martes, 21 de octubre de 2025

Una rosa para Emilia de William FAULKNER

I

Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las mujeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y jardinero a la vez.

La casa era una construcción cuadrada, pesada, que había sido blanca en otro tiempo, decorada con cúpulas, volutas, espirales y balcones en el pesado estilo del siglo XVII; asentada en la calle principal de la ciudad en los tiempos en que se construyó, se había visto invadida más tarde por garajes y fábricas de algodón, que habían llegado incluso a borrar el recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo había quedado la casa de la señorita Emilia, levantando su permanente y coqueta decadencia sobre los vagones de algodón y bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la ofendían. Y ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con los representantes de aquellos ilustres hombres que descansaban en el sombreado cementerio, entre las alineadas y anónimas tumbas de los soldados de la Unión, que habían caído en la batalla de Jefferson.

Mientras vivía, la señorita Emilia había sido para la ciudad una tradición, un deber y un cuidado, una especie de heredada tradición, que databa del día en que el coronel Sartoris el Mayor -autor del edicto que ordenaba que ninguna mujer negra podría salir a la calle sin delantal-, la eximió de sus impuestos, dispensa que había comenzado cuando murió su padre y que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emilia fuera capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un cuento, diciendo que el padre de la señorita Emilia había hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía de este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre de la generación y del modo de ser del coronel Sartoris hubiera sido capaz de inventar una excusa semejante, y sólo una mujer como la señorita Emilia podría haber dado por buena esta historia.

Cuando la siguiente generación, con ideas más modernas, maduró y llegó a ser directora de la ciudad, aquel arreglo tropezó con algunas dificultades. Al comenzar el año enviaron a la señorita Emilia por correo el recibo de la contribución, pero no obtuvieron respuesta. Entonces le escribieron, citándola en el despacho del alguacil para un asunto que le interesaba. Una semana más tarde el alcalde volvió a escribirle ofreciéndole ir a visitarla, o enviarle su coche para que acudiera a la oficina con comodidad, y recibió en respuesta una nota en papel de corte pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita con una floreada caligrafía, comunicándole que no salía jamás de su casa. Así pues, la nota de la contribución fue archivada sin más comentarios.

Convocaron, entonces, una junta de regidores, y fue designada una delegación para que fuera a visitarla.

Allá fueron, en efecto, y llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había traspasado desde que aquélla había dejado de dar lecciones de pintura china, unos ocho o diez años antes. Fueron recibidos por el viejo negro en un oscuro vestíbulo, del cual arrancaba una escalera que subía en dirección a unas sombras aún más densas. Olía allí a polvo y a cerrado, un olor pesado y húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en cuero. Cuando el negro descorrió las cortinas de una ventana, vieron que el cuero estaba agrietado y cuando se sentaron, se levantó una nubecilla de polvo en torno a sus muslos, que flotaba en ligeras motas, perceptibles en un rayo de sol que entraba por la ventana. Sobre la chimenea había un retrato a lápiz, del padre de la señorita Emilia, con un deslucido marco dorado.

Todos se pusieron en pie cuando la señorita Emilia entró -una mujer pequeña, gruesa, vestida de negro, con una pesada cadena en torno al cuello que le descendía hasta la cintura y que se perdía en el cinturón-; debía de ser de pequeña estatura; quizá por eso, lo que en otra mujer pudiera haber sido tan sólo gordura, en ella era obesidad. Parecía abotagada, como un cuerpo que hubiera estado sumergido largo tiempo en agua estancada. Sus ojos, perdidos en las abultadas arrugas de su faz, parecían dos pequeñas piezas de carbón, prensadas entre masas de terrones, cuando pasaban sus miradas de uno a otro de los visitantes, que le explicaban el motivo de su visita.

No los hizo sentar; se detuvo en la puerta y escuchó tranquilamente, hasta que el que hablaba terminó su exposición. Pudieron oír entonces el tictac del reloj que pendía de su cadena, oculto en el cinturón.

Su voz fue seca y fría.

-Yo no pago contribuciones en Jefferson. El coronel Sartoris me eximió. Pueden ustedes dirigirse al Ayuntamiento y allí les informarán a su satisfacción.

-De allí venimos; somos autoridades del Ayuntamiento, ¿no ha recibido usted un comunicado del alguacil, firmado por él?

-Sí, recibí un papel -contestó la señorita Emilia-. Quizá él se considera alguacil. Yo no pago contribuciones en Jefferson.

-Pero en los libros no aparecen datos que indiquen una cosa semejante. Nosotros debemos…

-Vea al coronel Sartoris. Yo no pago contribuciones en Jefferson.

-Pero, señorita Emilia…

-Vea al coronel Sartoris (el coronel Sartoris había muerto hacía ya casi diez años.) Yo no pago contribuciones en Jefferson. ¡Tobe! -exclamó llamando al negro-. Muestra la salida a estos señores.

 

II

Así pues, la señorita Emilia venció a los regidores que fueron a visitarla del mismo modo que treinta años antes había vencido a los padres de los mismos regidores, en aquel asunto del olor. Esto ocurrió dos años después de la muerte de su padre y poco después de que su prometido -todos creímos que iba a casarse con ella- la hubiera abandonado. Cuando murió su padre apenas si volvió a salir a la calle; después que su prometido desapareció, casi dejó de vérsele en absoluto. Algunas señoras que tuvieron el valor de ir a visitarla, no fueron recibidas; y la única muestra de vida en aquella casa era el criado negro -un hombre joven a la sazón-, que entraba y salía con la cesta del mercado al brazo.

“Como si un hombre -cualquier hombre- fuera capaz de tener la cocina limpia”, comentaban las señoras, así que no les extrañó cuando empezó a sentirse aquel olor; y esto constituyó otro motivo de relación entre el bajo y prolífico pueblo y aquel otro mundo alto y poderoso de los Grierson.

Una vecina de la señorita Emilia acudió a dar una queja ante el alcalde y juez Stevens, anciano de ochenta años.

-¿Y qué quiere usted que yo haga? -dijo el alcalde.

-¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe una orden para que lo remedie. ¿Es que no hay una ley?

-No creo que sea necesario -afirmó el juez Stevens-. Será que el negro ha matado alguna culebra o alguna rata en el jardín. Ya le hablaré acerca de ello.

Al día siguiente, recibió dos quejas más, una de ellas partió de un hombre que le rogó cortésmente:

-Tenemos que hacer algo, señor juez; por nada del mundo querría yo molestar a la señorita Emilia; pero hay que hacer algo.

Por la noche, el tribunal de los regidores -tres hombres que peinaban canas, y otro algo más joven- se encontró con un hombre de la joven generación, al que hablaron del asunto.

-Es muy sencillo -afirmó éste-. Ordenen a la señorita Emilia que limpie el jardín, denle algunos días para que lo lleve a cabo y si no lo hace…

-Por favor, señor -exclamó el juez Stevens-. ¿Va usted a acusar a la señorita Emilia de que huele mal?

Al día siguiente por la noche, después de las doce, cuatro hombres cruzaron el césped de la finca de la señorita Emilia y se deslizaron alrededor de la casa, como ladrones nocturnos, husmeando los fundamentos del edificio, construidos con ladrillo, y las ventanas que daban al sótano, mientras uno de ellos hacía un acompasado movimiento, como si estuviera sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que pendía de su hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y allí esparcieron cal, y también en las construcciones anejas a la casa. Cuando hubieron terminado y emprendían el regreso, detrás de una iluminada ventana que al llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la señorita Emilia, rígida e inmóvil como un ídolo. Cruzaron lentamente el prado y llegaron a los algarrobos que se alineaban a lo largo de la calle. Una semana o dos más tarde, aquel olor había desaparecido.

Así fue cómo el pueblo empezó a sentir verdadera compasión por ella. Todos en la ciudad recordaban que su anciana tía, lady Wyatt, había acabado completamente loca, y creían que los Grierson se tenían en más de lo que realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes casaderos era bastante bueno para la señorita Emilia. Nos habíamos acostumbrado a representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al fondo, la esbelta figura de la señorita Emilia, vestida de blanco; en primer término, su padre, dándole la espalda, con un látigo en la mano, y los dos, enmarcados por la puerta de entrada a su mansión. Y así, cuando ella llegó a sus 30 años en estado de soltería, no sólo nos sentíamos contentos por ello, sino que hasta experimentamos como un sentimiento de venganza. A pesar de la tara de la locura en su familia, no hubieran faltado a la señorita Emilia ocasiones de matrimonio, si hubiera querido aprovecharlas..

Cuando murió su padre, se supo que a su hija sólo le quedaba en propiedad la casa, y en cierto modo esto alegró a la gente; al fin podían compadecer a la señorita Emilia. Ahora que se había quedado sola y empobrecida, sin duda se humanizaría; ahora aprendería a conocer los temblores y la desesperación de tener un céntimo de más o de menos.

Al día siguiente de la muerte de su padre, las señoras fueron a la casa a visitar a la señorita Emilia y darle el pésame, como es costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin muestra ninguna de pena en el rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su padre no estaba muerto. En esta actitud se mantuvo tres días, visitándola los ministros de la Iglesia y tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar para disponer del cuerpo del difunto. Cuando ya estaban dispuestos a valerse de la fuerza y de la ley, la señorita Emilia rompió en sollozos y entonces se apresuraron a enterrar al padre.

No decimos que entonces estuviera loca. Creímos que no tuvo más remedio que hacer esto. Recordando a todos los jóvenes que su padre había desechado, y sabiendo que no le había quedado ninguna fortuna, la gente pensaba que ahora no tendría más remedio que agarrarse a los mismos que en otro tiempo había despreciado.

 

III

La señorita Emilia estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la volvimos a ver, llevaba el cabello corto, lo que la hacía aparecer más joven que una muchacha, con una vaga semejanza con esos ángeles que figuran en los vidrios de colores de las iglesias, de expresión a la vez trágica y serena…

Por entonces justamente la ciudad acababa de firmar los contratos para pavimentar las calles, y en el verano siguiente a la muerte de su padre empezaron los trabajos. La compañía constructora vino con negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo ello, un capataz, Homer Barron, un yanqui blanco de piel oscura, grueso, activo, con gruesa voz y ojos más claros que su rostro. Los muchachillos de la ciudad solían seguirlo en grupos, por el gusto de verlo renegar de los negros, y oír a éstos cantar, mientras alzaban y dejaban caer el pico. Homer Barren conoció en seguida a todos los vecinos de la ciudad. Dondequiera que, en un grupo de gente, se oyera reír a carcajadas se podría asegurar, sin temor a equivocarse, que Homer Barron estaba en el centro de la reunión. Al poco tiempo empezamos a verlo acompañando a la señorita Emilia en las tardes del domingo, paseando en la calesa de ruedas amarillas o en un par de caballos bayos de alquiler…

Al principio todos nos sentimos alegres de que la señorita Emilia tuviera un interés en la vida, aunque todas las señoras decían: “Una Grierson no podía pensar seriamente en unirse a un hombre del Norte, y capataz por añadidura.” Había otros, y éstos eran los más viejos, que afirmaban que ninguna pena, por grande que fuera, podría hacer olvidar a una verdadera señora aquello de noblesse oblige -claro que sin decir noblesse oblige– y exclamaban:

“¡Pobre Emilia! ¡Ya podían venir sus parientes a acompañarla!”, pues la señorita Emilia tenía familiares en Alabama, aunque ya hacía muchos años que su padre se había enemistado con ellos, a causa de la vieja lady Wyatt, aquella que se volvió loca, y desde entonces se había roto toda relación entre ellos, de tal modo que ni siquiera habían venido al funeral.

