martes, 6 de marzo de 2018

TÍMIDO de Pablo LABORDE



“El camino a superar la timidez
es llegar a estar tan envuelto en algo
que uno se olvida de tener miedo”.
Lady Bird Johnson.


—Yo no ando saliendo a robar a nadie, eh —grazna el muchacho—. Yo me subo a un colectivo a poner en la mesa un plato de comida a mis hijos.
Un cartón con hilos y agujas hace equilibrio sobre la rodilla de Carlos, que ocupa el asiento anterior a la puerta trasera del colectivo. Agarra el blíster antes de que caiga al piso y se lo devuelve casi de inmediato al vendedor, que va manoteando los cartones de agujas con brusquedad, haciéndose lugar entre sirvientas, albañiles, punguistas, maestras y lisiados: maquinaria humana, engranaje de carne oxidado por la húmeda y gris mañana de otoño conurbano. Más húmeda y gris por ser lunes.
Suben unos pibes de secundaria con una botella cortada de gaseosa, que no contiene gaseosa sino un extraño líquido amarillo. A juzgar por la exaltación que muestran, una bebida alcohólica. Visten los típicos guardapolvos desharrapados de los que están a punto de egresar. Pagan de mala gana y desordenadamente lo que parece ser un boleto escolar. Y no todos son varones: se distingue una chica, que avanza por el pasillo separándose de la manada. El compañero que tiene la botella le grita con voz ronca:
—¡Eh, Yami! —le ofrece la botella con gesto tosco, derramando líquido en el piso.
Ella hace que no con la cabeza y sigue camino al fondo del colectivo.
Y otro de los compañeros:
—¡Qué ortibás el escabio! ¡Si la chechona te la tomás toda!
Espantado por semejante ofensa, Carlos agacha la cabeza como si quisiera enterrarla; algo le dice que algún pasajero debe salir a defender a la chica. Los compañeros festejan la grosería y nadie en el colectivo se conmueve. Ni siquiera ella, que toma el asunto como si nada. Hasta sonríe y murmura algo.
Carlos se atreve a levantar la vista y se topa con los ojos grandes de la acusada. Tiene los cachetes opacos, el pelo blanqueado, el guardapolvo escrito. Le sostiene a él la mirada con audaz desparpajo; y Carlos, vencido por el coraje de ella, disimula desempañando la ventanilla con el puño de la campera.
Al llegar a Constitución, el colectivo se bambolea evacuando a buena parte del pasaje, como un culo gigante que se alivia de un gran bolo. Cierto tufo escapa también por las tres puertas abiertas, y el aire, muy de a poco, vuelve a ser respirable. El asiento pegado al de Carlos queda vacío, y lo ocupa la colegiala. Los que venían con ella se desparraman por el colectivo, sobre todo en el asiento trasero. Entonan con voz ahuecada consignas de cancha, cambiándole la letra a la canción que aturde por el altavoz del celular de uno de ellos.
Carlos quiere mirarla, pero no se atreve. Esa contradicción le contractura los músculos del cuello y los ojos. Aunque, con visión periférica, percibe algunos detalles. Como por ejemplo los considerables pechos.
Qué tetas, piensa, y se avergüenza de sólo pensarlo. Si la chica lo llegara a rozar con el brazo, se muere. Y, si lo llega a rozar con el muslo…
Sus pensamientos son interrumpidos:
—No abrís un poquito —dice ella señalando con la cabeza la ventanilla.
Carlos abre de inmediato, y también de inmediato se arrepiente de ser tan aparatosamente solícito.
Es que la joven no le resulta indiferente. Se siente incluso avergonzado por no haber podido sostenerle la mirada hace unos minutos.
—Gracias —dice ella, quien definitivamente no se parece en nada a los demás inadaptados.
Y él se mantiene estoico soportando la repentina llovizna en la cara. Pero a ella no la mira. Tampoco le responde. Simplemente, no puede. Y ella, acaso sorprendida por el silencio de él, lo examina de soslayo. Carlos sabe que ella lo espía y, petrificado, no aparta la cara de la ventana. El pelo humedecido se le pega a la frente. La chica vuelve a lo suyo y se empieza a acicalar las uñas.
