En la costa
septentrional de Borneo, entre Indragiri y las marismas del Simpang Batu, se
extiende un territorio misterioso y poco accesible: el Mangle. Este extraviado
paraíso constituye, aún hoy, una reserva de especies casi desconocidas.
Allí, al
Mangle, llegó el 18 de febrero de 1982, el grupo científico formado por Davey
Bo, profesor de Ciencias Naturales de la Universidad de Berkeley, su esposa
Laura y el fotógrafo especializado Carlo Saldi. Los científicos iban en busca
de información sobre una de las criaturas más indescifrables del planeta: el
oso rabicorto comedor de nabos.
—Es muy poco
lo que se sabe, a nivel científico —afirmaba el profesor Bo a la revista
"Horses" en marzo del 80—, sobre el oso rabicorto comedor de nabos.
Las costumbres francamente recoletas de este plantígrado del orden de los tragúlidos,
lo han convertido en un caso digno de investigación y un verdadero desafío para
todo aquel que intente acrecentar el conocimiento sobre su conducta. El
desconocimiento de cualquier hábito en el mundo animal representa un agujero en
el saber humano comparable al tan temido agujero de ozono. Máxime cuando dicho desconocimiento
involucra a una criatura de la complejidad del oso rabicorto comedor de nabos,
cuyas disciplinas primarias dejarían mucho para aprender. La humanidad se ha
manejado hasta hoy en esa ignorancia y resulta inquietante saber que,
decisiones del alcance y la importancia como las tomadas en el Acuerdo de
Yalta, en 1945, se hayan adoptado sin la más mínima información previa sobre
dicho oso.
La primera
determinación del grupo científico, al tocar las abigarradas vegetaciones de
los pantanos del Mangle, fue la de aposentarse en el lugar con tiendas y
equipos, sin por ello alterar el ritmo y la vida cotidiana de las especies
naturales. El grupo sería un testigo privilegiado del eterno ciclo del nacimiento,
la procreación y la muerte de cangrejos, gargantúas monásticas, lochas y monos
proboscídeos, sin interferir en ellos,ni modificarlos.
—Mi tarea
resultaba, a la postre, la más delicada —recordaría, años después, el fotógrafo
Carlo Saldi—ya que para tomar mis fotos debía procurar el mayor acercamiento
posible a los animales, sin asustarlos o alejarlos de sus hábitat. Mi
especialidad es la micro fotografía, que me ha permitido descubrir, por
ejemplo, que las piezas dentarias de los camarones de río, pequeñísimos
organismos que no superan los dos milímetros de longitud al llegar a la edad
adulta, suelen presentar caries producidas por el consumo irreflexivo de
arenillas.
El respeto
por la vida natural es proverbial en un fotógrafo. Saldi lo aprendió por
experiencia propia en el año 1976 cuando una noche en Ceilán, procuró
fotografiar el oculto y cuasi sagrado acto del acoplamiento de una pareja de
elefantes. El fogonazo del flash provocó el pánico de la manada y la estampida
de los enormes paquidermos ocasionó lo que luego daría en llamarse "La
tragedia de Haidarabad", al ser arrasada la aldea del
mismo nombre con una secuela de 2.476 muertos.
—No obstante
—aclaraba Laura en un reportaje concedido al periódico ecologista español
"El verde verde limón" — nadie puede dudar de que Carlo Saldi es uno
de los mejores fotógrafos del mundo en la difícil especialidad de plasmar fotos
de criaturas salvajes. Dos de sus trabajos fueron tapa de "Life", en
sus notas sobre el peligro que corrían las ballenas ante las drogas o bien la
que alertaba sobre la extinción del mono carayá aullador. Una tercera mostraba
a Brigitte Bardot vestida de tigresa para su película "El boulevard del
ron". Fue a raíz de aquella toma que la Bardot comenzó a interesarse por
la suerte de las especies amenazadas.
No fueron
pocas las sorpresas que esperaban al grupo de científicos en el Mangle. La
primera, el contacto con Waingapu, un aborigen de la tribu de los dayak, dueños
y señores del pantano desde tiempos inmemoriales.
—Conocimos a
Waingapu el 17 de marzo de 1982 —recuerda Laura—. No se me borrará jamás esa
fecha porque él mismo me la confirmó, ya que mi
calendario había sido inutilizado por una grulla rosa que le picoteó los
feriados. Waingapu llevaba el control de los días contando las arrugas de las
patas de las tortugas en lo que va del empeine hasta la rodilla. Es un sistema
usado por los dayak desde tiempos inmemoriales y ha reemplazado al de contar
las anillas en los troncos de los árboles. Lo asombroso es que Waingapu, me
dijo con exactitud en qué día estábamos, luego agregó el mes, el año y, por último,
la hora. Mi asombro creció cuando, por el mismo método de la tortuga, me informó
sobre cuál era la hora, en aquel preciso momento, en París, Roma y Tokio.