Pero lo mismo que la gente empezó a exclamar: “¡Pobre Emilia!”, ahora empezó a cuchichear: “Pero ¿tú crees que se trata de…?” “¡Pues claro que sí! ¿Qué va a ser, si no?”, y para hablar de ello, ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando los domingos por la tarde, desde detrás de las ventanas entornadas para evitar la entrada excesiva del sol, oían el vivo y ligero clop, clop, clop, de los bayos en que la pareja iba de paseo, podía oírse a las señoras exclamar una vez más, entre un rumor de sedas y satenes: “¡Pobre Emilia!”

Por lo demás, la señorita Emilia seguía llevando la cabeza alta, aunque todos creíamos que había motivos para que la llevara humillada. Parecía como si, más que nunca, reclamara el reconocimiento de su dignidad como última representante de los Grierson; como si tuviera necesidad de este contacto con lo terreno para reafirmarse a sí misma en su impenetrabilidad. Del mismo modo se comportó cuando adquirió el arsénico, el veneno para las ratas; esto ocurrió un año más tarde de cuando se empezó a decir: “¡Pobre Emilia!”, y mientras sus dos primas vinieron a visitarla.

-Necesito un veneno -dijo al droguero. Tenía entonces algo más de los 30 años y era aún una mujer esbelta, aunque algo más delgada de lo usual, con ojos fríos y altaneros brillando en un rostro del cual la carne parecía haber sido estirada en las sienes y en las cuencas de los ojos; como debe parecer el rostro del que se halla al pie de una farola.

-Necesito un veneno -dijo.

-¿Cuál quiere, señorita Emilia? ¿Es para las ratas? Yo le recom…

-Quiero el más fuerte que tenga -interrumpió-. No importa la clase.

El droguero le enumeró varios.

-Pueden matar hasta un elefante. Pero ¿qué es lo que usted desea. . .?

-Quiero arsénico. ¿Es bueno?

-¿Que si es bueno el arsénico? Sí, señora. Pero ¿qué es lo que desea…?

-Quiero arsénico.

El droguero la miró de abajo arriba. Ella le sostuvo la mirada de arriba abajo, rígida, con la faz tensa.

-¡Sí, claro -respondió el hombre-; si así lo desea! Pero la ley ordena que hay que decir para qué se va a emplear.

La señorita Emilia continuaba mirándolo, ahora con la cabeza levantada, fijando sus ojos en los ojos del droguero, hasta que éste desvió su mirada, fue a buscar el arsénico y se lo empaquetó. El muchacho negro se hizo cargo del paquete. E1 droguero se metió en la trastienda y no volvió a salir. Cuando la señorita Emilia abrió el paquete en su casa, vio que en la caja, bajo una calavera y unos huesos, estaba escrito: “Para las ratas”.

 

IV

Al día siguiente, todos nos preguntábamos: “¿Se irá a suicidar?” y pensábamos que era lo mejor que podía hacer. Cuando empezamos a verla con Homer Barron, pensamos: “Se casará con él”. Más tarde dijimos: “Quizás ella le convenga aún”, pues Homer, que frecuentaba el trato de los hombres y se sabía que bebía bastante, había dicho en el Club Elks que él no era un hombre de los que se casan. Y repetimos una vez más: “¡Pobre Emilia!” desde atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de domingo los vimos pasar en la calesa, la señorita Emilia con la cabeza erguida y Homer Barron con su sombrero de copa, un cigarro entre los dientes y las riendas y el látigo en las manos cubiertas con guantes amarillos….

Fue entonces cuando las señoras empezaron a decir que aquello constituía una desgracia para la ciudad y un mal ejemplo para la juventud. Los hombres no quisieron tomar parte en aquel asunto, pero al fin las damas convencieron al ministro de los bautistas -la señorita Emilia pertenecía a la Iglesia Episcopal- de que fuera a visitarla. Nunca se supo lo que ocurrió en aquella entrevista; pero en adelante el clérigo no quiso volver a oír nada acerca de una nueva visita. El domingo que siguió a la visita del ministro, la pareja cabalgó de nuevo por las calles, y al día siguiente la esposa del ministro escribió a los parientes que la señorita Emilia tenía en Alabama….

De este modo, tuvo a sus parientes bajo su techo y todos nos pusimos a observar lo que pudiera ocurrir. Al principio no ocurrió nada, y empezamos a creer que al fin iban a casarse. Supimos que la señorita Emilia había estado en casa del joyero y había encargado un juego de tocador para hombre, en plata, con las iniciales H.B. Dos días más tarde nos enteramos de que había encargado un equipo completo de trajes de hombre, incluyendo la camisa de noche, y nos dijimos: “Van a casarse” y nos sentíamos realmente contentos. Y nos alegrábamos más aún, porque las dos parientas que la señorita Emilia tenía en casa eran todavía más Grierson de lo que la señorita Emilia había sido….

Así pues, no nos sorprendimos mucho cuando Homer Barron se fue, pues la pavimentación de las calles ya se había terminado hacía tiempo. Nos sentimos, en verdad, algo desilusionados de que no hubiera habido una notificación pública; pero creímos que iba a arreglar sus asuntos, o que quizá trataba de facilitarle a ella el que pudiera verse libre de sus primas. (Por este tiempo, hubo una verdadera intriga y todos fuimos aliados de la señorita Emilia para ayudarla a desembarazarse de sus primas). En efecto, pasada una semana, se fueron y, como esperábamos, tres días después volvió Homer Barron. Un vecino vio al negro abrirle la puerta de la cocina, en un oscuro atardecer….

Y ésta fue la última vez que vimos a Homer Barron. También dejamos de ver a la señorita Emilia por algún tiempo. El negro salía y entraba con la cesta de ir al mercado; pero la puerta de la entrada principal permanecía cerrada. De vez en cuando podíamos verla en la ventana, como aquella noche en que algunos hombres esparcieron la cal; pero casi por espacio de seis meses no fue vista por las calles. Todos comprendimos entonces que esto era de esperar, como si aquella condición de su padre, que había arruinado la vida de su mujer durante tanto tiempo, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa para morir con él….

Cuando vimos de nuevo a la señorita Emilia había engordado y su cabello empezaba a ponerse gris. En pocos años este gris se fue acentuando, hasta adquirir el matiz del plomo. Cuando murió, a los 74 años, tenía aún el cabello de un intenso gris plomizo, y tan vigoroso como el de un hombre joven….

Todos estos años la puerta principal permaneció cerrada, excepto por espacio de unos seis o siete, cuando ella andaba por los 40, en los cuales dio lecciones de pintura china. Había dispuesto un estudio en una de las habitaciones del piso bajo, al cual iban las hijas y nietas de los contemporáneos del coronel Sartoris, con la misma regularidad y aproximadamente con el mismo espíritu con que iban a la iglesia los domingos, con una pieza de ciento veinticinco para la colecta.

Entretanto, se le había dispensado de pagar las contribuciones.

Cuando la generación siguiente se ocupó de los destinos de la ciudad, las discípulas de pintura, al crecer, dejaron de asistir a las clases, y ya no enviaron a sus hijas con sus cajas de pintura y sus pinceles, a que la señorita Emilia les enseñara a pintar según las manidas imágenes representadas en las revistas para señoras. La puerta de la casa se cerró de nuevo y así permaneció en adelante. Cuando la ciudad tuvo servicio postal, la señorita Emilia fue la única que se negó a permitirles que colocasen encima de su puerta los números metálicos, y que colgasen de la misma un buzón. No quería ni oír hablar de ello.

Día tras día, año tras año, veíamos al negro ir y venir al mercado, cada vez más canoso y encorvado. Cada año, en el mes de diciembre, le enviábamos a la señorita Emilia el recibo de la contribución, que nos era devuelto, una semana más tarde, en el mismo sobre, sin abrir. Alguna vez la veíamos en una de las habitaciones del piso bajo -evidentemente había cerrado el piso alto de la casa- semejante al torso de un ídolo en su nicho, dándose cuenta, o no dándose cuenta, de nuestra presencia; eso nadie podía decirlo. Y de este modo la señorita Emilia pasó de una a otra generación, respetada, inasequible, impenetrable, tranquila y perversa.

Y así murió. Cayo enferma en aquella casa, envuelta en polvo y sombras, teniendo para cuidar de ella solamente a aquel negro torpón. Ni siquiera supimos que estaba enferma, pues hacía ya tiempo que habíamos renunciado a obtener alguna información del negro. Probablemente este hombre no hablaba nunca, ni aun con su ama, pues su voz era ruda y áspera, como si la tuviera en desuso.

Murió en una habitación del piso bajo, en una sólida cama de nogal, con cortinas, con la cabeza apoyada en una almohada amarilla, empalidecida por el paso del tiempo y la falta de sol.

 

V

El negro recibió en la puerta principal a las primeras señoras que llegaron a la casa, las dejó entrar curioseándolo todo y hablando en voz baja, y desapareció. Atravesó la casa, salió por la puerta trasera y no se volvió a ver más. Las dos primas de la señorita Emilia llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral para el día siguiente, y allá fue la ciudad entera a contemplar a la señorita Emilia yaciendo bajo montones de flores, y con el retrato a lápiz de su padre colocado sobre el ataúd, acompañada por las dos damas sibilantes y macabras. En el balcón estaban los hombres, y algunos de ellos, los más viejos, vestidos con su cepillado uniforme de confederados; hablaban de ella como si hubiera sido contemporánea suya, como si la hubieran cortejado y hubieran bailado con ella, confundiendo el tiempo en su matemática progresión, como suelen hacerlo las personas ancianas, para quienes el pasado no es un camino que se aleja, sino una vasta pradera a la que el invierno no hace variar, y separado de los tiempos actuales por la estrecha unión de los últimos diez años.

Sabíamos ya todos que en el piso superior había una habitación que nadie había visto en los últimos cuarenta años y cuya puerta tenía que ser forzada. No obstante esperaron, para abrirla, a que la señorita Emilia descansara en su tumba.

Al echar abajo la puerta, la habitación se llenó de una gran cantidad de polvo, que pareció invadirlo todo. En esta habitación, preparada y adornada como para una boda, por doquiera parecía sentirse como una tenue y acre atmósfera de tumba: sobre las cortinas, de un marchito color de rosa; sobre las pantallas, también rosadas, situadas sobre la mesa-tocador; sobre la araña de cristal; sobre los objetos de tocador para hombre, en plata tan oxidada que apenas se distinguía el monograma con que estaban marcados. Entre estos objetos aparecía un cuello y una corbata, como si se hubieran acabado de quitar y así, abandonados sobre el tocador, resplandecían con una pálida blancura en medio del polvo que lo llenaba todo. En una silla estaba un traje de hombre, cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los calcetines y los zapatos.

El hombre yacía en la cama..

Por un largo tiempo nos detuvimos a la puerta, mirando asombrados aquella apariencia misteriosa y descarnada. El cuerpo había quedado en la actitud de abrazar; pero ahora el largo sueño que dura más que el amor, que vence al gesto del amor, lo había aniquilado. Lo que quedaba de él, pudriéndose bajo lo que había sido camisa de dormir, se había convertido en algo inseparable de la cama en que yacía. Sobre él, y sobre la almohada que estaba a su lado, se extendía la misma capa de denso y tenaz polvo.