El tránsito se congestiona y al colectivo le cuesta avanzar: algo interfiere el paso. Algunos pasajeros ansiosos se levantan para entender mejor qué los detiene.
—Un piquete —dice una joven.
—Para variar —dice un hombre.
—Son un cáncer —dice una mujer.
Todos en el colectivo se indignan por el grupo de encapuchados armados con palos que se ha adueñado de la avenida. El bloqueo de los manifestantes se vaticina eterno y peligroso.
Carlos se inquieta. Junta fuerzas para pedirle a la chica que lo deje pasar: las aglomeraciones lo asfixian, y más si no puede alejarse por sus medios cuando lo necesita.
Ella mira en todas direcciones. Resopla.
—Puta —murmura.
Y a él lo avergüenza asumir que ella le habla. Entonces sigue mirando por la ventanilla sin darse por aludido. Quiere bajarse, piensa que podría caminar las veinte cuadras que le quedan hasta la biblioteca. Pero no hay caso, no se atreve a pedirle permiso. Maldición. Sólo tiene que decir la palabra “permiso”, y pararse un poquito en un ademán de querer pasar. Pero… ¿y si ella se niega? Si le dijera, por ejemplo: “¿Qué hacés si no te dejo pasar?”. Él no podría soportarlo. Lo soportaría con una persona cualquiera, pero ella ya no es cualquiera para él: Carlos erige, en lo más profundo de su intimidad, remotas conjeturas vinculantes con la mujer que tiene a su lado. Sí, se ve con esa perfecta desconocida caminando de la mano por un campo florido en primavera. Se imagina besándola delicadamente en la comisura de los labios. Leyéndole sus poemas. Porque eso sí: él escribe, se expresa por escrito.
La chica se da vuelta y busca respuesta en sus compañeros. Ellos se golpean unos a otros, procuran tocarse el culo entre sí mientras vociferan obscenidades de connotación sexual. En su mayoría, de tenor sodomita. Resignada, ella vuelve la vista al frente.
—Qué tarados —dice.
Carlos la oye, pero no reacciona. Si no le resultara tan bella, quizá se atrevería a responder alguna cosa. Le viene a la cabeza un párrafo de la novela “Las partículas elementales” de Michel Houellebecq que le ha quedado grabado en la memoria: "¿Qué había cambiado en realidad desde su propia adolescencia? Tenía los mismos deseos, y era consciente de que lo más probable era que no pudiera satisfacerlos. En un mundo que sólo respeta a la juventud, los seres son devorados poco a poco.".
Carlos prefiere disimular la vergüenza fingiendo interesarse en el paisaje apocalíptico que se ve por la ventanilla, cuando el sonoro escape de aire del freno de mano del colectivo precede a la apertura de las puertas.
—¡Llega hasta acá! —anuncia el chófer.
Los pasajeros se le van al humo, lo increpan, le preguntan por qué no sigue. El conductor hace gestos elocuentes señalando la concentración que se ve adelante. Increpando indignada, la gente baja del colectivo. Los compañeros de la chica se empujan como bárbaros por la puerta trasera. Al bajar, el último le palmea a ella la nuca.
—¡Eh, guacha, dale!
—¡Pedazo de pancho, la concha de tu mad…! —grita ella mientras trata de cazar la mano del descarado.
—¡Hasta acá! —repite el colectivero, mirando por el retrovisor.
Carlos no puede más, necesita salir de ahí. Se incorpora, y suplica que la chica se aparte y lo deje pasar. Ella, más por propia voluntad que por satisfacer la necesidad de él, se levanta del asiento y va y viene por el pasillo. Mira hacia afuera y se golpea las caderas. Carlos aprovecha para salir del asiento doble.
—Qué vas a agarrar —le pregunta ella al chófer.
