sábado, 10 de noviembre de 2012

EL PACIENTE DE FARADAY de Pablo DE SANTIS


Cumplida mi residencia recibí un nombramiento en un hospital militar. Luego vino la guerra, que terminó tan bruscamente como había empezado. Una mañana mi jefe, el doctor Durán, me dijo que en el consultorio me esperaba un ex combatiente. Un soldado clase 62, que se negaba a hablar, a comer, y casi a respirar. Había perdido dos dedos del pie por congelamiento. Le respondí a Durán que no tenía experiencia en esa clase de pacientes.

 -Nadie tiene experiencia, doctora -me respondió.

Así me especialicé en traumas de guerra. Los escuchaba en silencio y luego les hablaba con una voz que no era del todo mía: mi susurro tenía una capacidad hipnótica, que parecía calmarlos. Acostumbrados a las voces militares, los desconcertaba la voz de una mujer.

Al principio me dejaba guiar sólo por mi intuición y por la bibliografía general, pero pronto conocí las teorías del doctor Faraday, a quien mi jefe, Durán, veneraba. Se lo tenía por el mejor en la materia. Al leerlo se tenía la impresión de que la verdad consistía en la ausencia de compasión. Era la máxima autoridad mundial en algo que llamaba "síndrome de Etgart"; y no me extrañó que lo fuera, ya que nadie más parecía saber de qué se trataba. Faraday vivía en los Estados Unidos desde 1970.

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