Entonces nos dimos cuenta de que aquella segunda almohada ofrecía la depresión dejada por otra cabeza. Uno de los que allí estábamos levantó algo que había sobre ella e inclinándonos hacia delante, mientras se metía en nuestras narices aquel débil e invisible polvo seco y acre, vimos una larga hebra de cabello gris.

miércoles, 16 de julio de 2025

LA LOTERIA de Shirley JACKSON

La mañana del 27 de junio amaneció clara y soleada con el calor lozano de un día de pleno estío; las plantas mostraban profusión de flores y la hierba tenía un verdor intenso. La gente del pueblo empezó a congregarse en la plaza, entre la oficina de correos y el banco, alrededor de las diez; en algunos pueblos había tanta gente que la lotería duraba dos días y tenía que iniciarse el día 26, pero en aquel pueblecito, donde apenas había trescientas personas, todo el asunto ocupaba apenas un par de horas, de modo que podía iniciarse a las diez de la mañana y dar tiempo todavía a que los vecinos volvieran a sus casas a comer.

Los niños fueron los primeros en acercarse, por supuesto. La escuela acababa de cerrar para las vacaciones de verano y la sensación de libertad producía inquietud en la mayoría de los pequeños; tendían a formar grupos pacíficos durante un rato antes de romper a jugar con su habitual bullicio, y sus conversaciones seguían girando en torno a la clase y los profesores, los libros y las reprimendas. Bobby Martin ya se había llenado los bolsillos de piedras y los demás chicos no tardaron en seguir su ejemplo, seleccionando las piedras más lisas y redondeadas; Bobby, Harry Jones y Dickie Delacroix acumularon finalmente un gran montón de piedras en un rincón de la plaza y lo protegieron de las incursiones de los otros chicos. Las niñas se quedaron aparte, charlando entre ellas y volviendo la cabeza hacia los chicos, mientras los niños más pequeños jugaban con la tierra o se agarraban de la mano de sus hermanos o hermanas mayores.

Pronto empezaron a reunirse los hombres, que se dedicaron a hablar de sembrados y lluvias, de tractores e impuestos, mientras vigilaban a sus hijos. Formaron un grupo, lejos del montón de piedras de la esquina, y se contaron chistes sin alzar la voz, provocando sonrisas más que carcajadas. Las mujeres, con descoloridos vestidos de andar por casa y suéteres finos, llegaron poco después de sus hombres. Se saludaron entre ellas e intercambiaron apresurados chismes mientras acudían a reunirse con sus maridos. Pronto, las mujeres, ya al lado de sus maridos, empezaron a llamar a sus hijos y los pequeños acudieron a regañadientes, después de la cuarta o la quinta llamada. Bobby Martin esquivó, agachándose, la mano de su madre cuando pretendía agarrarlo y volvió corriendo, entre risas, hasta el montón de piedras. Su padre lo llamó entonces con voz severa y Bobby regresó enseguida, ocupando su lugar entre su padre y su hermano mayor. La lotería -igual que los bailes en la plaza, el club juvenil y el programa de la fiesta de Halloween- era dirigida por el señor Summers, que tenía tiempo y energía para dedicarse a las actividades cívicas.

El señor Summers era un hombre jovial, de cara redonda, que llevaba el negocio del carbón, y la gente se compadecía de él porque no había tenido hijos y su mujer era una gruñona. Cuando llegó a la plaza portando la caja negra de madera, se levantó un murmullo entre los vecinos y el señor Summers dijo: «Hoy llego un poco tarde, amigos». El administrador de correos, el señor Graves, venía tras él cargando con un taburete de tres patas, que colocó en el centro de la plaza y sobre el cual instaló la caja negra el señor Summers. Los vecinos se mantuvieron a distancia, dejando un espacio entre ellos y el taburete, y cuando el señor Summers preguntó: «¿Alguno de ustedes quiere echarme una mano?», se produjo un instante de vacilación hasta que dos de los hombres, el señor Martin y su hijo mayor, Baxter, se acercaron para sostener la caja sobre el taburete mientras él revolvía los papeles del interior.

Los objetos originales para el juego de la lotería se habían perdido hacía mucho tiempo y la caja negra que descansaba ahora sobre el taburete llevaba utilizándose desde antes incluso de que naciera el viejo Warner, el hombre de más edad del pueblo. El señor Summers hablaba con frecuencia a sus vecinos de hacer una caja nueva, pero a nadie le gustaba modificar la tradición que representaba aquella caja negra. Corría la historia de que la caja actual se había realizado con algunas piezas de la caja que la había precedido, la que habían construido las primeras familias cuando se instalaron allí y fundaron el pueblo. Cada año, después de la lotería, el señor Summers empezaba a hablar otra vez de hacer una caja nueva, pero cada año el asunto acababa difuminándose sin que se hiciera nada al respecto. La caja negra estaba cada vez más gastada y ya ni siquiera era completamente negra, sino que le había saltado una gran astilla en uno de los lados, dejando a la vista el color original de la madera, y en algunas partes estaba descolorida o manchada. El señor Martin y su hijo mayor, Baxter, sujetaron con fuerza la caja sobre el taburete hasta que el señor Summers hubo revuelto a conciencia los papeles con sus manos. Dado que la mayor parte del ritual se había eliminado u olvidado, el señor Summers había conseguido que se sustituyeran por hojas de papel las fichas de madera que se habían utilizado durante generaciones.

Según había argumentado el señor Summers, las fichas de madera fueron muy útiles cuando el pueblo era pequeño, pero ahora que la población había superado los tres centenares de vecinos y parecía en trance de seguir creciendo, era necesario utilizar algo que cupiera mejor en la caja negra. La noche antes de la lotería, el señor Summers y el señor Graves preparaban las hojas de papel y las introducían en la caja, que trasladaban entonces a la caja fuerte de la compañía de carbones del señor Summers para guardarla hasta el momento de llevarla a la plaza, la mañana siguiente. El resto del año, la caja se guardaba a veces en un sitio, a veces en otro; un año había permanecido en el granero del señor Graves y otro año había estado en un rincón de la oficina de correos y, a veces, se guardaba en un estante de la tienda de los Martin y se dejaba allí el resto del año.

Había que atender muchos detalles antes de que el señor Summers declarara abierta la lotería. Por ejemplo, había que confeccionar las listas de cabezas de familia, de cabezas de las casas que constituían cada familia, y de los miembros de cada casa. También debía tomarse el oportuno juramento al señor Summers como encargado de dirigir el sorteo, por parte del administrador de correos. Algunos vecinos recordaban que, en otro tiempo, el director del sorteo hacía una especie de exposición, una salmodia rutinaria y discordante que se venía recitando año tras año, como mandaban los cánones. Había quien creía que el director del sorteo debía limitarse a permanecer en el estrado mientras la recitaba o cantaba, mientras otros opinaban que tenía que mezclarse entre la gente, pero hacía muchos años que esa parte de la ceremonia se había eliminado. También se decía que había existido una salutación ritual que el director del sorteo debía utilizar para dirigirse a cada una de las personas que se acercaban para extraer la papeleta de la caja, pero también esto se había modificado con el tiempo y ahora solo se consideraba necesario que el director dirigiera algunas palabras a cada participante cuando acudía a probar su suerte. El señor Summers tenía mucho talento para todo ello; luciendo su camisa blanca impoluta y sus pantalones tejanos, con una mano apoyada tranquilamente sobre la caja negra, tenía un aire de gran dignidad e importancia mientras conversaba interminablemente con el señor Graves y los Martin.

En el preciso instante en que el señor Summers terminaba de hablar y se volvía hacia los vecinos congregados, la señora Hutchinson apareció a toda prisa por el camino que conducía a la plaza, con un suéter sobre los hombros, y se añadió al grupo que ocupaba las últimas filas de asistentes.

-Me había olvidado por completo de qué día era -le comentó a la señora Delacroix cuando llegó a su lado, y las dos mujeres se echaron a reír por lo bajo-. Pensaba que mi marido estaba en la parte de atrás de la casa, apilando leña -prosiguió la señora Hutchinson-, y entonces miré por la ventana y vi que los niños habían desaparecido de la vista; entonces  recordé que estábamos a veintisiete y vine corriendo.

Se secó las manos en el delantal y la señora Delacroix respondió:

-De todos modos, has llegado a tiempo. Todavía están con los preparativos.

La señora Hutchinson estiró el cuello para observar a la multitud y localizó a su marido y a sus hijos casi en las primeras filas. Se despidió de la señora Delacroix con unas palmaditas en el brazo y empezó a abrirse paso entre la multitud. La gente se apartó con aire festivo para dejarla avanzar; dos o tres de los presentes murmuraron, en voz lo bastante alta como para que les oyera todo el mundo: «Ahí viene tu mujer, Hutchinson», y, «Finalmente se ha presentado, Bill». La señora Hutchinson llegó hasta su marido y el señor Summers, que había estado esperando a que lo hiciera, comentó en tono jovial:

-Pensaba que íbamos a tener que empezar sin ti, Tessie.

-No querrías que dejara los platos sin lavar en el fregadero, ¿verdad, Joe? -respondió la señora Hutchinson con una sonrisa, provocando una ligera carcajada entre los presentes, que volvieron a ocupar sus anteriores posiciones tras la llegada de la mujer.

-Muy bien -anunció sobriamente el señor Summers-, supongo que será mejor empezar de una vez para acabar lo antes posible y volver pronto al trabajo. ¿Falta alguien?

-Dunbar -dijeron varias voces-. Dunbar, Dunbar.

El señor Summers consultó la lista.

-Clyde Dunbar -comentó-. Es cierto. Tiene una pierna rota, ¿no es eso? ¿Quién sacará la papeleta por él?

-Yo, supongo -respondió una mujer, y el señor Summers se volvió hacia ella.

-La esposa saca la papeleta por el marido -anunció el señor Summers, y añadió-: ¿No tienes ningún hijo mayor que lo haga por ti, Janey?

Aunque el señor Summers y todo el resto del pueblo conocían perfectamente la respuesta, era obligación del director del sorteo formular tales preguntas oficialmente. El señor Summers aguardó con expresión atenta la contestación de la señora Dunbar.

-Horace no ha cumplido aún los dieciséis -explicó la mujer con tristeza-. Me parece que este año tendré que participar yo por mi esposo.

-De acuerdo -asintió el señor Summers. Efectuó una anotación en la lista que sostenía en las manos y luego preguntó-: ¿El chico de los Watson sacará papeleta este año?

Un muchacho de elevada estatura alzó la mano entre la multitud.

-Aquí estoy -dijo-. Voy a jugar por mi madre y por mí.

El chico parpadeó, nervioso, y escondió la cara mientras varias voces de la muchedumbre comentaban en voz alta: «Buen chico, Jack», y, «Me alegro de ver que tu madre ya tiene un hombre que se ocupe de hacerlo».

-Bien -dijo el señor Summers-, creo que ya estamos todos. ¿Ha venido el viejo Warner?

-Aquí estoy -dijo una voz, y el señor Summers asintió.

Un súbito silencio cayó sobre los reunidos mientras el señor Summers carraspeaba y contemplaba la lista.

-¿Todos preparados? -preguntó-. Bien, voy a leer los nombres (los cabezas de familia, primero) y los hombres se adelantarán para sacar una papeleta de la caja. Guarden la papeleta cerrada en la mano, sin mirarla, hasta que todo el mundo tenga la suya. ¿Está claro?

Los presentes habían asistido tantas veces al sorteo que apenas prestaron atención a las instrucciones; la mayoría de ellos permaneció tranquila y en silencio, humedeciéndose los labios y sin desviar la mirada del señor Summers. Por fin, este alzó una mano y dijo, «Adams». Un hombre se adelantó a la multitud. «Hola, Steve», le saludó el señor Summers. «Hola, Joe», le respondió el señor Adams. Los dos hombres intercambiaron una sonrisa nerviosa y seca; a continuación, el señor Adams introdujo la mano en la caja negra y sacó un papel doblado. Lo sostuvo con firmeza por una esquina, dio media vuelta y volvió a ocupar rápidamente su lugar entre la multitud, donde permaneció ligeramente apartado de su familia, sin bajar la vista a la mano donde tenía la papeleta.

