jueves, 6 de octubre de 2016

BORGES de Antonio SKÁRMETA

Hastiado de soledad, decidí viajar.
Llamé a Miguel a Buenos Aires y no contestó el teléfono.
Pedí el número de Tomás en Argentina. Me dijo que Miguel había partido con Natalie. "Il est a Paris", ironizó. "Quiere triunfar en Francia."
Pagué un pasaje aéreo con la tarjeta de crédito que imprudentemente me había ofrecido la agente de un banco, y en un muro de mi departamento vacío puse un mapa del mundo y tracé con lápiz rojo el trayecto a Europa. Mi abandono era tan grande como ese mar que mediaba entre los continentes.
Busqué en la agenda los teléfonos de los amigos de quienes podría despedirme. Después decidí no importunarlos. A quién podría importarle mi destino si tenía la melancolía de un hombre sin casa: siempre el último en marcharme de las reuniones sociales cuando las cenizas y el vino tinto manchaban el mantel.
Todo lo contagiaba con mi melancolía. Alguna vez vencí la timidez e hice una cita con la mesonera de un restaurante. Compré una tostadora eléctrica para servirle un buen desayuno. Pero no vino. Tampoco dio ninguna explicación. La busqué en el local y no estaba. El dueño me dijo que le había dado tifus.
Marqué el número de Susana. Hablamos de vivir juntos en la misma casa. Pero cometí la torpeza de enamorarme de ella. Eso, me dijo, cambiaba todo. No se impresionó con mi partida inminente. Me pidió que al volver le comprara en el duty free un perfume de su predilección. ¿Por qué suponía que éste era un viaje con retorno? Todo el mundo parecía atribuirme proyectos mediocres.
En el avión, la revista de la compañía aérea ofrecía un test psicológico. La última pregunta era: "¿Cuál es el rasgo más determinante de su persona?" A mis pies se extendía la inmutable pampa argentina. "La disponibilidad", escribí. Sumé y resté puntos y llegué a mi psicograma:"Es usted alguien sin convicciones, poco comunicativo y apático. Haga un esfuerzo por salir de su encierro."
Al pelo, me dije. Iba rumbo a París.
Llamaría a Miguel y me invitaría a su departamento. Él sí tendría una casa como yo las codiciaba. Desde hacía tiempo se había relacionado con Natalie. Ella era francesa, y vino a Buenos Aires a escribir una tesis sobre Borges. Miguel la conoció a la salida del cine. La convenció de que él era más grande que Borges. Sólo que había publicado nada más que un libro. Se hicieron amantes y Natalie comenzó a escribir su tesis sobre la novela de Miguel, País sin orillas.
Siempre quiso irse a París. "Aquí la sombra de Borges es demasiado amplia." Al otro lado de la cordillera, yo había renunciado hacia años al proyecto de ser poeta por la sombra de Neruda.
En el Charles de Gaulle experimenté por algunos minutos una agradable excitación. Estaba en la ciudad de mis sueños, en el santuario de mis filmes predilectos. Aquí encontraría a una muchacha de piel pálida, cabellos castaños y un viejo impermeable gris, como la violinista que es rechazada por el empresario en Disparen sobre el pianista.
El viaje en bus hacia la ciudad fue desmontando mi entusiasmo. Toda ciudad tiene su rutina, y cada alma la suya. Para calmar la súbita depresión bebí un café-au-lait en la terminal de buses y llamé a Miguel por teléfono, casi seguro de que no lo encontraría.
Cuando le dije mi nombre, preguntó por mi apellido. Me irritó saber que tenía otros conocidos que se llamaran como yo. Entonces repitió mi nombre y apellido en un tono que me pareció desanimado.
Le dije de inmediato que me iría a un hotel.
Él no lo permitiría. Yo era uno de sus grandes amigos. Tenía que vivir en su casa. Aunque había llegado en un momento muy especial. "Muy especial", repitió.
Cogí un taxi y me asustó la velocidad con que subía cuadra a cuadra la tarifa. Algunas mujeres cruzaban las calles con baguettes bajo los brazos y me dieron muchas ganas de tener una casa. De estar empleado en alguna parte, levantarme a las siete de la mañana y que mi esposa me preparara un desayuno con baguettes francesas. Era una ciudad inmensamente bella pero los franceses caminaban de prisa como si no lo supieran.
