Cumplida mi residencia recibí un
nombramiento en un hospital militar. Luego vino la guerra, que terminó tan
bruscamente como había empezado. Una mañana mi jefe, el doctor Durán, me dijo
que en el consultorio me esperaba un ex combatiente. Un soldado clase 62, que
se negaba a hablar, a comer, y casi a respirar. Había perdido dos dedos del pie
por congelamiento. Le respondí a Durán que no tenía experiencia en esa clase de
pacientes.
Así me especialicé en traumas de
guerra. Los escuchaba en silencio y luego les hablaba con una voz que no era
del todo mía: mi susurro tenía una capacidad hipnótica, que parecía calmarlos.
Acostumbrados a las voces militares, los desconcertaba la voz de una mujer.
Al principio me dejaba guiar sólo por
mi intuición y por la bibliografía general, pero pronto conocí las teorías del
doctor Faraday, a quien mi jefe, Durán, veneraba. Se lo tenía por el mejor en
la materia. Al leerlo se tenía la impresión de que la verdad consistía en la
ausencia de compasión. Era la máxima autoridad mundial en algo que llamaba
"síndrome de Etgart"; y no me extrañó que lo fuera, ya que nadie más
parecía saber de qué se trataba. Faraday vivía en los Estados Unidos desde 1970.
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