-Allen -llamó el señor Summers-. Anderson… Bentham.

-Ya parece que no pasa el tiempo entre una lotería y la siguiente -comentó la señora Delacroix a la señora Graves en las filas traseras-. Me da la impresión de que la última fue apenas la semana pasada.

-Desde luego, el tiempo pasa volando -asintió la señora Graves.

-Clark… Delacroix…

-Allá va mi marido -comentó la señora Delacroix, conteniendo la respiración mientras su esposo avanzaba hacia la caja.

-Dunbar -llamó el señor Summers, y la señora Dunbar se acercó con paso firme mientras una de las mujeres exclamaba: «Animo, Janey», y otra decía: «Allá va».

-Ahora nos toca a nosotros -anunció la señora Graves y observó a su marido cuando este rodeó la caja negra, saludó al señor Summers con aire grave y escogió una papeleta de la caja. A aquellas alturas, entre los reunidos había numerosos hombres que sostenían entre sus manazas pequeñas hojas de papel, haciéndolas girar una y otra vez con gesto nervioso. La señora Dunbar y sus dos hijos estaban muy juntos; la mujer sostenía la papeleta.

-Harburt… Hutchinson…

-Vamos allá, Bill -dijo la señora Hutchinson, y los presentes cercanos a ella soltaron una carcajada.

-Jones…

-Dicen que en el pueblo de arriba están hablando de suprimir la lotería -comentó el señor Adams al viejo Warner. Este soltó un bufido y replicó:

-Hatajo de estúpidos. Si escuchas a los jóvenes, nada les parece suficiente. A este paso, dentro de poco querrán que volvamos a vivir en cavernas, que nadie trabaje más y que vivamos de ese modo. Antes teníamos un refrán que decía: «La lotería en verano, antes de recoger el grano». A este paso, pronto tendremos que alimentarnos de bellotas y frutos del bosque. La lotería ha existido siempre -añadió, irritado-. Ya es suficientemente terrible tener que ver al joven Joe Summers ahí arriba, bromeando con todo el mundo.

-En algunos lugares ha dejado de celebrarse la lotería -apuntó la señora Adams.

-Eso no traerá más que problemas -insistió el viejo Warner, testarudo-. Hatajo de jóvenes estúpidos.

-Martin… -Bobby Martin vio avanzar a su padre.- Overdyke… Percy…

-Ojalá se den prisa -murmuró la señora Dunbar a su hijo mayor-. Ojalá acaben pronto.

-Ya casi han terminado -dijo el muchacho.

-Prepárate para ir corriendo a informar a tu padre -le indicó su madre.

El señor Summers pronunció su propio apellido, dio un paso medido hacia adelante y escogió una papeleta de la caja. Luego, llamó a Warner.

-Llevo sesenta y siete años asistiendo a la lotería -proclamó el señor Warner mientras se abría paso entre la multitud-. Setenta y siete loterías.

-Watson… -el muchacho alto se adelantó con andares desgarbados. Una voz exhortó: «No te pongas nervioso, muchacho», y el señor Summers añadió: «Tómate el tiempo necesario, hijo». Después, cantó el último nombre.

-Zanini…

Tras esto se produjo una larga pausa, una espera cargada de nerviosismo hasta que el señor Summers, sosteniendo en alto su papeleta, murmuró:

-Muy bien, amigos.

Durante unos instantes, nadie se movió; a continuación, todos los cabezas de familia abrieron a la vez la papeleta. De pronto, todas las mujeres se pusieron a hablar a la vez:

-Quién es? ¿A quién le ha tocado? ¿A los Dunbar? ¿A los Watson?

Al cabo de unos momentos, las voces empezaron a decir:

-Es Hutchinson. Le ha tocado a Bill Hutchinson.

-Ve a decírselo a tu padre -ordenó la señora Dunbar a su hijo mayor.

Los presentes empezaron a buscar a Hutchinson con la mirada. Bill Hutchinson estaba inmóvil y callado, contemplando el papel que tenía en la mano. De pronto, Tessie Hutchinson le gritó al señor Summers:

-¡No le has dado tiempo a escoger qué papeleta quería! Te he visto, Joe Summers. ¡No es justo!

-Tienes que aceptar la suerte, Tessie -le replicó la señora Delacroix, y la señora Graves añadió:

-Todos hemos tenido las mismas oportunidades.

-Vamos, Tessie, cierra el pico! -intervino Bill Hutchinson.

-Bueno -anunció, acto seguido, el señor Summers-. Hasta aquí hemos ido bastante deprisa y ahora deberemos apresurarnos un poco más para terminar a tiempo.

Consultó su siguiente lista y añadió:

-Bill, tú has sacado la papeleta por la familia Hutchinson. ¿Tienes alguna casa más que pertenezca a ella?

-Están Don y Eva -exclamó la señora Hutchinson con un chillido-. ¡Ellos también deberían participar!

-Las hijas casadas entran en el sorteo con las familias de sus maridos, Tessie -replicó el señor Summers con suavidad-. Lo sabes perfectamente, como todos los demás.

-No ha sido justo -insistió Tessie.

-Me temo que no -respondió con voz abatida Bill Hutchinson a la anterior pregunta del director del sorteo-. Mi hija juega con la familia de su esposo, como está establecido. Y no tengo más familia que mis hijos pequeños.

-Entonces, por lo que respecta a la elección de la familia, ha correspondido a la tuya -declaró el señor Summers a modo de explicación-. Y, por lo que respecta a la casa, también corresponde a la tuya, ¿no es eso?

-Sí -respondió Bill Hutchinson.

-Cuántos chicos tienes, Bill? -preguntó oficialmente el señor Summers.

-Tres -declaró Bill Hutchinson-. Está mi hijo, Bill, y Nancy y el pequeño Dave. Además de Tessie y de mí, claro.

-Muy bien, pues -asintió el señor Summers-. ¿Has recogido sus papeletas, Harry?

El señor Graves asintió y mostró en alto las hojas de papel.

-Entonces, ponlas en la caja -le indicó el señor Summers-. Coge la de Bill y colócala dentro.

-Creo que deberíamos empezar otra vez -comentó la señora Hutchinson con toda la calma posible-. Les digo que no es justo. Bill no ha tenido tiempo para escoger qué papeleta quería. Todos lo han visto.

El señor Graves había seleccionado cinco papeletas y las había puesto en la caja. Salvo estas, dejó caer todas las demás al suelo, donde la brisa las impulsó, esparciéndolas por la plaza.

-Escúchenme todos! -seguía diciendo la señora Hutchinson a los vecinos que la rodeaban.

-¿Preparado, Bill? -inquirió el señor Summers, y Bill Hutchinson asintió, después de dirigir una breve mirada a su esposa e hijos.

-Recuerden -continuó el director del sorteo-: Saquen una papeleta y guárdenla sin abrir hasta que todos tengan la suya. Harry, tú ayudarás al pequeño Dave.

El señor Graves tomó de la manita al niño, que se acercó a la caja con él sin ofrecer resistencia.

-Saca un papel de la caja, Davy -le dijo el señor Summers. Davy introdujo la mano donde le decían y soltó una risita-. Saca solo un papel -insistió el señor Summers-. Harry, ocúpate tú de guardarlo.

El señor Graves tomó la mano del niño y le quitó el papel de su puño cerrado; después lo sostuvo en alto mientras el pequeño Dave se quedaba a su lado, mirándolo con aire de desconcierto.

-Ahora, Nancy -anunció el señor Summers. Nancy tenía doce años y a sus compañeros de la escuela se les aceleró la respiración mientras se adelantaba, agarrándose la falda, y extraía una papeleta con gesto delicado-. Bill, hijo -dijo el señor Summers, y Billy, con su rostro sonrojado y sus pies enormes, estuvo a punto de volcar la caja cuando sacó su papeleta-. Tessie…

La señora Hutchinson titubeó durante unos segundos, mirando a su alrededor con aire desafiante y luego apretó los labios y avanzó hasta la caja. Extrajo una papeleta y la sostuvo a su espalda.

-Bill… -dijo por último el señor Summers, y Bill Hutchinson metió la mano en la caja y tanteó el fondo antes de sacarla con el último de los papeles.

Los espectadores habían quedado en silencio.

-Espero que no sea Nancy -cuchicheó una chica, y el sonido del susurro llegó hasta el más alejado de los reunidos.

-Antes, las cosas no eran así -comentó abiertamente el viejo Warner-. Y la gente tampoco es como en otros tiempos.

-Muy bien -dijo el señor Summers-. Abran las papeletas. Tú, Harry, abre la del pequeño Dave.

El señor Graves desdobló el papel y se escuchó un suspiro general cuando lo mostró en alto y todos comprobaron que estaba en blanco. Nancy y Bill, hijo, abrieron los suyos al mismo tiempo y los dos se volvieron hacia la multitud con expresión radiante, agitando sus papeletas por encima de la cabeza.

-Tessie… -indicó el señor Summers. Se produjo una breve pausa y, a continuación, el director del sorteo miró a Bill Hutchinson. El hombre desdobló su papeleta y la enseñó. También estaba en blanco.

-Es Tessie -anunció el señor Summers en un susurro-. Muéstranos su papel, Bill.

Bill Hutchinson se acercó a su mujer y le quitó la papeleta por la fuerza. En el centro de la hoja había un punto negro, la marca que había puesto el señor Summers con el lápiz la noche anterior, en la oficina de la compañía de carbones. Bill Hutchinson mostró en alto la papeleta y se produjo una reacción agitada entre los congregados.

-Bien, amigos -proclamó el señor Summers-, démonos prisa en terminar.

Aunque los vecinos habían olvidado el ritual y habían perdido la caja negra original, aún mantenían la tradición de utilizar piedras. El montón de piedras que los chicos habían reunido antes estaba preparado y en el suelo; entre las hojas de papel que habían extraído de la caja, había más piedras. La señora Delacroix escogió una piedra tan grande que tuvo que levantarla con ambas manos y se volvió hacia la señora Dunbar.

-Vamos -le dijo-. Date prisa.

La señora Dunbar sostenía una piedra de menor tamaño en cada mano y murmuró, entre jadeos:

-No puedo apresurarme más. Tendrás que adelantarte. Ya te alcanzaré.

Los niños ya tenían su provisión de piedras y alguien le puso en la mano varias piedrecitas al pequeño Davy Hutchinson. Tessie Hutchinson había quedado en el centro de una zona despejada y extendió las manos con gesto desesperado mientras los vecinos avanzaban hacia ella.

-¡No es justo! -exclamó.

Una piedra la golpeó en la sien.

-¡Vamos, vamos, todo el mundo! -gritó el viejo Warner. Steve Adams estaba al frente de la multitud de vecinos, con la señora Graves a su lado.