El portero del edificio me miró con gesto adusto. No sabía pronunciar Miguel e identificó con desgano su departamento. Tampoco hizo ademán de ayudarme con la valija. Espió en el ascensor la bolsa del duty free. Tenía ya el perfume para Susana, y una botella de scotch. El portero miró la botella y dijo algo que no entendí.
Cuando Miguel abrió la puerta estaba pálido y despeinado. A su alrededor había muchos escombros: un espejo molido sobre el parquet, las plumas del sillón dispersas y sobre la mesa el cuchillo con que lo habían rajado.
Me abrazó compungido apretando su mejilla en mi barba.
Natalie me dejó. Me dijo que se iba o me mataba.
Ya veo ­murmuré.
Una súbita brisa condujo mi mirada hacia el ventanal. Había sido trizado con algún objeto contundente que seguramente habría caído en la calle.
Me pareció prudente sacar la botella de scotch de la bolsa plástica y ponerla sobre la mesa. Al intentarlo vi que la cubierta de vidrio estaba rota. Cuando Miguel abrió la botella y trajo dos vasos de baquelita desde el baño, adiviné que también la cristalería habría sucumbido en la reyerta.
Brindamos sin palabras y hasta repetimos una dosis en silencio. Después abrió la puerta de un pequeño cuarto.
Ésta es la pieza de alojados.
Puedo irme a un hotel.
No es necesario. Creo que entraré un rato al baño. Necesito llorar
Puedes hacerlo aquí. Eres mi amigo.
Pero desapareció en el pasillo y enseguida sentí que echaba a correr agua. Golpearon la puerta de entrada y abrí. Era el portero. Traía un busto de hierro de Borges.
Quelqu'un a laissé tomber ce truc là ­dijo.
Al llenar otro vaso de scotch descubrí sobre la mesita de luz un retrato de Natalie. La imagen sería de hace cuatro años, cuando estuve de visita en su departamento en Buenos Aires, y mirándolos juntos cocinar pastas y discutir banalidades había decidido que ese era el hogar que yo buscaba. Una pareja como Natalie, que hablara por teléfono con los amigos del alma mientras yo rallaba queso parmesano en la cocina para derramarlo sobre los ravioles. Entre todas las mujeres que no me habían amado en la vida, ella era la que irradiaba una sensación de hogar, como el espacio alrededor de la chimenea de leña en un film navideño norteamericano. Sólo a ella le conté que cuando tenía diez años sacaron a mamá de la casa en la madrugada y no la volví a ver. No sé por qué lo hice ya que todo el mundo me tiene por taciturno. Es decir, aun en medio de los detritos de ese departamento, la sola foto de Natalie convocaba algo más amplio y rico que el espacio en ruinas. Golpeé la puerta del baño.
Estoy bien ­dijo Miguel­. No te preocupes.
Pero no abrió la puerta. El agua seguía corriendo sobre el lavatorio. Me imaginé que la miraba evadirse por el agujero sin fijar la mente en ningún punto. Volví al living. Me detuve frente a un archivador de color azul nacarado con rúbrica en el lomo que decía "Manuscrito novela". Levanté su contenido y lo revisé de prisa barajando las hojas con un dedo. Era una resma de quinientas páginas pero no había más de quince escritas. Las otras estaban en blanco. Más que blancas vacías, pensé. Las puse de vuelta en la caja y miré el teléfono. Me senté con el vaso de plástico entre las manos y dejé que pasara el tiempo. Después, Miguel se me acercó y me puso una mano en el hombro.
¿Cómo están las cosas en Chile?
Me encogí de hombros. Volvió a penetrar la brisa por la quebrazón y Miguel corrió la cortina. Se puso bastante oscuro. El living daba a un patio de luz y aún al mediodía había anchas sombras.
Como tú comprenderás ­me dijo, encendiendo una lámpara de mesa­, con esto Paris c'est fini.
¿Es definitivo?
Me dijo que se iba o me mataba.
¿Qué vas a hacer?
Volver a Buenos Aires.
Borges ya murió ­le sonreí suavemente.