—Agarro San Juan hasta el bajo —dice el conductor—. Pero igual ya está fuera de servicio.
—Y por qué está fuera de servicio —dice ella de mal modo.
Atento al diálogo, Carlos se demora bajando por el estribo. Pero el diálogo no prospera, y ella baja detrás de él.
Desde la calle, puede verse al colectivero cerrar las puertas y prender un cigarrillo. Como dos huérfanos, Carlos y la chica quedan parados uno al lado del otro.
La zona parece una típica locación de cine catástrofe. Se oyen bombos y bombas de estruendo. Una horda de manifestantes se los lleva por delante. La Policía ni siquiera intenta contener el caos. Hay corridas, detonaciones, y se alzan columnas de humo en distintos puntos: neumáticos ardiendo, bengalas, contenedores de basura incendiados; aunque la mayoría de los fogones proviene de puestos de choripán.
Los compañeros de la chica juegan a que son manifestantes, se mimetizan batiendo los brazos y desafinando cánticos futboleros que nada tienen que ver con la consigna de la movilización. O sí. Se pierden entre el humo y las banderas, y Carlos y la chica observan en silencio el panorama. La llovizna ha cesado y un sol tímido se cuela entre las nubes.
Carlos normalmente abandonaría de inmediato ese lugar, pero ahora no quiere irse. O, mejor dicho, no quiere dejar de estar junto a Ella. En la última media hora, aprendió a disfrutar ese sutil olor a lavandina, ese léxico crudo…, su presencia. La vida sin ella se le antoja vacía, inútil. Sí: él podrá estar loco por darle tal relevancia a una desconocida, pero eso no cambia nada.
A pesar del barullo infernal, un silencio abstracto y delator los desnuda. Carlos cree que es hora de demostrar y demostrarse que no es un cobarde, y haciendo crujir su anquilosada mandíbula sonríe antes de intentar una palabra.
Pero parece que la sonrisa sale rara, porque ella se lo queda mirando:
—Vos sos retímido, ¿no?
Ser tímido es una cosa; ahora, que ella lo advierta tan fácilmente…
Carlos se encoje como un chico lastimado. Clava la vista en el pavimento, su viejo amigo. Su refugio. Ella tuerce la cabeza, lo examina, le busca los ojos. Parece darse cuenta de que ha sido demasiado directa.
—A ver… —dice—. No me des bola, eh. Yo siempre digo giladas.
Él se endereza un poco, pero sigue con los ojos bajos. Segundos después, impulsados por un acuerdo implícito, dan unos pasos juntos en dirección improvisada. Caminan en silencio mientras la devastación se desarrolla ajena alrededor.
—¿Cruzamos de acá? —dice ella.
Cruzan el bulevar central hacia la colectora, esquivando manifestantes que juegan a la pelota con un pedazo de neumático de micro. Ella llega antes y lo apura desde la vereda:
—¡Dale!
Carlos camina rígido y desgarbado, algo tan simple como cruzar la calle le supone un esfuerzo de coordinación. Ella lo espera en la vereda, mirándolo como quien mira a un hermanito hacer tiernas payasadas. Él sube al cordón, y quedan los dos a resguardo de un tránsito no menos violento por atascado.
—Vení —dice ella.
Se acercan a una de las pocas vidrieras que no tiene la persiana baja. En esa vidriera se exhiben celulares.
—Nah… —dice la chica señalando un smartphone—, ese está repiola.
Carlos observa, cauteloso, un metro detrás.
—Y yo con esta poronga —sigue ella, batiendo un viejo y destartalado celular de tapita.
Carlos tiene un as en la manga y lo va a tirar sobre la mesa: mete la mano en el bolsillo de la campera, y de un estuche de felpa saca el mismo modelo de celular.
—Ah, no podés ser tan pancho —dice ella, y le manotea el teléfono.
Lo analiza, lo compara con el suyo. Sopesa los dos aparatos.
—¡La misma poronga! —dice.