-¡No es justo! ¡No hay derecho! -siguió exclamando la señora Hutchinson. Instantes después todo el pueblo cayó sobre ella.



jueves, 9 de enero de 2025

PROFESOR MISERIA de Truman CAPOTE

El taconeo de sus propios zapatos en el vestíbulo de mármol le hizo pensar en cubos de hielo tintineando en un vaso. En cuanto a las flores —los crisantemos otoñales en la urna de la entrada—, sintió que bastaría tocarlas para que se pulverizaran en briznas escarchadas; no obstante hacía calor, la casa estaba incluso demasiado caldeada; pero también fría —Sylvia se estremeció— como frío era el níveo rostro tumefacto y ajado de la secretaria, Miss Mozart, que vestía toda de blanco, como una enfermera. Claro que bien podía ser que lo fuese. Pensó un momento: Mr. Revercomb, usted está loco y ésta es su enfermera. No, francamente no. En ese momento el mayordomo le tendió su bufanda. Le impresionó su apostura: delgado, tan cortés, un negro de piel pecosa y ojos enrojecidos y opacos. Le abrió la puerta; apareció Miss Mozart: su rígido uniforme produjo un seco susurro en el vestíbulo:

—Esperamos que regrese —dijo, y le dio a Sylvia un sobre cerrado—. Mr. Revercomb se ha sentido particularmente complacido.

Fuera, la oscuridad caía como copos azules. Caminó por las calles de noviembre hasta llegar a la solitaria zona alta de la Quinta Avenida. Se le ocurrió regresar a casa atravesando el parque: casi un acto de desafío. Henry y Estelle, que nunca dejaban de insistir en su sabiduría urbana, le habían dicho una y otra vez, Sylvia, no sabes lo peligroso que es caminar de noche por el parque; mira lo que le sucedió a Myrtle Calisher. Esto no es Easton, guapa. Ésa era otra de las cosas que decían. Otra más. Dios santo, estaba harta. Sin embargo, aparte de ellos y de algunas otras mecanógrafas de SnugFare, la empresa de ropa interior para la que trabajaba, ¿a quién más conocía en Nueva York? La situación no estaría mal si no tuviera que vivir con ellos, si le alcanzara para pagarse un cuarto propio en algún sitio; pero en aquel angosto apartamento a veces sentía deseos de estrangularlos. ¿Por qué había ido a Nueva York? La causa, fuera cual fuese, le parecía a estas alturas bastante vaga; sin embargo, un motivo esencial para salir de Easton había sido librarse de Henry y Estelle, mejor dicho, de sus equivalentes, aunque Estelle también era de Easton, un pueblo al norte de Cincinnati. Habían crecido juntas. El verdadero problema de Henry y Estelle era que estuvieran tan, pero tan casados. Don Jabón, Cepigrillo, todo tenía un nombre: el teléfono era Tin Tilín; el sofá, Nuestro Berny; la cama, el Gran Oso, ¿y qué decir de sus almohadas y toallas El y Ella? Suficiente para enloquecer. ¡Enloquecer!, dijo en voz alta. El parque silencioso absorbió su voz. Qué agradable sensación, había hecho bien en atravesarlo, el viento soplaba entre las ramas, los arbotantes de luz recién encendidos iluminaban dibujos de tiza de los niños: pájaros rosas, flechas azules, corazones verdes. De pronto, dos muchachos aparecieron en el camino como un par de palabras obscenas. Rostros marcados de acné, sonrientes, se asomaron en la oscuridad como llamas amenazadoras. Cuando pasaron a su lado, Sylvia sintió que el cuerpo le ardía. Ellos se volvieron y la siguieron hacia una solitaria zona de juegos. Uno de los chicos golpeaba un palo a lo largo de una cerca de hierro, el otro silbaba. Los sonidos se aproximaron como el concentrado rugir de un motor cada vez más cercano. Cuando uno de ellos, riendo, gritó: «¿A qué viene tanta prisa?», a Sylvia se le entrecortó la respiración. Pensó en tirar el bolso y correr; no lo hagas, se dijo. En ese momento vio a un hombre que caminaba con su perro por un paseo lateral. Lo siguió y se mantuvo cerca de él hasta llegar a la salida. ¡Cómo agradecerían Henry y Estelle que les contara y les permitiera un te-lo-advertimos! Es más, Estelle lo mencionaría en una carta y el día menos pensado todo Easton sabría que la habían violado en Central Park. Durante el resto del trayecto maldijo Nueva York: la inocente amenaza del anonimato y aquel pasillo digno del metro, iluminado toda la noche, con tuberías chirriantes, pasos interminables, la puerta numerada: 3 C.

—Ssshh —dijo Estelle, saliendo furtivamente de la cocina—, Butsy está haciendo los deberes.

Henry estudiaba Derecho en la Universidad de Columbia y, efectivamente, estaba en la sala inclinado sobre sus libros. A petición de Estelle, Sylvia se descalzó y luego atravesó el cuarto de puntillas. Ya en su habitación se dejó caer en la cama y se tapó los ojos con las manos. ¿En verdad había sucedido ese día? Miss Mozart, Mr. Revercomb, ¿estaban realmente ahí, en ese alto edificio de la calle Setenta y ocho?

—¿Qué has hecho hoy, guapa? —Estelle entró sin llamar.

Sylvia se apoyó en un codo:

—Nada, salvo mecanografiar noventa y siete cartas.

—¿Sobre qué? —Estelle usó el cepillo de Sylvia.

—¿Sobre qué va a ser? SnugFare, los calzoncillos que proporcionan seguridad a los líderes de nuestra ciencia y nuestra industria.

—¡Uf, qué humor! A veces no sé qué te pasa, hablas en un tono… ¡Ay!, ¿por qué no compras otro cepillo? Éste es un amasijo de pelos.

—Casi todos tuyos.

—¿Qué has dicho?

—Olvídalo.

—Ah, me pareció que decías algo; en fin, como te iba diciendo, me gustaría que no tuvieras que ir a esa oficina, que no regresaras enfadada. Desde mi punto de vista, como le dije a Butsy la otra noche, y él estuvo absolutamente de acuerdo, le dije: Butsy, creo que Sylvia debería casarse, una chica tan sensible tiene que relajar sus tensiones. No hay nada que lo impida. Bueno, tal vez no seas una belleza, en el sentido corriente de la palabra, pero tienes unos ojos bonitos y aspecto de persona inteligente y sincera. De hecho, eres el tipo de chica que a cualquier profesional liberal le gustaría conseguir, y supongo que es lo que tú deseas… Mira lo distinta que soy desde que me casé con Henry. ¿No te sientes sola al ver lo felices que somos? Lo que quería decirte es que no hay nada como estar en la cama con un hombre que te abrace y…

—¡Estelle! ¡Por el amor de Dios! —Sylvia se incorporó, las mejillas encendidas de ira; pero luego se mordió los labios y bajó la mirada—. Lo siento —dijo—, no quise gritar, sólo quisiera que no me hablaras así.

—Está bien —dijo Estelle, sonriendo perpleja como una tonta; luego se acercó a Sylvia y la besó—. Comprendo. Estás agotada, eso es todo. Seguro que no has comido nada. Vamos a la cocina y te haré unos huevos revueltos.

Cuando Estelle colocó el plato de huevos frente a ella, Sylvia se sintió muy avergonzada. Después de todo, Estelle trataba de ser amable. Entonces, como para repararlo todo, dijo:

—Es que me ha pasado una cosa.

Estelle se sentó frente a ella con una taza de café. Sylvia continuó:

—No sé cómo decírtelo. Es tan extraño, pero…, bueno, hoy almorcé en el Automat y tuve que compartir la mesa con tres desconocidos. Hubiera dado lo mismo que yo fuera invisible porque hablaron de cosas muy íntimas. Uno de ellos comentó que su novia iba a tener un hijo y no sabía dónde conseguir dinero para resolver el asunto. Dijo que no tenía nada que vender. Pero otro (bastante más refinado, como si no tuviera que ver con sus compañeros) dijo que sí, que podía vender algo: sueños. Hasta yo me reí, pero el hombre movió la cabeza y dijo con mucho aplomo que era totalmente cierto, que la tía de su esposa, Miss Mozart, trabajaba para un millonario que compraba sueños, simples sueños nocturnos, de cualquier persona. Anotó el nombre y la dirección, y se lo dio a su amigo, pero él lo dejó en la mesa; dijo que le parecía demasiado absurdo para creérselo.

—A mí también —intervino Estelle haciendo notar su sensatez.

—No sé —dijo Sylvia, encendiendo un cigarrillo—. No pude quitármelo de la cabeza. El nombre era A. F. Revercomb; la dirección correspondía a una casa de la calle Setenta y ocho. Sólo lo vi un instante, pero fue…, no sé, no pude olvidarlo. Empezó a darme dolor de cabeza. Salí temprano de la oficina…

Estelle dejó en la mesa su taza de café, despacio, marcando el ademán.

—Escúchame, Sylvia, ¿no me dirás que has ido a ver al loco ese, a Revercomb?

—No quería ir —dijo Sylvia, repentinamente avergonzada. Era un error hablar de eso, Estelle carecía de imaginación, jamás lo iba a entender. Sus ojos se entrecerraron, como cada vez que inventaba una mentira—. Y no fui —añadió en tono neutro—. Iba de camino cuando me di cuenta de lo ridículo que era. En vez de seguir, di un paseo.

—Muy sensato por tu parte —dijo Estelle, empezando a acomodar platos en el fregadero—. Imagina lo que hubiera sucedido. ¡Comprar sueños! ¡Habráse visto! Caray. Realmente, seguro que esto no es Easton.

Antes de ir a su cuarto, Sylvia tomó un Seconal, cosa que hacía rara vez. De otro modo, con la cabeza tan despierta y tan hecha un lío no podría descansar; además sintió una extraña tristeza, una sensación de pérdida, como si hubiera sido víctima de un hurto, un hurto real o incluso moral, como si los muchachos que vio en el parque le hubieran arrebatado realmente —de pronto encendió la luz— el bolso. ¡El sobre que le había dado Miss Mozart! Estaba en el bolso, ahora se acordaba. Lo abrió. Dentro había un papel azul doblado sobre un cheque; había una nota: en pago de un sueño, cinco dólares. Entonces lo creyó; era cierto, le había vendido un sueño a Mr. Revercomb. ¿Podía ser tan sencillo? Volvió a apagar la luz, sonriendo levemente; si vendía un par de sueños a la semana, ¡la de cosas que iba a hacer!: alquilaría un apartamento para ella sola, pensó, sumiéndose en el sueño. La calma la envolvía como la luz de una fogata, y luego vino un lapso con suaves brillos de linternas: se dormía profunda, muy profundamente. Vio unos labios, unos brazos masculinos, lejanísimos. Apartó la manta de una patada, con asco. ¿Hablaba Estelle de esos fríos brazos masculinos? Siguió deslizándose en el sueño; los labios de Mr. Revercomb rozaban su oído: cuénteme, susurró.

 

Pasó una semana antes de que fuese a verle de nuevo, una tarde de domingo a principios de diciembre. Había salido del apartamento con intención de ver una película, pero sin saber muy bien cómo, se encontró en la Avenida Madison, a dos calles de Mr. Revercomb. El cielo estaba color de plata, hacía frío, y el viento afilado era tan penetrante como la malvarrosa. En las tiendas, los carámbanos de oropel navideño brillaban entre montones de lentejuelas de nieve. Todo en perjuicio de Sylvia: odiaba las festividades, esos momentos en que uno está más solo que nunca. Un espectáculo la obligó a detenerse ante un escaparate. Era un Santa Claus mecánico de tamaño natural; se golpeaba el estómago y se balanceaba con un frenesí de euforia eléctrica. Su estruendosa y chirriante carcajada se podía oír a través de los gruesos cristales. Cuanto más lo miraba, más siniestro le parecía. Finalmente se volvió, estremecida, y continuó su camino hacia la calle donde estaba la casa de Mr. Revercomb. Por fuera era un gran edificio, quizás menos cuidado e imponente que los otros, pero aun así bastante majestuoso. Una hiedra blanqueada por el invierno circundaba los ventanales emplomados y extendía sus tentáculos sobre la puerta; dos pequeños leones de piedra, de ciegos ojos cincelados, guardaban la puerta. Sylvia respiró hondo antes de tocar el timbre. El negro pálido y gentil de Mr. Revercomb la reconoció con una educada sonrisa.