Miró hacia la caja donde estaba su novela y desvié la vista hacia el retrato de Natalie. Pensé en el mapamundi clavado sobre el muro del departamento de Santiago y el trazado rojo furioso que había hecho sobre el océano. Así como el cartógrafo reduce las distancias a proporciones ínfimas, así se había reducido mi vida. No quería ser más un hombre sin orillas.
Ayúdame a hacer la valija ­dijo Miguel, con súbita angustia.
Lo detuve agarrándolo del brazo.
Tómate otra copa. Después lo piensas con más calma.
Miró la botella sobre la mesa y se frotó fuertemente las mejillas. Me fijé de repente que tenía puesta una corbata a lunares con el nudo perfectamente centrado sobre el cuello bañado en almidón.
Decisiones ­dijo­. Hay que actuar para que no duela.
Créeme que lo comprendo ­dije, mirando mi propia valija aún sin abrir.
El mundo va y viene ­dijo­. ¿Qué te trajo a Francia?
Contestar "tú", decir "Natalie" me pareció insensato. Dentro de la chaqueta tenía el ejemplar de una revista de actualidad chilena con un militar en la portada.
Un reportaje ­dije­. Me envió mi revista para un reportaje.
¿Literario?
Sí. Literario ­dije.
¿Sabes que aquí vive Kundera, no?
Fue a su cuarto y trajo hasta el centro de la sala una maleta. En otro viaje trasladó trajes, camisas minuciosamente dobladas, zapatos bien lustrados, calcetines en muelles rollos. Cubrió todo con un impermeable estilo Maigret. Por teléfono hizo contacto con el aeropuerto. Quería saber si había vuelo esa noche. Pidió "ventana y fumador".
Soy un pésimo anfitrión ­dijo, peinándose las sienes con las manos­. Si ella se queda me mata, si me quedo solo aquí me muero.
Yo que tú me tomaría la noche para pensarlo. Buenos Aires está lejos.
Ya hice la reserva.
Puedes anularla.
Miró la botella a medio consumir.
¿Quieres que te prepare algo de comer? ­dijo.
No, gracias.
Una omelette.
No hace falta.
Barrió unos trozos de cristal y los acumuló junto al felpudo.
Se puso la chaqueta y de ella extrajo un manojo de llaves. Recogió los últimos detalles del departamento y movió la cabeza indicando que no podía creer lo que estaba viendo. Puso el llavero en mi mano.
Tu casa ­dijo.
Jugué con las llaves sacudiéndolas en el puño y le mostré mi turbación.
¿Pero qué hago? El arriendo, el teléfono.
Te llamo para esos detalles.
Me abrazó y luego me golpeó suavemente en la mejilla. Muchos argentinos acostumbran hacerlo.
Verás que París es una ciudad maravillosa.
Sin duda.
Una ciudad para ser feliz.
Sacó el paquete de cigarrillos y lo metió en mi saco.
Yo compraré un cartón en el duty free.
Levantó el enorme trozo de vidrio roto con la mano y lo puso junto con los otros al lado del felpudo.
Volvimos a abrazarnos y salió hacia la calle a coger un taxi. Miré largamente las llaves del departamento en mi mano y luego las puse sobre la mesa junto a la botella de scotch. El trabajoso cansancio que acomete cuando se ha cruzado el océano me subió a los párpados. Me detuve frente a la pequeña pieza de huéspedes con su cama perfectamente estirada y una mediocre reproducción de Botero sobre la cabecera. Esa asepsia me recordó el amoblado de Santiago.
Fui hasta el dormitorio de los dueños de casa.
El colchón había sido acuchillado en varias secciones y le brotaban plumas y resortes en muchos puntos de su superficie. La sábana se había derramado sobre la alfombra junto a tazas de té y rebanadas de pan negro. La cogí y en un impulso respiré hondamente su olor. Me perturbó el recuerdo de Natalie. Una noche fría en Buenos Aires me había prestado un jersey de cachemira blanca impregnado de ese aroma.
Acomodé mi brazo bajo la almohada, un hábito que tengo desde niño, y me cubrí con la sábana sin dejar de olerla.