Carlos estira la mano para recuperar su celular. Ella le hace graciosos amagues como un calesitero a un niño que quiere sacar la sortija. Por fin se lo devuelve, y Carlos, presuroso y avergonzado, vuelve a guardarlo en la funda de felpa.
—Amigo, dejá de cirujear —dice ella sonriente—. Además, esa bolsita…
Y él, como entiende perfectamente el significado de esas palabras, ensaya en su mente diferentes versiones: “Llevás el celular con fundita porque sos un viejo”. “Un flor de viejo pelotudo”. “Un cuarentón virgen que se cree que una pendeja hermosa como yo le va a dar pelota”.
Como resultado de estas elucubraciones, los hombros de Carlos declinan en ángulo agudo como techos a dos aguas. Los párpados acompañan cayendo a media asta.
Ella advierte el derrumbe, y pregunta:
—Qué pasó.
Él niega, la mirada otra vez en el cemento. Le da vueltas a aquella cita de Anatole France: “La timidez es un gran pecado contra el amor”. Él del amor no sabe nada, pero sí de la timidez. Y sabe que la timidez es una enfermedad. Una enfermedad de mierda. Potencialmente mortal.
Ella lo mira.
—Escuchame —dice—: ¿Te van unas facturas?
Carlos levanta la vista.
—Nos sentamos más allá —ella señala los bancos de plaza que bordean el bulevar de la 9 de Julio— alejados un poco de estos monos. —Y agrega—: Ahora que salió el solcito.
Él advierte en ella la clara intención de levantarle el ánimo.
—Bueno… —dice, y vuelve a agachar la mirada.
—¡Ah, te recabió, amigo!
A Carlos se le escapa la sonrisa de un niño a quien un adulto lo convence de que su frustración es infundada y pasajera.
—Que se metan en el orto la gilada esa —dice ella cabeceando hacia el smartphone que se ve a través del vidrio.
Retomando la caminata, Carlos junta valor. Dispuesto a trasponer su límite, procura al menos no tartamudear. Y dice con voz apenas audible:
—Vos cómo te llamás.
—Maira —responde ella de inmediato, acaso premiando la osadía de que él haya hablado—. ¿Vos?
—¿Yo?
—No, mi abuela.
—Carlos. Me llamo Carlos.
Carlos examina en su memoria: Maira. ¿Qué nombre es ese? Está acostumbrado a Josefinas, Haydeés, Estheres, Ineses. Jamás oyó de ninguna Maira.
¿Qué más da? Pudo hablarle, que es lo único que importa.
—Maira Yamila —completa ella.
—¿Yamila?
Sigue hablando, no puede creerlo.
—En realidad, todos me dicen Yami —dice Maira—. Pero son unos panchos. Vos decime Maira.
—Maira —repite él como si recitase poesía.
—Corte que me recabe cómo lo decís.
Carlos sonríe, ahora más aplomado. Aunque el corazón le sigue latiendo rápido, y se siente tembloroso.
Caminan unas cuadras, sin decir mucho.
Un vendedor ambulante de medias los intercepta y le insiste a Carlos para que le compre. Él se niega sin la suficiente vehemencia, y el vendedor lo acosa.
—Dale, amigo, con todo respeto. Comprale a la señorita. Te las dejo a cincuenta.
Después de casi media cuadra, Carlos le entrega dinero al muchacho. Maira dice:
—No ves que no quiere comprar.
—Hacé tu trabajo, que yo hago el mío —dice el vendedor en voz baja mientras busca cambio para darle a Carlos.
Carlos traga un nudo amargo. Quisiera poder decir cualquier cosa, pero opta por fingir que nada oye. Concluida la transacción, el vendedor se aleja.
—¡Por qué le compraste! —increpa ella—. ¿No ves que te reesplotó?
Carlos desvía la mirada.
—Eh… Para ayudarlo. Bah, qué sé yo.
—¿Ayudarlo? —Maira niega contrariada—. Son reatrevidos estos...
—Bueno —dice Carlos, y le entrega a Maira el par de medias de imitación.