Tras un mes
de permanecer en el Mangle, paulatinamente, Davey, Laura y Saldi comenzaron a
ser vistos por los animales del lugar, como elementos naturales, tras un lógico
período de recelo y temor.
—Comenzaron
a incursionar, cada vez con más audacia, en nuestro campamento —cuenta Davey—.
Los cangrejos, que al principio se apartaban de nosotros con expresión hosca,
comenzaron a llegar por miles durante las mañanas, debiendo nosotros trepar a
los árboles o a las mesas para evitar pisarlos. También empezaron a animarse
los cau-cau, pájaros zambullidores que se abatían sobre nuestra improvisada bañera,
hecha con medio tonel de gasolina. Pero los que más confianza tomaron fueron
los sapos.
Los sapos
son una especie propia del Mangle. Estos batracios anuros de verdosa coloración
son similares en aspecto y costumbres a otra especie que pulula entre los
esteros y bañados del sur de Borneo: la rana. Emiten, por las noches, un sonido
gorgoteante y lastimero que alcanza un crescendo dramático y que Waingapu
identificaba como "croar". Suelen inflar la piel del pescuezo hasta
hacerla translúcida y su alimento predilecto son los insectos, de ser posible,
gordos.
—Nos
resultaba un tanto difícil respetar completamente los hábitos animales sin
espantarlos ni ofenderlos —reconoció la profesora Laura a la revista "The
Frog", en marzo del 87—, más que nada por la actitud de mi marido, Davey.
Su temperamento algo infantil lo llevaba a molestar a las pequeñas criaturas
silvestres. Les tiraba piedras a los cangrejos, o bien intentaba embadurnar con
mostaza el pelaje de los turones, unos mustelidos más que curiosos. No se le
podía reprochar demasiado esa conducta a Terry ya que algunos días se nos hacían
muy largos en el Mangle, especialmente si Carlo, camuflado de planta acuática,
realizaba sus larguísimas sesiones de fotografía.
Esa actitud
del profesor Bo hacia las sabandijas no era desconocida ya que, en 1965, había
recibido un apercibimiento de la Asociación Greenpeace cuando se supo que había
estado asustando a los búfalos de la sabana de Botswana con un claxon de camión.
La denuncia la habían elevado alarmados habitantes de una villa de Corfú, en
Grecia, muchos kilómetros al norte, al comprobar que los búfalos habían abandonado
sus regiones natales para radicarse en sus tabernas. Tal vez ese antecedente
motivó a la National Geographic a rechazar el pedido de apoyo económico que
hiciera Bo al emprender el seguimiento del oso rabicorto comedor de nabos. El
escueto telegrama recibido por el científico de parte de la humanitaria
organización en respuesta a su requerimiento, decía en forma concisa: "Por
el amor de Dios, deje en paz a esos pobres animales".
Tampoco sería
esa la única sorpresa para el animoso grupo. Tal vez la más impactante nueva la
recibirían de boca de Waingapu a poco de llegar a las misteriosas espesuras del
Mangle.
—Waingapu
nos dijo —rememora hoy una perturbada Laura—que allí, en el Mangle, no había,
ni había habido, ni habría jamás, osos rabicortos comedores de nabos. Lo
rotundo de esta negativa, agravada por lo arriesgado de abrir juicio sobre un
futuro, enojó a Davey. Mi marido sostuvo que el oso rabicorto comedor de nabos
es un animal de hábitos nocturnos, tan tímido como el oso panda, que por esa
razón ambos no se conocen entre sí y, que aquellas características lo habían
ocultado a los ojos de los dayak durante siglos.
Los dayak
son descendientes de los papúes, tribus pescadoras con una gran sensibilidad
artística y espiritual. Las palabras del profesor Bo hirieron a Waingapu, quien
amenazó con marcharse del Mangle para siempre, con su gente, no sin antes
insistir en que de haber existido aquellos osos, existirían los nabos, legumbre
también desconocida en la más que generosa oferta alimenticia de la zona.
—Empeoró la
situación el hecho de que Davey les dijo que unos indígenas sin educación y cultura
eran los menos indicados para hablar sobre ecología —narra Saldi.
El grupo
inició la búsqueda del oso rabicorto comedor de nabos pese a la desalentadora
advertencia de Waingapu. Durante dos meses, todas las noches, sin faltar
ninguna, Saldi y Laura filmaron con material infrarrojo los movimientos que se
suscitaban en los claros de la jungla o en las orillas de los pantanos.