De a poco se hizo oscuro y las cortinas se agitaron movidas por el aire filtrado en la quebrazón. Encendí la lamparilla y procuré detener la ventolera pegando con cinta adhesiva un par de páginas de El Fígaro contra los restos del ventanal. Luego me hundí en el sillón y reflexioné sobre mi participación en algo que debiera importarme: mi propia vida. Concluí que había hecho un perfecto enroque de nadas. Había desplazado entero mi desvalimiento de Chile a Francia.
No tenía apetito, ni ánimo de visitar los posibles estragos de la cocina. Quería un café desesperadamente pero no me levanté del sillón.
Entonces oí que introducían una llave en la cerradura y la violenta luz del hall se precipitó sobre mi cuerpo. En el marco de la puerta estaba Natalie, más pálida que en mi recuerdo, centrada ahora en ese abrigo de corduroy negro. Presionó el interruptor y mantuvo su mirada en mí intentando pasar de la sorpresa al reconocimiento.
Natalie, ¿no me recuerdas?
Se puso las manos en las mejillas y sus dientes brotaron tras la sonrisa.
¡Pero si eres el chileno!
Vino a abrazarme y luego pareció no saber qué hacer con sus manos.
¿Qué haces en París?
Vine a escribir un reportaje.
¿Sobre qué?
Sobre Kundera. Sobre Milan Kundera.
Natalie se sacó el abrigo y lo arrojó al sillón. Estaba vestida con un polerón beatle verde musgo y una minifalda de cuero negro. Mi mirada vino y fue de sus rodillas a los ojos azules, los párpados cargados de un maquillaje del mismo tono del pullover y las pestañas espesas de una pasta que le daban cierto toque de film antiguo.
¿Cómo me encuentras?
Clavé los ojos en sus pies, en los momentos en que ayudándose de ellos, se descalzaba, quedando mucho más pequeña, más vulnerable.
Bellísima ­dije.
Entonces miró por el pasillo y fue corriendo hacia el dormitorio. Volvió hundiéndose en el cuello de su polerón y estirándolo, como si le faltara aire.
¿Dónde está Miguel?
Avancé hacia ella y le apreté suavemente las manos.
Se fue.
¿A qué hora vuelve?
Se fue a Buenos Aires, Natalie.
Tomó el paquete de cigarrillos de la mesa y me apresuré a encenderle uno. Con un gesto dramático se echó el pelo atrás. Exhaló el humo y luego se cruzó de brazos. Con la punta del pie descalzo empujó suavemente un trozo de cristal.
Así que Paris c'est fini ­dijo, sin humor.
Eso mismo dijo él.
Fue hasta el teléfono y comprobó que tuviera tono. Lo puso de vuelta en la horquilla.
Todo esto ­levantó los brazos abarcando mucho más que el espacio de ese living room­ es un naufragio. Un inmenso e inconmensurable naufragio.
Abrió la puerta de la pieza de visitas y comprobó que mi valija estaba sobre el lecho. La retiró y estiró la frazada con las palmas mientras sostenía el cigarrillo en los labios. Me habló sin quitárselo de la boca.
Debes estar muerto de cansancio.
Más bien confundido.
Te hará bien dormir. ¿Quieres comer algo?
No tengo hambre.
Se acarició la nuca como si quisiera recordarse de algo, pero finalmente no dijo nada. Me traje el whiskey a la pieza y me serví otra dosis en el vaso de plástico. Fui a la cocina a buscar hielo. Por la puerta entreabierta del baño, vi a Natalie mirándose en el espejo.
Puse sobre el velador las llaves y me quedé dormido mirándolas.
Desperté con apetito y con un estado de ánimo poco familiar. Abrí la valija y extraje mi camisa y mi jersey predilecto. Me los puse con energía y sin encontrar algún recipiente en la pieza metí la ropa sucia bajo la cama.
Fui hasta el salón y vi a Natalie durmiendo encuclillada sobre el sillón con el teléfono pegado a su oído. Se había sacado la minifalda de cuero y con el polerón alzado sobre la cintura desnuda pude ver gran parte de su slip blanco con calados donde se notaba su pubis. Aunque la calefacción funcionaba, el frío a través de la ventana mal protegida por el periódico había bajado la temperatura. Traje la frazada de mi cuarto y se la puse encima.