—¿Qué? —Maira le clava unos ojos desconfiados—. ¿Me regalás?
Carlos dice que sí con la cabeza, y ni la mira: simplemente no puede sostener esa mirada. Maira se lo queda mirando: lo estudia; mientras él sufre, ella quiere llegar a la verdad. Después, como si él hubiera aprobado algún tipo de examen, ella se guarda el regalo en la mochila. Y le dice:
—Teneme, a ver.
Hace que él le tenga la mochila. Se saca el guardapolvo, lo hace un bollo y lo mete adentro sin cuidado. Se sube bien la calza hasta que en el pubis se le forma un tajo carnoso. Carlos no pierde ese detalle. Ella agarra la mochila y se la cuelga de la espalda, las tiras enmarcando por el frente los exuberantes pechos.
—Ahora sí —dice.
Y retoman la caminata.
—Ahí —dice ella, señalando una panadería—. Mirá.
Carlos asiente, y se acercan al negocio. Entran.
—Buenas —saluda Maira—, ¿me sirvo yo?
La obesa empleada le entrega una canasta de plástico con migas en el fondo, y una pinza pegoteada de dulce de leche y crema pastelera. Maira empuja en la canasta bolas de fraile y medialunas de grasa, y Carlos aprovecha para espiarla de atrás. Ella deja la canasta sobre el mostrador de vidrio. La panadera cuenta las facturas y las envuelve.
—Cuarenta y dos pesos —dice.
Carlos se apura a extender un billete de cincuenta: el vuelto del vendedor de medias.
—Allá, en caja —dice la empleada, y señala un extremo del mostrador, donde cuenta plata un vejestorio pintarrajeado con peluca negro azabache de flequillo lacio.
—Eh —dice Maira—, la chocolatada la compro yo.
Carlos asiente. Paga, y salen de la panadería.
—Acá en la avenida que viene debe haber algún chino —dice Maira.
Doblan por una avenida transversal, pero no encuentran supermercados. Siguen caminando. Carlos lleva el paquete de facturas como si contuviera algo digno de celo y honor. Maira lo estudia disimuladamente. La altura de él la obliga a mirar hacia arriba. Y el andar de ella, por momentos errático, hace que se encime a Carlos. De tanto en tanto, las manos de los dos se rozan. Él siente deseos de tomar en su mano huesuda y fría la mano de ella, que adivina cálida. Pero, por supuesto, no lo hace.
Carlos mira el reflejo que los dos proyectan al pasar delante de las puertas de vidrio de un sanatorio. Es la primera vez que se ve junto a una mujer. No cuentan las fotos de fin de año en la biblioteca con alguna que otra compañera de trabajo. Las fotos con su tía Amelia, menos. Por eso, la imagen que acaba de reflejarse en las puertas de esa clínica lo revoluciona. Ese reflejo efímero salda en algo la deuda que la vida tiene con él. Y él vuela a una altura que desconoce, no puede negar el vértigo.
—Ahí, mirá —dice Maira, señalando un súper chino en la vereda de enfrente.
Pero Carlos se arrepiente de haber volado tan alto. Si ya se sabe, tarde o temprano, los aviones caen.
Y ese pensamiento catastrófico no es espontáneo: lo trajo Aurora, que camina hacia ellos.
Aurora es la madre de Marcelo, un viejo compañero de colegio de Carlos. El “amigo” más cercano que tuvo. El único, en realidad. Y si bien él y Marcelo llevan muchos años sin verse, reconoce de inmediato a la madre. Y ella lo reconoce a él.
—Carlitos —dice Aurora, que deberá de andar por los setenta largos—. Qué suerte que viniste, querido.
En un resquicio de la mente de Carlos se cuela un pensamiento metafísico que versa sobre la cuestión de la casualidad y la causalidad. Pese a su criterio cientificista, le cuesta creer que todos los acontecimientos del día sean casuales.
—Hola, Aurora —dice tímidamente, y la saluda con un beso en la mejilla.
Cautelosa, a dos metros, Maira observa.