En su visita anterior, la sala donde había esperado a ser recibida por Mr. Revercomb estaba vacía. Esta vez había otras personas, mujeres de aspecto diverso y un hombre joven, con ojos de mosquito, excesivamente nervioso. Si hubieran sido lo que aparentaban (pacientes en una sala de espera), él hubiera podido ser un hombre a punto de ser padre o una víctima del mal de San Vito. Estaba sentado junto a Sylvia; sus ojos inquietos desabotonaron su ropa con rapidez, y lo que vio le interesó muy poco. Sylvia sintió alivio cuando él volvió a sus crispadas preocupaciones. Poco a poco, sin embargo, cobró conciencia del interés que su presencia había suscitado en el grupo; a la luz lóbrega, incierta, de aquella estancia llena de plantas, las miradas parecían más duras que las sillas donde estaban sentados. Una mujer la miraba con especial severidad. Aquel rostro parecía destinado a poseer una dulzura suave y ordinaria, pero ahora, de ver a Sylvia, lo afeaban la desconfianza y los celos. La mujer agitaba suavemente una apolillada bufanda de piel, como si tratara de apaciguar a una bestia que pudiera atacarla a dentelladas; su mirada fija anticipó el ataque hasta que los pasos de Miss Mozart temblaron en el vestíbulo. De nuevo el grupo se dividió en entidades individuales vigilantes como escolares asustadizos.

—Mr. Pocker —dijo Miss Mozart, en tono admonitorio—, ¡usted es el siguiente!

Mr. Pocker la siguió, con mirada nerviosa y retorciéndose las manos. En la estancia oscura las mujeres volvieron a acomodarse como motas de sol.

Entonces empezó a llover. Los reflejos que temblaban en las ventanas se derritieron en las paredes. El joven mayordomo entró sigilosamente en la habitación, atizó el fuego del hogar y dispuso el servicio del té en una mesa. Sylvia estaba muy cerca del fuego; se sentía mareada por el calor y el sonido de la lluvia; inclinó la cabeza a un lado, al otro; cerró los ojos, ni despierta ni dormida.

Durante largo rato, sólo la cristalina oscilación de un reloj perturbó el límpido silencio de la casa de Mr. Revercomb. Luego, un repentino disturbio en el vestíbulo sumió la habitación en un furioso estruendo: tan vulgar como el color rojo, una voz grave gritaba:

—¿Detener a Oreilly? ¿Quién osará hacerlo?

El dueño de esa voz, un hombrecito con cuerpo de tonel y piel rojo ladrillo, se abrió paso hasta el umbral de la sala; su mirada deambuló ebria de arriba abajo.

—Vaya, vaya, vaya —dijo marcando una escala descendente con su voz, áspera como la ginebra—, ¿todas estas damas van antes que yo? Pero Oreilly es un caballero. Oreilly aguardará su turno.

—No lo hará. Aquí no. —Miss Mozart corrió tras él y lo agarró del cuello de la camisa. Oreilly enrojecía aún más y los ojos se le salían de las órbitas.

—Me está ahorcando —masculló, pero las manos pálidas, verdosas, de Miss Mozart, tan fuertes como raíces de roble, le tiraban aún más fuerte de la corbata hasta hacerle cruzar la puerta, que finalmente resonó con un efecto demoledor: una taza de té tintineó, y las hojas secas de una dalia cayeron de lo alto. La dama de las pieles se llevó una aspirina a la boca.

—¡Qué desagradable!-dijo.

Todos menos Sylvia sonrieron con admirada delicadeza cuando Miss Mozart pasó frotándose las manos.

Cuando salió de casa de Mr. Revercomb, caía una lluvia densa y oscura. Echó una mirada a la calle desierta en busca de un taxi. Nada ni nadie. Sí, había alguien, el borracho que había ocasionado aquel revuelo. Estaba apoyado en un coche haciendo botar una pelota de goma como un solitario niño callejero.

—Mira —le dijo a Sylvia—, mira, me acabo de encontrar esta pelota, ¿trae buena suerte?

Sylvia sonrió. El hombre le pareció inofensivo, a pesar del feroz altercado; su rostro tenía algo especial, una expresión de tristeza risueña que sugería un payaso sin maquillaje.

La siguió hacia la Avenida Madison, haciendo malabarismos con la pelota.

—A qué hice el ridículo —dijo él—. Cuando me porto así lo único que quiero es sentarme a llorar. —Después de tanto rato bajo la lluvia había recobrado una considerable sobriedad—. Pero no debió tironearme de ese modo; qué salvaje es, maldita sea. Conozco a algunas mujeres bastante salvajes (mi hermana Berenice podía herrar al toro más bravo), pero ella es la más salvaje de todas. Recuerda las palabras de Oreilly: acabará en la silla eléctrica. —Sus labios produjeron un chasquido—. No tiene por qué tratarme así. De cualquier forma, toda la culpa no es de él. No tenía mucho con que empezar y él se quedó con lo que había; ahora no me queda niente, niña, niente.

—Qué pena —dijo Sylvia, sin saber de qué se compadecía—. ¿Es usted payaso, Mr. Oreilly?

—Lo era.

Habían llegado a la avenida, pero Sylvia no hizo el menor intento de buscar un taxi, quería seguir caminando bajo la lluvia junto al hombre que había sido payaso.

—De niña sólo me gustaban las muñecas vestidas de payaso —le dijo—. Mi cuarto era como un circo.

—He sido otras cosas. También he sido corredor de seguros.

—Ah —dijo Sylvia, decepcionada—. ¿Y ahora qué hace?

Oreilly rió y lanzó la pelota muy alto; la atrapó sin dejar de mirar hacia arriba.

—Miro el cielo —dijo—. Viajo a través del azul con mi maleta. Es adónde vas cuando no tienes otro sitio. ¿Qué hago en este planeta? He robado, mendigado, vendido mis sueños, todo por el whisky. Uno no puede viajar en azul sin una botella, lo cual nos lleva al grano: ¿qué te parecería si te pido prestado un dólar?

—Me parecería bien —contestó Sylvia; hizo una pausa, sin saber qué más decir.

Siguieron caminando, tan despacio que el chubasco parecía cercarlos como una presión aislante. Le pareció que caminaba con una de sus muñecas que se hubiera vuelto milagrosa y competente. Le tomó de la mano: un payaso viajando en el azul.

—Pero un dólar no lo tengo; sólo setenta y cinco centavos.

—Vale —dijo Oreilly—, ¿en serio paga tan poco últimamente?

Sylvia supo a quién se refería.

—No, no… En realidad no le he vendido un sueño. —No trató de explicarse; ni ella podía entenderlo. Ante la gris invisibilidad de Mr. Revercomb (impecable, preciso como una balanza, rodeado de clínicos aromas; ojos grises y opacos plantados como semillas en el rostro anónimo, sellados por lentes aceradas) fue incapaz de recordar un sueño, y habló de dos ladrones que la siguieron por un parque y por la zona de los columpios—. «Un momento», me pidió que me detuviese; «hay muchos tipos de sueños», dijo, «pero éste es falso, se lo está inventando.» ¿Cómo lo supo? Entonces le conté otro sueño; era sobre él: me abrazaba de noche entre globos que subían y lunas que caían. Dijo que no le interesaban los sueños que tuvieran que ver con él.

Miss Mozart, que anotaba todos los sueños en taquigrafía, recibió la orden de llamar al siguiente.

—Creo que no volveré.

—Volverás —dijo Oreilly—. Mírame. Hasta yo regreso, y hace mucho que el profesor Miseria acabó conmigo.

—¿Profesor Miseria? ¿Por qué le llama así?

Habían llegado a la esquina donde el Santa Claus maníaco se mecía y vociferaba. Sus carcajadas resonaron en la chirriante calle lluviosa y su sombra se proyectó sobre los arco iris reflejados en el pavimento.

Oreilly dio la espalda al Santa Claus. Sonrió y dijo:

—Le llamo profesor Miseria porque es eso. Profesor Miseria. Tal vez tú le llames de otro modo, pero es el mismo tipo; seguro que lo conoces. Las madres siempre hablan de él a sus hijos: vive en los huecos de los árboles, se desliza de noche por las chimeneas, acecha en los cementerios, sus pasos resuenan en los desvanes. El hijo de puta es un ladrón, una amenaza: se apropiará de todo lo que tengas y no te dejará nada; ni siquiera un sueño. ¡Buu! —gritó, y rió con más fuerza que el Santa Claus—. Qué, ¿ya sabes quién es?

Sylvia asintió:

—Sé quién es. En mi familia lo llamábamos de otro modo, pero no recuerdo cómo. Fue hace mucho.

—Pero ¿lo recuerdas?

—Sí, lo recuerdo.

—Entonces llámalo profesor Miseria. —Y se alejó, botando su pelota—. Profesor Miseria. —Su voz se convirtió en una mera luciérnaga de sonido—. Pro-fe-sor Mi-se-ria…

 

Costaba trabajo ver a Estelle recortada contra esa ventana llena de un sol tan hiriente como el crujir del cristal azotado por el viento. Además, Estelle la estaba sermoneando. Su voz nasal sonaba como si su garganta fuera un depósito de oxidadas navajas de afeitar.

—Me gustaría que te vieras —decía, ¿o acaso había dicho eso tiempo atrás?; era lo de menos—. No sé qué te ha pasado. A que no pesas ni cuarenta kilos. Se te ven todos los huesos y las venas. ¡Y el pelo! Pareces un perro de lanas.

Sylvia se pasó una mano por la frente.

—¿Qué hora es, Estelle?

—Las cuatro —dijo, interrumpiéndole el tiempo suficiente para mirar el reloj—. ¿Y dónde está tu reloj?

—Lo vendí —dijo Sylvia, demasiado cansada para mentir. No importaba. Había vendido tantas cosas, incluyendo su abrigo de castor y el bolso de noche con malla dorada.

Estelle negó con la cabeza.

—Me rindo, querida; así de claro, me rindo. Era el reloj que tu madre te regaló para tu graduación. Qué vergüenza —su boca hizo un chasquido de sirvienta antigua—, qué lástima y qué vergüenza. Jamás entenderé por qué nos dejaste. Eso es asunto tuyo, no hay duda; pero ¿cómo pudiste dejarnos por esta…, esta…?

—Pocilga —completó Sylvia, usando la palabra deliberadamente. Era un cuarto amueblado de la zona este, a la altura de la Sesenta y tantos, entre la Tercera y la Segunda Avenida. Suficientemente amplio para un sofá-cama y un buró viejo y astillado como un espejo que semejaba un ojo con cataratas, tenía una ventana que daba a un inmenso solar (en las tardes se escuchaban voces agresivas y las correrías de niños desesperados); a lo lejos, como un punto de admiración en el horizonte de edificios, se alzaba la negra chimenea de una fábrica.

La chimenea aparecía con frecuencia en sus sueños y nunca dejaba de excitar a Miss Mozart:

—Fálica, fálica —murmuraba, apartando la vista de su taquigrafía.

El suelo del cuarto era un basurero de libros empezados y nunca concluidos, periódicos viejos, hasta mondaduras de naranja, huesos de frutas, ropa interior, una polvera desparramada.

Estelle se abrió paso entre la basura y se sentó en el sofá-cama.