Tomé el llavero con decisión y salí a la mañana parisina dejando que mi instinto me llevara para no exponerme a las hostilidades de los transeúntes preguntándoles direcciones.
En la panadería compré una baguette larga y dorada a la cual no pude evitar morderle la punta aún antes de que la pagara. Vagué con el pan un par de cuadras, hasta que encontré una vidriería. Mi cuerpo se reflejó en las decenas de espejos en oferta, y me sentí otra persona con el pan en la mano y sin haberme peinado.
Le di al dependiente las señales del edificio y convine una cita para una hora más tarde.
De vuelta en el departamento fui hasta la cocina, rebané el pan en generosas tajadas, hundí las bolsas de té dentro del agua hirviendo, y puse en una fuente porciones de mantequilla, queso y jamón, junto a un racimo de uvas. Sobre el mantel de la cocina caía disuelto un foco de sol y bajo esa luz el desayuno adquirió la tonalidad de una pintura hiperrealista.
Sólo cuando el té cedió su fuerte color en las tazas esmeralda y el humo se fundía con el polvillo del sol, fui hacia Natalie y la desperté tocándole un pómulo.
Con un sobresalto se enderezó sobre el sillón y levantó el auricular del teléfono. Comprobó que tuviera tono y sólo entonces me extendió la mano para que se la estrechara.
Bonjour ­dijo.
La invité a la cocina. La luz se había posesionado del espacio. Había ahora una insinuación de intimidad de la que carecían las otras habitaciones. Celebró con un "oh la lá" parisino mi oferta gastronómica y luego se plegó en el sillón con sus finas piernas sobre el cojín. Así, casi desnuda, afinada en el fracaso, me pareció aún más bella que en Buenos Aires.
Bebí té manteniendo ambas manos alrededor de la taza y cerca de mi rostro. En ese silencio, sentí cómo sus pequeños dientes hacían crujir un trozo de baguette amenizado por una lonja de jamón.
Después de desayunar me ducharé y me iré a un hotel ­dije.
Ella tragó rápidamente y meneó la cabeza antes que pudiera hablar.
No hace falta. Está la pieza de huéspedes.
Aparté algunas migas de la mesa: las barrí con el canto de una mano y las hice caer sobre la concavidad de la otra. Luego las unté con la lengua y me las tragué.
Sorbimos otra taza de té, dando vueltas alrededor de algo impreciso.
Hurgué en la camisa y no hallé el paquete de cigarrillos.
Yo también tengo ganas de fumar ­dijo ella, haciendo ademán de ir a buscar el tabaco al living.
La detuve poniendo una mano sobre su frente.
Yo voy. No te molestes ­dije.
Se abrazó a sí misma y se frotó los hombros.
Están en mi cartera. Hay un paquete sin abrir.
Fui hasta el salón y para hacer más luz arranqué las hojas de periódico que cubrían el ventanal. De un momento a otro vendría el vidriero con el repuesto. Abrí su bolso de cuero negro junto a la minifalda y metí la mano tras el tabaco.Mis dedos rozaron un objeto metálico. Creí que podría ser un encendedor, pero al cogerlo con toda la mano vi que era un revólver. Lo alcé y palpé su volumen pesándolo en mi mano derecha. No se trataba de una pistola "femenina". Era un arma de magnitud y de diseño moderno. Lo volví a hundir en la bolsa y fui con los cigarrillos a la cocina. Al encenderle el suyo, ella cubrió brevemente el dorso de mi mano con la suya para proteger la llama del fósforo. Yo prendí el mío y ambos exhalamos con fuerza y nos quedamos mirando cómo el humo se fundía con el polvillo solar. Luego Natalie adelantó su rostro y apoyando los codos sobre la mesa sostuvo su barbilla entre ambas manos, justo en el medio de las filigranas entreveradas del humo, sol y vapor del té.
¿Qué me dices? ¿Te quedas? ­preguntó.
Aspiré muy hondo la segunda succión y me limpié una mota de tabaco que se había quedado sobre el labio.
Sí ­dije.

Fuente: http://www.letrasperdidas.galeon.com/consagrados/c_skarmeta02.htm


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