—Qué lindo verte acá —solloza la mujer—. Con lo que Marcelito te quiere.
Carlos no cree atinado confesar su ignorancia acerca de la situación de Marcelo: nada buena será si la madre llora en la puerta de una clínica.
Maira se mantiene a un lado y en silencio. La señora ni la registra. Acaso por sus manifiestas diferencias —él es blanquito y educado, y Maira…—, quizá la vieja no advierta que Carlos y la piba están juntos.
—Vení, querido —dice la mujer—. Pasá.
Agarra del brazo a Carlos y lo mete adentro del sanatorio.
Desde el interior, él se da vuelta y le hace gestos a Maira. Pero el mismo reflejo que disfrutó hace un minuto para contemplar la imagen de los dos, acaso ahora impida que ella lo vea a él.
—Ustedes ya son muchachones —dice Aurora, mientras esperan el ascensor—. Tienen que cuidarse. Mirá lo que le agarró a Marcelo, pobrecito. —La anciana se suena y habla con el pañuelo en la nariz—. Por no haberse hecho los estudios esos de la próstata, ¿viste?
Carlos mira por encima del hombro y ve a Maira parada en la vereda de la clínica.
—Vos cuidate, eh —sigue Aurora—. Mirá que ustedes ya no son criaturas.
—Ajá —dice Carlos, y quiere salir corriendo.
—Se creía un pibe, y mirá. —Aurora aprieta el botón del cuarto piso—. A cierta edad hay que sosegarse.
—Ajá.
Suben al ascensor.
—Eso trajiste… —pregunta la mujer, y apunta el mentón al paquete engrasado en la mano de Carlos.
—Sí.
Carlos le entrega las facturas.
—¡Ay! Cómo les hace falta una mujer que los encarrile a ustedes —dice Aurora sopesando el paquete—. Facturas… a quién se le ocurre.

***

Carlos aparta la vista de ese despojo en que se ha convertido su amigo Marcelo, y espía por la ventana de la habitación. Llega a ver a Maira parada en la vereda de la clínica mirando hacia adentro, las manos como viseras laterales procurando eludir el reflejo. Con disimulo, le hace gestos para que ella lo registre; pero Maira no mira hacia arriba. Aurora sí lo mira a él con severidad. Carlos siente que le va a explotar el corazón, y no quiere terminar ahí tirado como su amigo, con una enfermera metiéndole una chata por debajo y diciéndole: “A ver, corazón, dámelo ahora”. Y antes de buscar justificaciones o excusas, se atreve a decir cuatro palabras:
—Me tengo que ir.
Y sale disparado de la habitación. Así, sin más. Ante la colérica mirada de Aurora, y la indiferencia de ese perfecto extraño que es hoy Marcelo para él. Corre por el pasillo hasta un ventanal que da a la calle, ahí donde espera Maira. Desesperado, le hace señas, pero ella no lo advierte. Y él pierde la compostura: grita como un loco, empañando el vidrio fijo que impide que cualquier sonido escape al exterior.
—¡Esperame! —grita—. ¡Maira, esperame!
La gente que hace cola para usar los ascensores lo mira con alarma. Carlos se acerca y toca todos los botones. Finalmente, un ascensor abre sus puertas y sale media docena de personas. Carlos va a subir con la otra gente, pero dos macizos paramédicos con una camilla acusan prioridad.
—A ver —dice uno de ellos—. Permiso, señor.
El ascensor se completa con la camilla, los camilleros y tres o cuatro personas que esperaban antes que Carlos. Resignado, él corre en busca de la escalera, y baja lo más rápido que puede, como un caballito de calesita que se va destartalando con velocidad imposible. Llegando al palier de planta baja, patina peligrosamente hasta casi estrellarse contra el mostrador de informes. Eyectado a la calle, devora con los ojos cada centímetro cuadrado de avenida.
Nada. Maira no está.
Cruza trotando hasta el súper chino. Lo recorre íntegro dos veces, góndola tras góndola. Sale, y vuelve a mirar en derredor.
