viernes, 17 de febrero de 2017

SÍNTESIS de Pablo CAZAUX

El aguijón se le había clavado arriba de la ceja derecha. Visto en el espejo, sólo era un punto negro que se perdía entre pelos sedosos. No le molestaba ni le dolía, sólo había una sensación extraña de permanencia, de objeto incrustado en la piel. Comprobó con los días, que bastaba pasar levemente la yema del dedo para sentir el bulto y una puntita filosa que asomaba de él. Después, nada. Es decir, mirarse bajo una luz intensa con el espejo delante, hurgar la zona con una aguja caliente, apretar la inflamación para que reviente, se convirtieron en rutinas como peinarse o maquillarse. El aguijón, por decirlo de alguna manera, se había convertido en una parte más de su cara, una exaltación mínima de su gesto que la hacía más interesante. 
Nadie lo había notado. Ni siquiera el médico que, después de observarla con una lente de aumento, le recetó antinflamatorios y hielo aplicado con fuerza sobre la zona afectada. Sin embargo, ella lo sentía, y sentía el latido breve que, cada tanto, la obligaba a parpadear. Cerraba el ojo y lo abría, levantaba la ceja, la masajeaba con la palma de la mano. Porque ese tipo de sucesos ocurrían mientras caminaba o cuando dictaba clases. Nunca sola. Nunca cuando ella pudiera verlo.
Entonces, comenzó a sospechar que los demás sí lo sabían, que fingían no ver su ceja subiendo y bajando sin propósito, como un defecto o una marca de nacimiento, como esos seres que arrastran en su vida un estigma y el mundo hace de cuenta que los ignora. Pero lo poseen, lo cargan, lo llevan con ellos a todas partes y son parte de ellos aunque parezca monstruoso, aunque el aguijón estuviese clavado en el fondo y los pelos de las cejas lo taparan, ella sabía que estaba allí. Y los demás también lo sabían aunque nadie se lo dijera. Era cuestión de observar las emociones, se decía, de mirarlos a los ojos todo el tiempo para saber en qué momento se distraían y subían por su cara hasta detenerse en ese lugar. Podría, entonces, ver el horror escondido y el esfuerzo que hacían por no dejarlo salir.
Le llevó mucho tiempo y mucho trabajo reconocer el punto exacto de la ruptura, de esa inflexión en la que una charla absurda se parte para darle paso a lo otro. Lo supo porque nadie le hacía preguntas ni comentarios. Pero veía la distracción sutil en la que el centro de su existencia pasaba por ese punto negro incrustado en la piel. Así comprobó que, aunque ella no pudiera verlo, todos los demás lo hacían. Con disimulo o sin él, con rodeos y hasta con falsas sonrisas, no había nadie que, en algún momento, no haya levantado la vista para detenerla en su ceja derecha, en esa cadencia con la que el bulto se movía cuando ella no podía ocultarlo. Salir corriendo no era la forma de enfrentar el problema. Es más, su debilidad hubiese quedado al descubierto y sabía que desafiar al otro era su manera de seguir siendo quien era. No podía perder su identidad. No quería hacerlo.
Comenzó a pensar en el insecto que esa tarde la había picado pero desde otra perspectiva. No era el objeto sino el sujeto, comprendió. No era el aguijón en sí lo que empezó a preocuparle sino el bicho repugnante que lo llevaba en sus entrañas. No lo vio porque estaba dormida en el pasto, cansada de comer y medio borracha. Pero podía imaginarlo: marrón, o verde, con alas invisibles, patas imperceptibles, ojos poliédricos. Podía verlo en su memoria y podía verse, tirada en el pasto sobre una manta y el bicho dando vueltas alrededor, buscando el punto exacto donde clavar su estocada. Recordó sí el manotazo feroz y el dolor primigenio. Recordó haber creído que fue parte del sueño aún sabiendo que no lo era. La confusión más inmediata de la vigilia. Y recordó la risa de sus amigos que, tirados como ella, se revolcaban ante el evento. Una fracción de segundo fue lo que duró la comprensión global del hecho. Después, niebla. Ella y sus amigos en un día de camping. Habían salido temprano. Ella estaba mal dormida porque la noche anterior había pasado algo. No se acordaba qué era ni tampoco se acordaban sus amigos. Ella estaba cansada, por eso se durmió en el pasto. Nunca se había dormido así, en la tierra dura, irregular, salpicada de luces y sombras, sin contención. Estaba agotada pero no recordaba por qué. Pensó en huevos y le vino el nombre de Clara a la cabeza. Así anduvo un tiempo, con la certeza de saber algo que no sabía.
Los latidos se prolongaron, se hicieron más notorios. Ya no se producían cuando ella estaba frente a otros sino también en la soledad de su casa. Los veía, veía su ceja subiendo y bajando, su párpado inflamándose ante cada respiración. De nada le servía el hielo ni el antinflamatorio; ya no podía hundir la uña sobre el bulto porque se había convertido en una especie de cayo duro y rojizo. Su cara, vista bajo una lámpara, ya no era su cara. Le había cambiado la expresión. Su sonrisa no era la de antes, ni el llanto descontrolado, ni la furia. El latido se había corrido hacia el costado y bajaba por su cuello.
Clara era el nombre con el que soñaba todas las noches. Clara estuvo allí, en el picnic. Clara no estuvo porque no conocía a ninguna Clara y a nadie que estuviese tan loco como para creer que una vez conoció a un tipo que sólo quería una trompeta. Sin embargo estaban allí, como el aguijón y el latido, como el horror de saberse perdida y sin memoria. Clara, el loco, los huevos. También un bar donde sonaba la música con estridencia. Un lugar que jamás había pisado pero del que día tras día conocía más detalles. Entonces, Clara y el loco y los huevos y el bar. Casi nada del picnic, ni del insecto, ni de la noche anterior, ni de los días posteriores. Ellos y el aguijón que ya se había perdido bajo la superficie y le había ensanchado las cejas, los pómulos, los labios, los pechos. Y la mujer, que en algún momento supo que se llamaba Clara pero ya no lo recordaba. Lo último que pensó esa mañana fue que nunca tuvo allí un aguijón sino un nido. Después, marcó un número y le dijo a alguien que esa misma tarde le compraría esa estúpida trompeta.

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