amodorrados; solo el ciego seguía sentado, royendo el tosco puño de su bastón.
De repente, el gallo cantó en el corral.
Predu abrió los ojos y miró al ciego.
«Él no me ve», pensó, levantándose con cautela; y salió al corral.
Maria Franzisca, que bajaba la escalera en silencio, se arrojó en sus brazos.
El ciego se percató de que alguien había salido y pensó que sería Predu; sin embargo, no se movió; antes, murmuró:
—Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.
Fuera, la luna corría tras las nubes diáfanas y el viento de Levante esparcía el olor a mar y la tibieza del desierto en la noche plateada.

1 comentario:

  1. Gracias por todo. En ustedes la solidaridad cultural no está en extinción nunca. Un abrazo.

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