Nada.
Entonces corre hacia la avenida principal.
Al llegar, presencia la desconcentración de los manifestantes. El asfalto ha quedado alfombrado con los desperdicios de una estampida de bestias. Carlos atisba el horizonte hacia los cuatro puntos cardinales. Gira una y otra vez, hasta que por fin —asumiendo las sabias palabras de Aurora— elige sosegarse.
Contrahecho, la sutil giba asoma de nuevo, la mirada pierde propósito. La desesperación muta, de a poco, a un estado de aceptación y calma cadavérica. Minuto a minuto, su estructura molecular se degrada hasta reconvertirse en esa ruina de cada mañana frente al espejo del baño.
Todo vuelve a la normalidad.
Transpirado y agitado, reflexiona acerca de lo fácil que es perder la cabeza. Mientras se compone la ropa que la precipitación le desacomodó, decide que caminará hasta la biblioteca.
Al despuntar las primeras cuadras y reflexionar sobre todo lo ocurrido, la cordura se impone, y considera atinado regresar a su refugio. Paladea el alivio de encerrarse en su bunker, en su agujero de seguridad. Llegará tarde, sí, pero puede recuperar en el turno vespertino: por la noche hay poca gente, y se genera el ambiente propicio para la lectura. Aprovechará para leer a Kierkegaard. Ahora mismo, siente a Anatole France bastante cursi.
Pero tiene algo duro atorado en la garganta que lo obliga a llorar y le quita el aire.
Es que se está dando cuenta de que le faltó casi nada para lograrlo. Por primera vez en su vida de mierda, soportó casi hasta el final, hasta casi conseguir lo que deseaba.
Casi.
La tenía pero se le escapó.
En verdad no se le escapó: él la perdió. Él la dejó ir.
Se odia, y en esto no hay casi que valga: ya no puede más.
Se odia tanto que piensa en matarse. Matarse él mismo antes de que la soledad y la maldita timidez lo acaben en lenta y atroz agonía.
¿Por qué no se plantó ante esa vieja puta de Aurora? ¿Por qué no siguió su instinto? ¿Por qué no pudo decir no? ¡Por qué! ¡La reputísima madre, por qué!
El corazón le late irregular. Ahí están las extrasístoles de nuevo. Y claro, no podían faltar. Mejor se muere ahora. Que lo mate la maldita arritmia de una maldita vez.
Y una fibrilación viene a ratificar sus pensamientos. ¿Un infarto? ¿Finalmente un infarto acabará con él? ¿Puede al fin confirmar que desperdició su vida de principio a fin?
La palma derecha acude pronta al pectoral izquierdo. No, no es fibrilación. Es el celular que le vibra en el bolsillo superior de la campera. ¿Y cómo puede ser, si él no usa el celular en vibración?
—¡Hola! —dice. Y lo ha dicho con una voz que desconoce: una voz explosiva que acusa ira y hartazgo. La voz del que se encuentra dispuesto a todo, porque ya no le importa nada.
—¡Eh, amigo!
La estupefacción se manifiesta en el temblor de la mano que sostiene el teléfono.
—¡¿Mmm-Ma-Maira?!
—Te fuiste con esa vieja, y me dejaste redegarpe.
Atontado, Carlos no responde. Ella sigue:
—Ya compré la chocolatada, venite a Congreso.
—Pero… cómo sabías mi teléfono.
—¡Todavía no te diste cuenta! Te lo iba a zarpar, pero….
La comunicación se corta.
Carlos observa atónito por unos segundos el ajado y rotoso celular que tiene en la mano: el celular de Maira.
Los aviones no siempre caen.
Levanta vuelo un centímetro antes del impacto. Resucita. Guarda el teléfono de Maira en la funda de su propio celular, y apura el paso hacia Congreso. Kierkegaard y Anatole pueden esperar, ellos sí están muertos.


"Tímido" forma parte del libro "Los que matan el tiempo y lloran en su entierro"




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