—Tú no lo sabes, pero me preocupas muchísimo. Mira, tengo mi orgullo y todo eso, y si no te caigo bien, bueno, pues vale. Pero no tienes derecho a alejarte de este modo, a que no se sepa de ti en un mes. Así que hoy le dije a Butsy: Butsy, tengo el presentimiento de que a Sylvia le ha sucedido algo horrible. Ya te puedes imaginar cómo me sentí cuando llamé a tu oficina y me dijeron que hacía cuatro semanas que no trabajabas allí. ¿Qué pasó?, ¿te despidieron?

—Sí, me despidieron. —Sylvia se incorporó—. Por favor, Estelle, tengo que arreglarme; tengo una cita.

—Tranquila, no irás a ningún lado hasta que no me entere de lo que pasa. La portera me dijo que te habías vuelto sonámbula…

—¿Has hablado con ella? ¿Qué pretendes?, ¿por qué me espías?

Los ojos de Estelle se arrugaron, como si fueran a llorar. Puso su mano sobre la de Sylvia y la palmeó suavemente.

—Dime, querida, ¿es por un hombre?

—Sí, es por un hombre —dijo Sylvia, con un asomo de risa en la voz.

—Debiste haber hablado conmigo antes. —Estelle suspiró—. Conozco a los hombres. No tienes por qué avergonzarte de eso. Un hombre puede tratar a una mujer de tal forma que ella se olvide de todo lo demás. Si Henry no fuera el abogado prometedor que es, lo querría de todas formas, y haría cosas que antes de conocer a un hombre me hubieran parecido horrendas y repugnantes. Pero te has enredado con un tío que se está aprovechando de ti.

—No es esa clase de relación —dijo Sylvia, poniéndose de pie y localizando un par de medias entre el furor de los cajones del buró—. No tiene nada que ver con el amor. Olvídalo. Es más, vuelve a casa y olvídate completamente de mí.

Estelle la miró con detenimiento:

—Me asustas, Sylvia, en serio que me asustas.

Sylvia sonrió y continuó vistiéndose.

—¿Recuerdas que hace mucho te dije que te casaras?

—¡Uf! Ahora escúchame tú. —Sylvia se volvió; tenía una hilera de horquillas en la boca; las retiraba una a una mientras hablaba—. Hablas de matrimonio como si fuera la respuesta absoluta; pues bien, hasta cierto punto estoy de acuerdo. Claro que quiero que me amen, ¿y quién no? Pero incluso si estuviera deseando comprometerme, ¿dónde está el hombre con el que me he de casar? Debe haberse caído por una alcantarilla. En serio, no hay hombres en Nueva York, y si los hay, ¿dónde los encuentras? Los que me parecían mínimamente atractivos o eran casados o maricas o demasiado pobres para casarse. Además, éste no es un lugar para enamorarse; es un lugar para curarse del amor. Claro, supongo que podría casarme con alguien, pero yo no quiero eso, ¿o sí?

—¿Entonces qué quieres? —Estelle se encogió de hombros.

—Más de lo que recibo. —Colocó la última horquilla en su sitio y se alisó las cejas frente al espejo—. Tengo una cita, Estelle, es hora de que te vayas.

—No puedo dejarte así —dijo Estelle, y su mano se agitó inerme—. Sylvia, eres mi amiga de la infancia.

—Justamente ése es el asunto: ya no somos niñas; al menos, yo no. Vete a casa y no vuelvas por aquí. Lo único que quiero es que te olvides de mí.

Estelle se llevó el pañuelo a los ojos; cuando llegó a la puerta lloraba con bastante fuerza. Sylvia no se podía permitir remordimientos; después de ser dura, sólo podía ser más dura.

—Adelante —dijo, siguiendo a Estelle al vestíbulo—, ¡y escribe a casa todas las tonterías que se te ocurran de mí!

Estelle lanzó un aullido que hizo que los otros inquilinos salieran a sus puertas y se fue escaleras abajo.

Sylvia regresó a su cuarto y chupó un terrón de azúcar para quitarse el agrio sabor de boca; era el remedio de su abuela para el mal humor. Luego se arrodilló y sacó la caja de puros que escondía bajo la cama. Al abrirla se escuchó una versión casera y algo descompuesta de Cómo odio levantarme por las mañanas. La caja de música la había construido su hermano, que se la regaló cuando cumplió catorce años. Al comer azúcar había pensado en su abuela, y al escuchar la melodía, en su hermano; las habitaciones de la casa en que vivieron giraron frente a ella, en penumbra; Sylvia se movía de una a otra como una luz: escaleras arriba, abajo, fuera, de un lado a otro, un aire fragante, primaveral, sombras violáceas y el chirrido de un columpio en el porche. Todos han desaparecido, pensó, evocando sus nombres, ahora estoy totalmente sola. La música terminó. Pero continuó en su cabeza; podía oírla imponiéndose a los gritos de los niños del solar vacío, interrumpiendo su lectura. Leía un diario que guardaba en la caja, un cuaderno donde apuntaba lo más importante de sus sueños; ahora disponía de una infinidad y era muy difícil recordarlos. Hoy le contaría a Mr. Revercomb el de los tres niños ciegos. Eso le gustaría. Los precios que pagaba eran variables y estaba segura de que éste era por lo menos un sueño de diez dólares. La melodía de la caja de puros la acompañó escaleras abajo, la siguió por las calles hasta hacerla desear que acabara de una vez.

 

En la tienda donde había estado el Santa Claus vio una exhibición igualmente enervante. Incluso cuando llegaba tarde a casa de Mr. Revercomb, como ahora, se sentía obligada a detenerse ante el escaparate. Una niña de yeso, con intensos ojos de vidrio, pedaleaba en una bicicleta a una velocidad de locura; aunque los radios de las ruedas giraban hipnóticamente, la bicicleta, por supuesto, jamás se movía: todo ese esfuerzo y la pobre chica sin ir a ningún lado. Era una situación lastimosamente humana; Sylvia se podía identificar con ella de un modo tan cabal que sintió una auténtica punzada. La caja de música giraba en su cabeza: ¡la melodía, su hermano, la casa, un baile de cuando hacía bachillerato, la casa, la melodía! ¿La oiría Mr. Revercomb? Su mirada penetrante revelaba una apagada sospecha. Sin embargo, pareció satisfecho con el sueño. Cuando salió, Miss Mozart le dio un sobre con diez dólares.

—Tuve un sueño de diez dólares —le contó a Oreilly.

—¡Estupendo! —Oreilly se frotó las manos—. Ojalá hubieras llegado antes, porque he hecho algo terrible. Entré en una tienda de bebidas, robé una botella de un cuarto de litro y salí corriendo.

Sylvia no le creyó hasta que del abrigo abrochado con unos alfileres se sacó una botella de bourbon ya medio vacía.

—Un día te vas a meter en problemas —dijo ella—, y entonces ¿qué será de mí? No sé qué haría sin ti.

Oreilly rió y sirvió whisky en un vaso de agua. Estaban sentados en un café que no cerraba en toda la noche, un rutilante depósito de comida, animado por espejos azules y murales burdos. Aunque a Sylvia le parecía un sitio sórdido cenaban allí a menudo; de cualquier forma, aun en caso de tener dinero, ¿adónde más podían ir? Juntos causaban una impresión curiosa: una chica y un borracho decrépito. Hasta en un sitio así la gente se les quedaba mirando. Si lo hacían demasiado rato, Oreilly se erguía muy digno y decía:

—Hola, labios ardientes, me acuerdo muy bien de ti, ¿todavía trabajas en el aseo de caballeros?

Pero generalmente no les molestaban, y a veces se quedaban charlando hasta las dos o las tres de la mañana.

—Menos mal que los otros no saben que el profesor Miseria te dio diez dólares. Alguno diría que le habías robado el sueño. Eso me sucedió una vez. Nadie se salva de las dentelladas, nunca he visto tantos tiburones, son peores que los actores, los payasos o los hombres de negocios. Es algo demencial, si te paras a pensarlo: la obsesión de si dormirás o no, si tendrás un sueño, si lo recordarás. Una y otra vez. Consigues un par de dólares y te lanzas a la primera licorería o a la primera máquina de pastillas para dormir, y antes de darte cuenta, ya estás total y absolutamente pirado. ¿Por qué? ¿Sabes a qué se parece? Es como la vida misma.

—No, Oreilly, en eso sí que te equivocas. No tiene nada que ver con la vida. Tiene más que ver con estar muerta. Siento como si me despojaran de todo, como si un ladrón me robara hasta dejarme en los huesos. Oreilly, no tengo ninguna ambición, y solía tener muchas. No lo entiendo, no sé qué hacer.

Él sonrió:

—¿Y dices que no es como la vida? ¿Quién entiende la vida? ¿Quién sabe lo que hay que hacer?

—No te burles; deja estar el whisky y tómate la sopa antes de que se te congele. —Encendió un cigarrillo; el humo le irritó los ojos, aguzando su ceño fruncido—. Ojalá supiera para qué quiere todos esos sueños, todos mecanografiados y archivados. ¿Qué hace con ellos? Tienes razón cuando dices que el profesor Miseria…, no se trata tan sólo de un curandero imbécil; no es posible que todo carezca de sentido, pero ¿para qué quiere sueños? Ayúdame, Oreilly, piensa, piensa: ¿qué significa?

Oreilly se sirvió otro trago, cerrando un ojo; su torcida boca de payaso adquirió una corrección académica:

—Esta pregunta vale un millón de dólares, niña. ¿Por qué no preguntas algo sencillo, como un remedio para el catarro común y corriente? Sí, ¿qué significa? He pensado bastante en ello. Lo he pensado mientras le hacía el amor a una mujer y lo he pensado a mitad de una partida de póquer. —Apuró el trago y se estremeció—. Mira, un sonido puede iniciar un sueño; el ruido de un coche que pasa por la calle puede hacer que cientos de personas dormidas caigan en lo más profundo de sí mismas. Es curioso pensar en ese coche avanzando en la oscuridad, desatando tantos sueños. El sexo, un repentino cambio de luz, un problema, estas pequeñas llaves pueden abrir nuestro interior. Pero casi todos los sueños empiezan porque una furia interior derrumba las puertas. No creo en Jesucristo pero sí en el alma; así es como me lo imagino yo: los sueños son la mente del alma, nuestra verdad escondida. Tal vez el profesor Miseria no tenga alma y tome trocitos de la tuya. Te los roba como te robaría las muñecas o el ala de pollo de tu plato. Cientos de almas han pasado por él y han ido a parar a un archivo.

—Oreilly, no te burles —volvió a decir, molesta porque creyó que él bromeaba—, mira, la sopa está…

Se detuvo de golpe, sobresaltada por la expresión de Oreilly, quien miraba hacia la entrada. Había tres hombres, dos policías y un civil vestido de tendero. El civil señalaba la mesa que ocupaban ellos. Los ojos de Oreilly registraron el local con desesperación acorralada. Luego asintió, se acomodó en su sitio, se sirvió otro trago con gesto ostentoso.

—Buenas noches, caballeros —dijo cuando los oficiales se le pusieron delante—, ¿les apetece un trago?

—¡No pueden arrestarlo! —gritó Sylvia—. ¡No pueden arrestar a un payaso! —Les arrojó su billete de diez dólares, pero no le hicieron caso, y ella empezó a golpear la mesa. Todos los clientes los miraban. El encargado llegó corriendo, retorciéndose las manos.

El policía le pidió a Oreilly que se pusiera de pie.