—No
obtuvimos mucho material. Sólo una noche nos pareció haber visto al oso
rabicorto comedor de nabos —se emocionaba Laura frente a las cámaras de
televisión del programa "Marsupiales del mundo libre", en abril último—
pero luego comprendimos que lo habíamos confundido con un caimán. En cambio
descubrimos y nos adentramos en la apasionante actividad de la locha, un pez
anfibio de voracidad sorprendente. Davey, en la mayoría de los casos, permanecía
en el campamento procurando extraer algún dato sobre el oso rabicorto comedor
de nabos de los poco locuaces nativos. Sostenía que los dayak sabían algo sobre
el animal y lo callaban con fines poco claros. Había llegado al intento de soborno
y la amenaza sin resultados mayores. Por otra parte, su presencia durante las
sesiones de filmación era perturbadora para las criaturas del Mangle, ya que
persistía en arrojarles pedradas a las lochas o prenderles broches plásticos en
el pelaje a los monos proboscídeos.
—Comencé a
sentir real afecto por alguno de los animales y Carlo también —revela Laura en
su libro Real afecto—. Especialmente por uno de los sapos que llegaban al
campamento. Era del tipo escuerzo, algo más alto y vigoroso que los demás, lo
que me hacía posible reconocerlo entre los millares que acudían al vivac cuando
caía el sol y la luz de nuestros candiles atraía a infinidad de insectos. En
tanto los restantes sapos deambulaban por debajo de las mesas o se metían entre
nuestras sabanas, Vittorio, como había bautizado a mi amigo, procuraba alcanzar
nuestra comida o zambullirse en las ollas con salsa. Tenía un croar muy dulce y
afiatado y yo estaba segura de que cantaba sólo para mí.
—Yo estoy
convencido de que estaba perdidamente enamorado de Laura —sonríe tristemente
Carlo al recordar—. Esperaba a que sus pares terminasen de cantar para iniciar él
su concierto. Lo hacía con un sonido bajo, de tenor, que me recordaba las notas
que solía alcanzar Harry Belton en su mejor momento. Al mismo tiempo, inflaba
desmesuradamente su garganta, que se hacía traslúcida a la luz del candil.
Nadie puede asegurarlo, pero yo apuesto a que estaba perdidamente enamorado de
Laura.
La víbora
"Cara de Perro" es una visitante indeseable del Mangle. Con su andar
sigiloso y su paciencia, es enemiga declarada de los pichones de pato, pequeños
roedores y, muy especialmente, de los batracios. A su voracidad no escapa ni si
quiera la carnívora locha, pese a su movilidad y su instinto alerta.
—Lo que
ocurrió aquel día fue tremendo —relata Laura—. Vittorio me estaba concediendo
su número especial de canto. Nosotros, Carlo, Davey y yo, nos hallábamos
encaramados en una rama de alcornoque, como siempre lo hacíamos cuando los
cangrejos y sapos invadían nuestra tienda. De repente, apreciamos cómo los
cangrejos y demás sapos, como obedeciendo a una orden, comenzaban a retirarse
presurosos.
Entonces
vimos aparecer, por entre unas bayas, la serpiente Cara de Perro. Vittorio, abstraído
en lo fervoroso de su ofrenda, era el único que no la había visto. Procuré
gritar, advertirle, pedí a Davey que espantase la serpiente con un palo, o que
disparase su rifle sobre ella, pero fue en vano.
Davey me
dijo que nuestro deber era no perturbar el libre devenir de la naturaleza, que
no podíamos interrumpir la cadena ecológica. Parecía haber olvidado las veces
en que él caía en la tentación de tirarles piedras a los gabones o darles de
comer colillas encendidas a los murciélagos.
Vi, con horror,
sin poder despegar los ojos de la espantosa escena, cómo la víbora Cara de
Perro se arrojaba sobre Vittorio y comenzaba a deglutirlo. Lo tomó por detrás
y, por largos minutos, las patas delanteras y la cabeza de mi amigo
permanecieron fuera de las fauces de la víbora.
Me asombra aún
la inexpresividad en el rostro de algunos animales en el trance de la muerte. A
Vittorio se lo estaban comiendo en vida y su cara reflejaba la misma expresión
de estar pensando en otra cosa que suelen tener algunos luchadores de lucha
libre cuando, boca abajo, atrapados por un abrazo irremediable, están a punto
de perder la eliminatoria de los Juegos Olímpicos.
—Sin embargo
—la secunda Saldi en el recuerdo— los ojos de ese sapo revelaban un adiós
definitivo. Y ni siquiera cuando la víbora Cara de Perro apuró el bocado final,
dejó de croar, en un canto desesperado, en una serenata póstuma para Laura, su
amor imposible.