—Desde luego —dijo Oreilly—, aunque no veo por qué se preocupan de unos delitos tan ínfimos como los míos habiendo maestros del robo tan a mano. Por ejemplo, esta hermosa criatura… —se colocó entre los oficiales y señaló a Sylvia— acaba de ser víctima de un robo mayúsculo: pobrecilla, le han robado el alma.

 

Sylvia no salió de su cuarto en los dos días que siguieron al arresto de Oreilly: sol en la ventana; luego, oscuridad. Al tercer día ya se había quedado sin cigarrillos, así que se aventuró hasta la tienda de la esquina. Compró una caja de pastelitos, una lata de sardinas, un periódico y cigarrillos, y eso le causó una aguda sensación de delicia y contento, pues no había comido nada en todo ese tiempo. Pero el subir las escaleras y el alivio de cerrar la puerta la dejaron tan exhausta que ni siquiera pudo hacer la cama. Se sentó en el suelo y no se movió hasta que volvió a ser de día. Le pareció que había estado ahí unos veinte minutos. Puso la radio a todo volumen, arrastró una silla hasta la ventana y abrió el periódico en su regazo: Lana lo niega, Repulsa de la URSS, Los mineros llegan a un acuerdo; de todas las cosas ésta era la más triste: la vida continuaba. Cuando uno deja a un amante, la vida debería detenerse; cuando uno se aleja del mundo, el mundo debería acabarse, pero eso nunca sucede. La mayoría de la gente se levanta por la mañana, no porque importe lo que haga, sino porque no importaría que no lo hiciera. Sin embargo, si Mr. Revercomb finalmente lograba reunir los sueños de todas las cabezas, tal vez… La idea se le escapó, se entremezcló con la radio y el periódico. Bajan las temperaturas. Una tormenta de nieve recorre Colorado hacia el oeste, cae sobre todas las poblaciones, amarillea todas las luces, cubre cada pisada, está cayendo ahora mismo. Con qué rapidez se había desatado la tormenta: los techos, el solar vacío, el horizonte, tenían una blancura progresivamente espesa, aborregada. Miró el periódico y miró la nieve; debía haber nevado todo el día. Imposible que hubiera empezado hacía un momento. No se oían coches circulando; había niños alrededor de una hoguera entre los revueltos desperdicios del solar vacío; un coche, enterrado hasta el parachoques, encendía y apagaba sus luces: ¡auxilio!, ¡auxilio!, silencioso como el corazón de la angustia. Desmenuzó un pastelito y colocó las migajas en el alero de la ventana; los pájaros del norte vendrían a hacerle compañía. Les dejó la ventana abierta; la ventisca dispersó copos de nieve que se disolvieron en el suelo como joyas del día de los inocentes. Presenta: La vida puede ser hermosa. ¡Baje la radio! La bruja del bosque golpeaba su puerta. Sí, Mrs. Halloran, dijo, y apagó la radio. Silencio de nieve, silencio de sueño, sólo el remoto canturrear de los niños divertidos con el fuego. El cuarto estaba azul de frío, más frío que el frío de los cuentos de hadas: amor mío, acuéstate entre las escarchadas flores de la nieve. Mr. Revercomb, ¿por qué espera en el umbral? Vamos, pase, hace tanto frío ahí fuera. Pero el momento de despertar fue tibio; alguien la sujetaba. La ventana estaba cerrada y los brazos de un hombre la estrechaban. Le cantaba, con voz afectuosa y despreocupada: el pastel de zarzamora es rico, el pastel de mora es rico, pero no tan rico como el de amor…

—Oreilly, ¿eres tú?, ¿eres tú de verdad?

Él la estrechó con fuerza.

—La nena está despierta. ¿Cómo se encuentra?

—Pensaba que estaba muerta —dijo, y la felicidad le aleteó por dentro como un pájaro herido pero todavía capaz de volar. Trató de abrazarlo pero estaba demasiado débil.

—Te quiero, Oreilly, eres mi único amigo, estaba tan asustada. Pensé que no te volvería a ver. —Hizo una pausa, recordando—. Pero ¿cómo es que no estás en la cárcel?

El rostro de Oreilly se encendió, contento:

—Nunca he estado en la cárcel —dijo misteriosamente—, pero antes que nada vamos a comer. Esta mañana he subido algunas cosas de la tienda.

De repente sintió que flotaba:

—¿Desde cuándo estás aquí?

—Desde ayer —dijo él, atareado con paquetes y platos de plástico—. Tú misma me abriste.

—Es imposible. No recuerdo nada.

—Lo sé —dijo él, sin insistir en el tema—. Toma, bébete la leche como una niña buena que te voy a contar una historia verdaderamente malísima. Uy, es tremenda —anunció, golpeándose los costados, de buen humor; más que nunca, parecía un payaso—. Como te iba diciendo, no he estado en la cárcel; me salvé por los pelos porque cuando aquellos granujas me llevaban a empellones encontré nada menos que a la mujer gorila: ¡acertó!, Miss Mozart. ¿Qué tal?, le digo, ¿también viene a que la afeite el barbero? Ya era hora de que lo arrestaran, me dice, y le sonríe a uno de los policías. Haga su trabajo, oficial. Ah, le digo, si no me han arrestado, voy a la comisaría para denunciarla, comunista de mierda. Ya te puedes imaginar la que armó entonces: se lanzó contra mí y los policías trataron de detenerla. No creas que no les advertí: cuidado, chicos, que es una mujer de pelo en pecho. Miss Mozart debió de confirmarlo, así que yo me alejé por la calle como si tal cosa. Nunca me ha gustado pararme a mirar las peleas callejeras, como hace la gente de esta ciudad.

Oreilly se quedó con ella el fin de semana. Fue la fiesta más hermosa que Sylvia pudiera recordar; para empezar nunca se había reído tanto, y además nadie, desde luego nadie de su familia, la había hecho sentirse tan querida. Oreilly cocinaba bien y preparó deliciosos platillos en la pequeña cocina eléctrica. En una ocasión recogió la nieve del alero de la ventana para hacer un sorbete con jarabe de fresa. El domingo, Sylvia se sintió con fuerzas suficientes como para bailar. Encendieron la radio y bailó hasta caer de rodillas, sonriente, sin aliento.

—Nunca más volveré a asustarme —dijo—. Ni siquiera sé de qué tenía miedo.

—De las mismas cosas que te asustarán la próxima vez —dijo Oreilly, con calma—. Es una cualidad del profesor Miseria: nadie sabe nunca qué es, ni siquiera los niños, que lo saben casi todo.

Sylvia se acercó a la ventana; una blancura ártica cubría la ciudad, pero había dejado de nevar, el cielo nocturno tenía una claridad de hielo. Vio la primera estrella de la noche que emergía del río.

—La primera estrella —dijo, cruzando los dedos.

—¿Qué deseo pides cuando ves la primera estrella?

—Pido ver otra estrella —dijo—, casi siempre pido eso.

—¿Y esta noche?

Se sentó en el suelo, apoyó su cabeza en las rodillas de Oreilly.

—Esta noche quisiera recuperar mis sueños.

—Todos deseamos eso, ¿no? —dijo Oreilly, acariciándole el pelo—. ¿Y qué harías entonces? Quiero decir, ¿qué harías si los recuperaras?

Por un momento Sylvia guardó silencio; cuando habló tenía una mirada grave, distante.

—Regresaría a casa —dijo muy despacio—. Es un decisión terrible, pues significaría renunciar a todos mis otros sueños, pero si Revercomb me los devolviera, me iría a casa mañana mismo.

Oreilly fue al armario y sin decir palabra le dio su abrigo.

—¿Para qué? —preguntó ella, mientras él la ayudaba a ponérselo.

—Hazme caso, por favor; vamos a visitar a Revercomb, le pedirás que te devuelva tus sueños. No perdemos nada.

Sylvia se detuvo en la puerta:

—Por favor, Oreilly, no me obligues a ir. No puedo, tengo miedo.

—Creí que habías dicho que ya no volverías a tener miedo.

Una vez en la calle, Oreilly la apresuró entre la ventisca, tanto que no tuvo tiempo de asustarse. Era domingo, las tiendas estaban cerradas y los semáforos parecían encenderse y apagarse sólo para ellos; ningún coche recorría la avenida cubierta de nieve. Sylvia incluso olvidó adonde iban y recordó pequeños incidentes: en esa esquina había visto a Greta Garbo y ahí enfrente habían atropellado a una anciana. Sin embargo, finalmente se detuvo, sin aliento, abrumada por una repentina lucidez.

—No puedo, Oreilly —dijo tirando de él—, ¿qué voy a decirle?

—Proponle un trato —dijo Oreilly—; dile con franqueza que quieres tus sueños, que si te los da le devolverás todo su dinero: a plazos, naturalmente. Así de sencillo. ¿Por qué mierda no te los va a devolver? Están todos en el archivo.

De algún modo ese discurso le pareció convincente; avanzó con cierto valor, sus pies helados pisaban fuerte.

—Ésa es mi chica —dijo Oreilly.

Se separaron en la Tercera Avenida. Oreilly sabía que de momento ese barrio no era muy seguro para él. Se refugió en un portal, de vez en cuando encendía una cerilla y canturreaba: pero es más rico el pastel de whisky y moras. Un perro delgado y largo como un lobo trotó por los respiraderos en forma de luna, bajo el tren elevado, y al otro lado de la calle se veían las siluetas brumosas de los hombres reunidos en un bar. Le aturdió la simple posibilidad de entrar a conseguir un trago de gorra. Sylvia apareció cuando se había decidido a intentar algo por el estilo. Antes de que pudiera distinguir si realmente se trataba de ella, ya estaba en sus brazos.

—No hay para tanto, amor mío —dijo suavemente, abrazándola lo mejor que pudo—. No llores; hace demasiado frío para llorar, se te va a arrugar la cara.

Ella trató de hablar, poco a poco su llanto se volvió una risa trémula, artificial. El aire recibió el vaho de su risa.

—¿Sabes lo que me ha dicho? —masculló—. ¿Sabes lo que ha dicho cuando le he pedido mis sueños? —Echó la cabeza atrás; su risa subió y se remontó sobre la calle como una cometa perdida, pintada de colores estridentes. Oreilly tuvo que sacudirla.

—Dijo que no me los podía devolver porque él ya los había usado.

Se quedó callada, su rostro se suavizó, cobrando una tranquila inexpresividad. Tomó a Oreilly del brazo. Caminaron juntos, pero eran como amigos que recorrían un andén, cada cual esperando el tren en que partiría el otro. Al llegar a la esquina, él carraspeó y dijo:

—Supongo que es un buen sitio para que me vaya, tan bueno como cualquier otro.

Sylvia lo tomó de la manga:

—Pero ¿adonde vas a ir, Oreilly?

—Viajaré por el azul. —Ensayó una sonrisa poco convincente.

Ella abrió su bolso:

—Uno no puede viajar por el azul sin una botella. —Lo besó en la mejilla y deslizó cinco dólares en su bolsillo.

—Dios te bendiga, niña.

Era todo el dinero que le quedaba, pero no le importó tener que caminar sola a casa. Los montones de nieve parecían olas de un mar blanco: avanzaba sobre las olas, impulsada por vientos y mareas lunares. No sé lo que quiero, y tal vez nunca lo sepa, mi único deseo ante cada estrella será ver otra estrella. No estoy asustada, pensó, de verdad que no. Dos muchachos salieron de un bar y se le quedaron mirando. En un parque, hacía mucho tiempo, había visto a dos muchachos que tal vez fueran los mismos. No estoy asustada, de verdad que no, pensó, escuchando las pisadas que la seguían con un crujir de nieve; de cualquier forma, ya no quedaba nada que robar.

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