El mono
proboscídeo es un curioso mamífero de graciosa apariencia. De largos brazos,
abultado vientre y cabeza pequeña, es fácilmente reconocible por su nariz larga
y protuberante, de color rojo. Sin ser la natación su misión principal sobre la
tierra, ha debido habituarse a dicha práctica obligado por el entorno en que le
ha tocado vivir. Es hábil nadador, pese a que su estilo luzca torpe y pasado de
moda. Atento observador de los movimientos del grupo de científicos durante los
primeros días, sus pasivas apariciones se fueron haciendo más y más esporádicas
con el correr del tiempo.
—Un par de
esos monos, dos machos jóvenes, se habían hecho amigos nuestros —confiaba Carlo
Saldi a la revista "Le diafragme", en su edición del 8/7/87—. Se
alimentaban de hojas de árbol. Davey comenzó a darles pedazos de trapo de una
camisa verde que se le había roto, impregnados con pimienta o chile. Nos decía
que era para estudiar el comportamiento de aquellos simios en situaciones límite
o ante casos que les eran poco familiares. Pero Laura y yo teníamos la impresión
de que él lo hacía por simple diversión, ya que se revolcaba por el piso de la
risa, cuando los monos escapaban echando fuego por la boca.
Una tarde,
Waingapu llegó al campamento lívido de furia. Los dayak son indígenas
habitualmente inexpresivos, que suelen enmascarar sus emociones y sentimientos
más profundos bajo una apariencia tranquila y relajada. Mantienen esa
estructura de sus facciones ya sea ante la muerte de un ser querido, el
despertar del sexo, o bien al ser picados por una araña Necrosis. Pero, esa
tarde, podía leerse la ira en Waingapu ya que le rechinaban los dientes de
jabalí que adornaban sus múltiples collares. Con ademanes enérgicos reprochó a
Davey el alejamiento de los proboscídeos, criaturas vitales en la alimentación
de la tribu dayak, ya que son quienes les sirven las bandejas con frutas del
Mangle. Le recordó, asimismo, que su tribu estaba por emprender el éxodo,
herida por las palabras agresivas que Davey había derramado sobre ella.
—Recuerdo
que nosotros, con Laura —apuntó Saldi al periódico "Causa Abierta" de
Boston, en marzo del año pasado— estábamos trepados al alcornoque, escapando a
la curiosidad de las lochas, que invadían nuestra letrina al subir la marea.
Desde allí presenciamos la escena. Davey se sintió muy molesto por las palabras
de Waingapu. Le dijo que nosotros no nos íbamos a marchar del Mangle hasta dar
con el oso rabicorto comedor de nabos vivo o muerto. Que no le importaba un rábano
la suerte de los monos proboscídeos. Que denunciaría a los dayak por
encubridores. Waingapu le replicó que lo denunciaría a la "National
Geographic" y que el éxodo de los dayak hacia las remotas hilanderías de Escocia
se sumaría, en los ya oscuros antecedentes de Davey, a la conocida migración de
los búfalos de Botswana, en 1965. Aquello fue demasiado para Davey. Tomó un
cangrejo que caminaba en ese momento por la mesa y golpeó con él a Waingapu en
la cabeza. Waingapu se tambaleó pero logró reponerse. Vimos cómo se armaba de
un palo y golpeaba repetidas veces a Davey en la cintura, hasta que Davey cayó
al suelo, dando voces. Waingapu, entonces, salió corriendo hacia su aldea. Sabíamos
que volvería a terminar su faena, pues nunca cortaban una palma sin quitarle
luego los cocos. Recuerdo que yo intenté bajar para socorrer a Davey pero Laura
me lo impidió.
La foto que
ilustraba el artículo de la publicación bostoniana muestra a una Laura
acongojada, tomando de la mano al fotógrafo Saldi en momentos de hacerse cargo
del párrafo final:
—Al rato
vimos que Waingapu regresaba con un machete de casi un metro de largo. En el
suelo, Davey se quejaba del dolor en la cintura y clamaba por nosotros. Cuando
advirtió la cercana presencia de Waingapu, gritó más fuerte por ayuda. Carlo
intentó bajar de nuevo del alcornoque, pero lo contuve recordándole que aquello
no estaba permitido, que no debíamos interferir en el ancestral circuito de la
naturaleza.
Waingapu se
acercó a Davey y lo ultimó de una docena de machetazos.
La
misteriosa conducta del oso rabicorto comedor de nabos continúa, hoy en día,
sumida en el misterio. Su ciclo vital, su capacidad reproductiva, la conformación
de su familia, todo, sigue siendo un capítulo vacante en el libro de la
historia animal. El Mangle, con su inmenso, fértil y prácticamente virgen
territorio, protege su leyenda, como un santuario.
© FONTANARROSA ROBERTO, EL MAYOR DE MIS DEFECTOS Y OTROS CUENTOS
1990 by Ediciones de la Flor S.R.L.
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